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Domingo, 1 de octubre de 2006
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Cine > Ken Loach filma la guerra irlandesa

El nacimiento de una nación

La guerra de independencia irlandesa y la sangrienta guerra civil que le siguió son un capítulo complejo y silenciado de la historia europea: no sólo provocaron el nacimiento de la guerrilla moderna y el surgimiento del IRA, sino que llevaron al fratricidio y a una hostilidad que todavía divide al país. Pero con ese material altamente inflamable en manos de un director, Ken Loach ha conseguido retratar aquellos años sin ceder al maniqueísmo ni a la simplificación. Por eso, para muchos El viento que acaricia el prado, la última ganadora de Cannes, es su mejor película.

Por Sergio Kiernan
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A Ken Loach le interesan las guerras ideológicas y las brutalidades que generan. Y sobre todo, le interesan las guerras civiles ideológicas, donde la sordidez se aplica entre hermanos, entre camaradas y compatriotas. Después de filmar sobre España y Nicaragua, el inglés pasa por un conflicto menos conocido pero tan mal cerrado que casi un siglo después sigue costando hablarlo, el de la guerra de independencia irlandesa y la corta, dura y fusiladora guerra civil que le siguió de inmediato. El resultado es su mejor película, profundamente política y liberada del maniqueísmo que lo dejaba liviano.

El viento que acaricia el prado –el título original es todavía más raro: El viento que sacude la cebada– empieza con un enemigo claro y malo, igual que Tierra y libertad, pero termina en la ambigüedad, con hermanos matándose entre sí, esta vez literalmente. Sobre España, Loach no pudo evitar el romanticismo de su material: las Brigadas Internacionales, los voluntarios extranjeros combatiendo por una utopía, el trotskismo del POUM al que le sigue personalmente fiel. Pero Irlanda, para un director inglés, es otra cosa, demasiado cercana, actual y cotidiana como para evitar los matices. Lo que Loach puso en pantalla es una historia honesta y dura como pocas.

La película comienza en 1920, en alguna parte de la Irlanda rural, más vale hacia el oeste y en un juego de hurley, ese raro hockey de campesinos. Entre los granjeros, herreros y peones que juegan están los hermanos Donovan, hijos de un propietario de substancia. Damien es médico y ya se va a Londres, al mejor hospital del Imperio y a una carrera próspera. Teddy fue seminarista y no se va a ninguna parte porque ya pertenece al IRA. El país está en llamas, Mick Collins comanda desde Dublín la primera guerrilla moderna y acaba de descubrir, gracias a sus paisanos de Cork, que sus combatientes pueden operar en el campo, de casa en casa, protegidos por el silencio que los irlandeses aprendieron en 700 años de ocupación. Es un descubrimiento que fascinaría a un chino inteligente llamado Mao quien, muy a la china, lo metaforizó con eso de moverse como el pez en el agua.

Damien quiere una vida más grande que el campo y la feíta Sinead, la vecina con la que se crió y que lo mira de cerca. Sus amigos, sus vecinos, le dicen que lo necesitan, que el país lo necesita y que la guerra lo necesita. Damien primero ve morir al hermano de Sinead, frívolamente apaleado por los Black and Tans, la milicia irregular formada de apuro por los ingleses para complementar al ejército regular y tener quien les haga la guerra sucia. Con un pie en el tren a Londres, ve cómo un sindicalista ferroviario se niega a transportar militares, aguanta los golpes y saca de quicio a los ingleses. Damien ve todo con ojos casi transparentes –-Cillian Murphy, hermoso y angular, da una interpretación de oro– y ese día está jurando lealtad a la república, frente a sus amigos, a la bandera tricolor y a una proclama de independencia pegada a la pared que llama a las armas “en nombre de las generaciones muertas”.

Sigue la guerra, que Loach muestra con minimalismo de virtuoso. Esta fue una guerra realmente de guerrillas en la que una gran acción implicaba a veinte personas y donde las comunicaciones eran una nena en pony llevando papelitos. Las tropas del IRA van al ínfimo pub del pueblo, caminan por un campo geológico, eterno, paran en casitas míseras de techo de paja donde son recibidos en gaélico y con un bol de algún guisito. La textura de la película es simplemente perfecta, desde el progresivo grado de mugre de los irregulares hasta el acento de cada personaje. No hay un objeto fuera de lugar, no hay una palabra discordante. Un documental no sería más exacto.

Para cuando termina la guerra –se enteran por otro papelito que trae pedaleando un chico tartamudo– Da-mien es un duro, con algo roto adentro y con el peso de haber fusilado por traidor a un chico de 19 años con quien jugaban de pibes. Hasta su jefe y hermano mayor, Ted, lo mira como un comandante que pasó por la cárcel, mató de cerca y se educó políticamente en el calabozo con el sindicalista ferroviario, seguidor del inolvidable Connolly, inventor en 1910 de una CGT fierrera y nacionalista. Y eso que Ted, entre otras cosas, ya no tiene uñas: se las arrancó con una tenaza un sargento gordo que quería, inútilmente, que cantara a sus compañeros.

Los problemas vuelven a empezar, nada menos que en un cine, con un noticiero mudo en el que se anuncia el tratado que le dio una semiindependencia a Irlanda al costo de quedar dividida en un Estado Libre y un Ulster inglés. La guerra civil irlandesa fue peculiar porque no dividió a dos bandos opuestos sino a los que habían penado y ganado juntos frente a los ingleses: combatientes que aceptaban esa paz tan cara, combatientes que no renunciaban al sueño. Loach resume la situación con una economía notable: una banda de insurrectos embosca un camión del flamante Ejército de Irlanda para sacarle las armas, y resulta que todo el mundo se conoce. Los de uniforme tutean a los enmascarados y les gritan, con nombre y apellido, que se dejen de apuntarlos. “¿Qué, a mí me vas a matar, Sean?” es una frase típica. Los alzados se sienten medio pavos con sus máscaras, pero igual se llevan los rifles.

Esa guerra terminó con un piff anticlimático en el que los “legales” ganaron y formaron nomás un gobierno, que pronto derivó en una República hoy próspera como pocas. Pero los rebeldes se quedaron con la limpieza de no haber negociado ni cedido, con el mandato irredentista de la libertad total que volvió a aparecer en el Ulster medio siglo después. Este empate moral era una de esas cosas de las que mejor no se hablaba en Irlanda y Loach cierra su película mostrando cómo y por qué: hay una muerte de tragedia griega, totalmente inútil, hay una carta para la novia abandonada y hay una frase para el hombre de uniforme que la lleva, “no quiero verte nunca más la cara”. En esa frase se guarda entera la vida política irlandesa del siglo veinte.

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