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Domingo, 15 de octubre de 2006
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Nota de tapa

Del autor al lector

Los diálogos de Hemingway. El universo de García Márquez. El inapropiado estilo de Roland Barthes. El favor que el periodismo le hizo a la literatura. Los grandes finales, los finales felices y los finales de la vida. La fascinación por la literatura norteamericana. Los grandes artistas populares. Su alter ego. Sus libros. Borges, Arlt, Virginia Woolf, Fitzgerald, Salinger. Alejado de esos momentos en que la presentación de un libro impone los temas de una entrevista, Ricardo Piglia accedió a una charla en la que recorrió las fascinaciones, los intereses y pasiones de su vida literaria.

Por María Esther Gilio
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“La ficción es siempre indecisa. No es ni verdadera ni falsa, es la construcción
de un universo posible donde suceden historias. Por eso Foster dice: ‘Conocemos mejor a los personajes de la literatura que a nuestros amigos. Porque de nuestros amigos no sabemos lo que piensan ni lo que desean’.”

Bajó a abrir con el pelo revuelto, el aire sonriente, los ojos entrecerrados del que recién despierta. Pero no venía de dormir. La cita era en su estudio con apenas una mesa, pocas sillas, algunos libros y una ventana por encima de las, en ese día, soleadas azoteas. “Cara de sueño”, dije. “Cara de estar escribiendo desde hace largo rato.”

Mientras hacía espacio en el escritorio para el grabador y mis apuntes, me retrotraje a un miedo que venía de los años ‘70 cuando leída Respiración artificial –una novela que había seducido a Buenos Aires– decidí que no podía entrevistar al autor. La convicción de no haber entendido del todo me paralizaba. Tuvieron que pasar muchos años y cientos de entrevistas para darme cuenta de que no hay que entenderlo todo ni saberlo todo –-quién podría–. Que la gran pregunta que a veces llevamos, aquella que es para nosotros la vedette de la entrevista puede ser derrotada por un “sí” o un “tal vez” distraído del entrevistado, quizá única respuesta posible porque la pregunta maravillosa no era de las que desatan recuerdos reveladores ni provocan agudas reflexiones.

Esto pensaba mientas el escritor, concentrado en su tarea, ordenaba papeles y apartaba bolígrafos. Las preguntas que de verdad habrían interesado a cualquiera –también a quienes nunca leyeron un libro– eran aquellas que no podían hacerse. Las que complacían al voyeur que tiene su lugar en nuestro espíritu estaban prohibidas. “¿Qué momento le es más satisfactorio cuando hace el amor? ¿El de las caricias previas? ¿El del acto en sí? ¿El del perseguido desenlace? ¿Y después? ¿Qué caminos toman sus reflexiones a partir del final? ¿O no hay reflexiones, sólo conciencia del cuerpo, deslumbramiento, tal vez apatía? ¿Cuánto tardan los pensamientos cotidianos en retomar su lugar? ¿Cuánto para que aquel final de capítulo de cuya eficacia duda, destierre las puras sensaciones y vuelva a dominar su cabeza?”. Pregunté:

¿Cómo fue entrando en esa forma de hacer literatura, donde se mezclan autobiografía, análisis literario y ficción? ¿Esa manera nació naturalmente, sin mucha conciencia, o fue algo pensado y luego realizado?

–No, no fue algo proyectado, sino algo que salió de manera natural a medida que escribía. Hay un texto que para mí es en cierto sentido un punto de viraje. Se trata de Homenaje a Roberto Arlt, anterior a Respiración artificial. Allí cuento la historia de un hombre a quien lo único que le había pasado en la vida era haber conocido a Roberto Arlt. A partir de lo cual se hacía pagar copas en el café Ramos.

En Corrientes y Montevideo.

–Sí, un café muy especial, en esa época, a donde iba gente poco común. Empecé entonces a contar la historia, la cual comenzó a transformarse. El tipo pasó de conocer a Arlt a tener un texto suyo.

Quiere decir que se dio el gusto de escribir un texto de Arlt. Porque claro, el texto es suyo.

–Sí, es mío. Se trata de un diálogo entre un anarquista que venía escapado y una puta. Ahí el relato se transformó. De un relato que tenía como eje esa conversación con este individuo que había conocido a Arlt pasó a ser un texto sobre manuscritos de Arlt.

Un libro crítico. Usted tiene una especial inclinación por la investigación literaria, me parece.

–El libro es una mezcla. Lo que me interesa de la crítica es, en definitiva, la investigación como método. Me atrae la idea de alguien que busca un secreto.

Usted dice sobre la crítica algo muy curioso: “El crítico es aquel que encuentra cosas de su vida en la obra que critica”.

–Bueno, yo tengo esa sensación. No he escrito mucha crítica, pero la que he escrito –sobre Borges o sobre Arlt, por ejemplo– me deja siempre la certeza de que a uno, en realidad, lo que más le atrae en ese texto son aquellas cosas que están conectadas con uno mismo. No creo que uno se tomara el trabajo de leer un texto, investigarlo a fondo si no hubiera ahí un interés más personal. Un trabajo más profundo y comprometido. Ese trabajo que hacen a veces los escritores. Por eso me interesa mucho la crítica de los escritores.

¿Cómo quiénes?

–Baudelaire, Henry James. Y luego Proust, Brecht, Borges...

El crítico en este caso buscaría una respuesta a las preguntas que se hace como escritor.

–Sí, trata de encontrar en otros textos una respuesta. Yo siempre cito una frase de Faulkner que está en el prólogo de El sonido y la furia. Allí dice: “Cuando escribí este libro aprendí a leer”. Es maravilloso. Escribir cambia el modo de leer. A partir de la experiencia misma de resolver ciertas cuestiones con el lenguaje con la escritura, hay una relación nueva con lo que se lee. Respiración artificial fue un libro que yo fui escribiendo sin pensar demasiado en si eso que hacía podría quedar así, tal como iba saliendo... Para mí el punto central en la novela es el tipo de pasión que trasmite.

Esto que dice me lleva a otra cosa que ha dicho: “Una novela se escribe para relatar un crimen o un viaje”. ¿Solamente? (Suelta una carcajada)

–Sí, es un poco excesivo –dice sin dejar de reír–. Es excesivo. Es una forma de llamar la atención sobre determinadas cuestiones. Lo que yo creo, en definitiva, es que algunas formas de narrar tienen las características de un viaje. Se sale de un lugar y se va para otro. O tienen la estructura de una investigación. Estas son las formas básicas de narrar. Lo cual no significa que la literatura se cierre a las historias de amor. Y a cualquier otro tipo de historias posibles. Pero...

Sí...

–La idea de que un relato se construye a partir de un enigma, algo que se quiere averiguar, es lo más frecuente en literatura. Por supuesto que no tiene por qué ser un enigma policial. De cualquier modo es obvio que hay muchas otras historias.

Usted es un escritor que lee. (Piglia dice que sí con la cabeza.) Recuerdo a Manuel Puig, que no podía leer porque se metía a corregir de manera compulsiva. Usted empezó en su adolescencia leyendo a escritores estadounidenses y es evidente que esa literatura le interesa. Como interesa a casi todos los que leen en el Río de la Plata. Según usted, ¿qué es lo que nos inclina hacia esta literatura? ¿Será que los hechos despiertan sentimientos que nos son comunes?

–Es posible. Los norteamericanos son grandes narradores. Narran los acontecimientos con un fuerte sentido de intensidad en la acción. Son las situaciones las que van diciendo los sentimientos o las ideas que están en juego. La acción lo dice todo, muestra todo.

Acciones y diálogos.

–Sí, tienen gran capacidad para construir efectos a partir de hechos y de situaciones. Por otra parte es, seguramente, la más grande tradición narrativa del siglo XX... Una gran tradición de la cual hay que salir. Hay que evitar el riesgo de repetir, hay que escapar de ese riesgo... Y algo más: creo que esa gran atracción por esta literatura tiene que ver con el hecho de que al mismo tiempo de ser grandes artistas son populares. Si pensamos en Hemingway, Fitzgerald, Salinger...

Grandes escritores a los que puede acceder un público no especializado. No es el caso de Joyce.

–O Kafka, o Proust o Musil, que en la línea de transformación del género avanzan hacia el aislamiento. Aunque después, más tarde, encuentren un espacio.

Hablemos un poco de sus comienzos, su infancia, su barrio.

–Mi infancia la viví desde siempre en Adrogué.

Abuelos italianos.

–Sí, italianos... Yo nací en el mismo pueblo donde nació mi madre. Mi padre era peronista y cuando vino el golpe del ’55, él en ese barrio chico, donde todo el mundo conoce a todo el mundo, empieza a sentirse mal.

No querido.

–Como acorralado. Esos pueblos son temibles. El entonces decide que nos vamos a vivir a Mar del Plata, que es donde vive ahora mi familia. Ahí yo me pongo a escribir un diario.

El cambio había sido muy duro.

–En realidad no era nada, pero yo lo viví como un exilio terrible. Tenía 16 años y ese diario que empecé en aquel momento estaba empujado por el dolor del cambio. En ese momento empecé a leer literatura norteamericana –Hemingway– y a escribir relatos.

¿Y cuando empezó a publicar?

–Un tiempo después mandé un cuento a un concurso que hacía El escarabajo de oro y gané uno de los premios. Después publico mi primer libro de cuentos, que se llamaba La invasión, en la editorial de Jorge Alvarez y gano un premio en Casa de las Américas. Los cuentos de ese libro tienen el tono de los cuentos norteamericanos.

Cuénteme ese episodio –creo que anterior a Mar de Plata– en que usted descubre en un galpón de su casa unos cuadernos de su abuelo, atados con hilo sisal, donde había unas notas de filosofía. Cómo es esa historia.

–Es una historia muy simple: mi abuelo paterno leía filosofía y escribía notas en unos cuadernos que descubrí siendo adolescente. Yo tenía cuatro años cuando él murió. Y cuando encontré aquellos cuadernos los leí y me interesaron.

¿Qué filósofos leía su abuelo?

–Los que se leían en aquel tiempo Nietzsche, Schopenhauer, Kierkegaard. Eran filósofos que habían excedido un poco el ámbito académico. Luego, cuando en los ‘60 me fui a La Plata a estudiar historia me hice amigo de varios muchachos estudiantes de filosofía con los que tenía largas charlas y discusiones. Aunque en verdad nunca pasé de ser un amateur fue a partir de estas discusiones que llegué a sentir que la filosofía era un punto de referencia importante para la literatura.

¿En qué sentido?

–Creo que los filósofos hacen en abstracto lo que los novelistas tratan de hacer en concreto. Cierto tipo de preguntas. Y después hay un camino de la filosofía que se ha puesto a pensar en el lenguaje. Otra cosa que me interesa mucho de la filosofía es esa modalidad de inventar casos.

¿Por ejemplo?

–“Qué sucede si un individuo está en su casa y ve una pared blanca” y etcétera. Me atraían mucho esas situaciones que los filósofos construían. A veces, incluso más que los problemas que planteaban.

En el acápite de Crítica y ficción usted menciona una frase de Witold Gombrowicz: “No hay que hablar poéticamente de la poesía”. ¿Por qué esa frase? ¿Qué valor especial le da?

–Por un lado a mí no me gustan los críticos que al escribir hacen literatura. Aquellos en que se nota su voluntad de hacer estilo. Como ejemplo le pongo a Roland Barthes. Gombrowicz ataca eso cuando dice “No hay que hablar poéticamente de la poesía”.

¿Cómo hay que hablar, según usted?

–A la poesía hay que desmontarla como si fuera una máquina. Hay que desarmarla, hacer de cuenta que es una pequeña máquina verbal que produce un efecto maravilloso. Ver cómo está construida. Esta me parece una actitud productiva, mientras que no estoy cerca ni me interesan aquellos críticos que hacen como una paráfrasis. Una especie de réplica de lo que están analizando.

Usted me decía que se sentía especialmente atraído por los escritores que hacen crítica.

–Sí, creo que tienen una mirada muy específica que detecta ciertos elementos que hacen a la construcción de la literatura. Virginia Woolf por ejemplo, dice: “Lo más importante en un relato son los detalles que no tienen importancia”. Cómo ha puesto usted sus lentes sobre la mesa y su bufanda sobre el respaldo de la silla son hechos que no tienen mucha función. Y quizá una descripción de cómo llegó aquí, entró y se sentó, tiene mucha más importancia que aquello que nos decimos. La idea de que un novelista mira elementos que no parecen tener una función definida... Pero esta “observación técnica del escritor” le permite ver de una manera muy nítida cómo se ha construido el relato.

Usted ha trabajado mucho todo esto.

–Sí, por ejemplo, he trabajado bastante sobre cómo termina una novela.

A pesar de las obvias diferencias eso se plantea también con la entrevista. Uno de pronto se enfrenta a algo que dice el entrevistado y piensa: “Aquí está el final de esta entrevista”.

–Claro, pero tanto en su caso como en el de un novelista nunca es una cosa demasiado deliberada. Lo que hay es, de pronto la sensación de que ése es el modo de cerrar y uno cierra ahí. Y después, puede llegar a detectar cosas que son comunes a distintos escritores.

En este momento recuerdo uno de esos finales de novela que pasaron a integrar la cultura de una época. Me refiero a Las palmeras salvajes...

–Sí, claro: “Entre la pena y la nada eligió la pena”.

Ya ve. Aunque usted pertenece a otra generación.

–Ohhh, no tanto.

Sí. Yo me refiero a los 50, y usted en los 50 recién entraba al secundario.

–Otro final, de esos que han quedado, es el de El gran Gatsby. Lo están velando a Gatsby y alguien dice: “Se murió el hijo de puta”. Como algo cariñoso. El uso de esa expresión ahí crea una especie de contraste fantástico.

¿Qué es lo que el escritor quiere que el final produzca en el lector? ¿El escritor quiere que el lector sienta que realmente esa historia ha terminado?

–Me parece que es al revés, que los buenos finales son aquellos en que el lector queda con la sensación de que la historia continúa, que podría seguir de otra manera. Al mismo tiempo me parece que los finales son un aprendizaje importante, un punto en que se separa la literatura y la vida.

Usted dice que en la vida no hay finales.

–En la vida los finales son siempre trágicos. Hay allí la sensación dolorosa de algo que se cierra.

Recuerdo a Onetti hablando de los finales felices. “Sólo tenés un final feliz si cortás la historia antes del final. En la vida hay momentos felices, pero el final es siempre el que vos sabés. No me hagas decirte cuál”. Recuerdo eso como si lo estuviera viendo. La cara, yo diría de asco, que le provocaba el tema. Usted ha escrito novelas donde la teoría literaria aparece expresada de manera clara y directa. Y ha escrito otras totalmente ajenas a cualquier teoría, como Plata quemada. ¿Qué es lo que ha recogido del lector frente a estas dos maneras de contar una historia?

–La verdad es que Respiración artificial se ha vendido y leído mucho más que Plata quemada. Pero vea cómo veo yo esa cuestión. La veo en términos de qué me dicen los personajes. Los personajes son los que me definen de qué van a hablar y cómo van a funcionar en la historia. Respiración artificial es una novela en que los personajes son intelectuales. Y entonces hablan de lo que hablan los intelectuales. En Plata quemada los personajes son unos gángsters, unos marginales. El universo de la historia me lo definen los personajes. Entonces si hubo un cambio de óptica es porque en un momento determinado me empecé a interesar en unos personajes distintos a los que estaban en las novelas anteriores. Voy a ver si puedo decírselo de otra manera. A mí me interesa mucho el uso del diálogo en Hemingway. ¿Qué cosas me gustan del diálogo? Que Hemingway hace hablar a unos pescadores y de lo que hablan es de pesca. Esto yo diría que lo aprendí de Hemingway, quien siempre hace hablar a los personajes de lo que conocen. Esto, a veces, determina que los diálogos sean herméticos.

Lo cual no lo molesta.

–No, porque tiene un efecto de verdad.

En Plata quemada, por ejemplo, al basarse en un caso real, usted ya tenía los hechos y los personajes...

–Sí, lo que me preguntaba era si me sería posible entrar en la cabeza de ellos y ver cómo funcionaban. No sabía si sería capaz de crear una novela en la que se conjeturara de manera efectiva sobre las emociones, los sentimientos y pensamientos de estos personajes.

Para usted, entonces, el desafío fue hacer vivir a los personajes.

–Un libro no funciona si el escritor no es capaz de hacer vivir a los personajes. Esta es, para mí, la clave. Si en Respiración artificial Maggi, Tardeski y Renzi funcionaron, funcionará la novela.

El lenguaje de los personajes.... Yo no podría decir si coinciden con la realidad o no, pero sí que me resulta muy verosímil. Y eso es lo que importa.

–Bueno, ése era otro de los desafíos. Trasmitir el universo verbal que esos personajes tenían.

Usted, no sé bien dónde, tal vez en La ciudad ausente, habla del gran placer que le da trabajar en ese punto en que se cruzan la ficción y la verdad. A mí, como lectora, ese punto –por lo menos en Plata quemada– me produce cierto desasosiego. Cuando usted se refiere a los pensamientos y los sentimientos de estos personajes los acepto sin sobresalto, sé que son ficción, pero cuando pasa a los hechos la pregunta es: “¿Habrá sido así?” Ahí querría tomar el teléfono, llamar a su casa en Buenos Aires y decirle: “Dígame, Ricardo, esta chica que el Nene conoce en Montevideo ¿existió?”.

–Yo creo que vinculada a ese cruce está la indecisión que es un poco la verdad. La ficción es siempre indecisa. No es ni verdadera ni falsa, es la construcción de un universo posible donde suceden historias. Entonces la incertidumbre me parece un elemento importante de la literatura. Porque exige al lector que tome una decisión sobre lo que está sucediendo en la historia. Lo no dicho, lo que uno no cuenta, forma parte del libro de una manera tan intensa como lo dicho. La dificultad está en que eso que no se cuenta esté presente.

Claro, si no está presente, de la manera que lo están las cosas que no se cuentan, no hay misterio. Cómo se trasmitiría ese misterio, a través de qué?

–Imposible decirlo, no sé.

¿Ese misterio no está también en la vida?

–Hay algo que dice Foster que tiene que ver con eso. “Conocemos mejor a los personajes de la literatura que a nuestros amigos. Porque de nuestros amigos no sabemos lo que piensan ni lo que desean”.

¿No sabemos?

–Sabemos lo que nos dicen. Hasta la gente más próxima tiene algún elemento que nos es desconocido. Esto lo aprendemos en la experiencia de todos los días. Siempre hay como un tanteo, ¿no?

Sí, pero es que ¿uno mismo se conoce?

–No, claro. Pero se narra. Uno se constituye porque se puede contar una historia. Yo creo que la gente que no se puede contar esa historia es gente que está muy en el borde. Uno se ve a sí mismo como una especie de continuidad. ¿Es el mismo? Cuando yo le digo: “En ese momento tenía 16 años y después me fui a La Plata”... Aquel muchacho de 16 años y éste que soy hoy ¿somos el mismo? No sé. Y sin embargo se hace una historia con culpables e inocentes. Se ve como una continuidad.

Gracias a Dios.

–Sí, claro, claro –dice riendo. Y luego: –Hay otra cosa que a mí me interesa mucho. Me refiero al “como si”.

“¿Qué habría pasado si en aquel momento en lugar de echarme a llorar me hubiera enfurecido”.

–Claro. ¿Qué habría pasado? Y ocurre que en los momentos ésos en que uno tomó ciertas decisiones que significaron un cambio no son casi nunca momentos en que se meditara y se decidiera pesándolo todo.

En definitiva, que uno toma decisiones importantes sin tener muy claro a dónde lo llevan. Recuerdo que usted dice que las biografías hablan de cosas que sirven para ocultar otras.

–Claro, cuando uno lee la biografía de alguien tiene una sensación de orden, de armonía, de destino, que en realidad nunca fue así cuando el sujeto vivía.

La literatura ordena, organiza y reinventa. Eso dicen los escritores.

–Sí, la literatura organiza. Entre algo que funciona como una narración dentro de cierto orden, y la vida, que implica decisiones continuas en medio del desorden y el desconocimiento, existe esa tensión que es la misma que hay entre lo verdadero y lo falso. Eso que usted dice que le produce un efecto extraño.

Usted dice por ahí que todo se puede ficcionalizar. Recuerdo a García Márquez hablando del imprescindible cuidado del escritor a fin de que la ficción tenga la eficacia de la realidad. Uno no puede inventar lo que le da la gana, dice, porque corre el peligro de decir mentiras.

–Yo creo que García Márquez tiende a ficcionalizar aquello que está garantizado como ficción. Un universo que la ficción considera propio. Lo que pienso es que hay otros universos que pueden ser temas de ficción y no están tan garantizados como lo está ese mundo de García Márquez de los relatos familiares, populares. Ese mundo de las miradas inocentes sobre la realidad, en que se cuenta lo extraordinario como si fuera natural y lo natural como si fuera extraordinario. Cuando en Cien años de soledad van a buscar el hielo eso parece algo extraordinario, y cuando las mujeres vuelan eso es normal. El maneja ese sistema y con eso consigue efectos múltiples que, como sabemos, han producido numerosos epígonos. La cuestión es si hay otros universos que se pueden narrar. Algunos menos colonizados por la literatura.

Joyce encontró uno.

–Sí, Joyce encontró uno que nunca se había explorado. Y que estaba ahí, tan próximo.

¿Quedará todavía algún terreno no tocado?

–Bueno, ésa es la ilusión que tenemos todos. Algún territorio máximo que pueda ser iluminado con la ficción. A eso me refiero cuando digo que todo se puede ficcionalizar.

Usted piensa que no se puede decir: esto sirve para una novela, esto no sirve.

–No se puede. Todo sirve. Hay que ver si uno es capaz de escribirla. Podríamos hacer una novela con mis antojos.

Hay algo que dice Nadine Gordimer sobre esto: “Toda una novela puede pasar por la muerte de un pájaro, pero qué maravilla cuando tenemos un tema”.

–Eso es verdad. Por otra parte yo creo que la literatura está en debate con otros modos de narrar. Por ejemplo, la relación literatura-periodismo es una relación que provoca determinadas modificaciones. En el pasado Manuel Gálvez investigaba el mundo de la prostitución y escribía. Hacía una investigación sobre la situación de las maestras y escribía La maestra normal. Hoy la investigación ha quedado en manos de los periodistas que hacen lo que se llama periodismo de investigación.

Usted piensa que este cambio los dejó a ustedes afuera.

–Sí, fuera de lo social. Aquello que la novela tenía unificado, hoy está escindido. Esto en algún sentido le abre a la novela un campo nuevo. Porque ha quedado más pura como género. Y ese camino me interesa.

En alguno de sus textos usted se pregunta qué hace literario a un texto.

–Yo no creo que sea algo esencial al texto lo que define su calidad literaria. Creo que es una relación que uno establece lo que define al texto como literario y que esa relación es móvil y cambiante. Uno no lee del mismo modo una novela de un autor conocido que una novela de un autor desconocido. Hay un saber previo a la lectura que puede influir en esto.

Los libros anteriores –dice usted– influyen. Y también el escritor como figura de una sociedad. Sabato podría ser un ejemplo.

–Yo creo que la figura del escritor es siempre una construcción ficcional. El mismo Onetti construía una figura.

No de manera deliberada, pero la construía.

–Un escritor está siempre construyendo ficcionalmente la imagen de quien es. Esta imagen que el escritor construye de distintas maneras tiene que ver a veces con lo que el escritor encierra. Y me parece que eso nos llega y ayuda a leer de una manera o de otra los libros que ha escrito.

Creo no equivocarme al pensar que la literatura es un laboratorio, un lugar donde se experimentan situaciones que también se experimentan en la vida y que es continua la conexión entre literatura y experiencia y son distintas las maneras en que los escritores tienen de establecer esa conexión. Sin embargo son muchos los que dicen: “La única manera de saber qué quiero decir es leyendo mis libros”.

–Pensemos en Filisberto Hernández. Ese ser tan extraño. Un mito.

Su vida se podría alinear junto a sus relatos como un relato más y no desentonaría. Está claro que la vida de Filisberto echa luz sobre la obra.

–Yo creo que entre la obra del escritor y la vida real hay una zona ficcional intermedia que se alimenta de la vida y de la literatura y que produce una relación con el lector que es de conocimiento, de amistad. ¿Recuerda “Borges y yo”? ese es un texto fantástico. “Al otro Borges es a quien le suceden...”

Hablemos un poco –si no le molesta– de Renzi. Digo “si no le molesta” porque sé que Renzi es usted. Alguien a quien a veces quiere y a veces no quiere.

–No, claro, a veces no lo quiero.

¿A qué cree que responde esa

necesidad de hacerlo participar de sus relatos?

–Renzi apareció en el primer libro, en el segundo. Y bueno, también en los sucesivos. Para mí funciona haciendo que el territorio que empiezo a pisar –cuando comienzo una novela– sea un territorio conocido. Es como si yo estuviera siempre contando las aventuras de Renzi.

No siempre es protagonista.

–No, sólo alguna vez es protagonista, muchas otras es observador.

Un observador marginal.

–Sí, marginal. Esto me ha ayudado a dar verdad, realidad, a las historias que me propongo escribir. Como si en ese territorio desconocido en el que voy a incursionar hubiera ya un amigo. Alguien que conozco bien y sé como funciona.

Al oírlo pienso en esos amigos invisibles que tienen algunos niños.

–Sí, claro, eso tiene mucho que ver con la novela.

Por otra parte no es el primer escritor que lo hace.

–No soy. Onetti tenía también su Renzi: Jorge Malabia. Una especie de doble de Renzi. Y James Joyce tenía a Stephan Dedalus y Juan José Saer a Tomattis. Yo ya sé cómo habla Renzi, como reacciona. No bien lo pongo en una situación es un punto de partida.

¿Hasta dónde tiene que ver con usted?

–Es un doble. El hace lo que a mí me habría gustado. Esto viene también de un tipo de lectura que siempre me atrajo: la novela policial con la figura del detective que el autor repite de historia a historia y es un testigo que mira lo que les pasa a los demás y trata de entender.

A veces discute con Renzi. Discuten por ejemplo sobre un posible personaje. Usted dice que querría hacer una historia con tal personaje y Renzi le responde: “¿Por qué si hay tantos más interesantes?”

(Piglia se ríe divertido de esa discusión que en definitiva es la de él consigo mismo. Finalmente responde)

–Renzi puede a veces decir cosas sobre las que luego todos me preguntan, por ejemplo: “Borges es el mejor escritor del siglo XIX”. En realidad, una provocación.

Conrad dice, hablando del escribir y del escritor, que éste debe mantener una fidelidad escrupulosa a las propias sensaciones.

–Sí, estoy de acuerdo. Fidelidad, está bien, fidelidad a los propios sentimientos y también a los sentimientos de los personajes con que uno está trabajando. Para mí el problema pasa por cómo trasmitir eso. Para mí el ejemplo son los sueños. Todo el mundo relata sus sueños, pero difícilmente ese relato interesa. Uno escucha y se aburre.

Tiene razón, a pesar de lo interesante que le puede resultar a quien soñó.

–Eso es lo curioso. Difícilmente el narrador consigue trasmitir las emociones que le provocaron su sueño. Yo digo “la casa de mi infancia” y sé lo que eso quiere decir. Pero si yo no soy capaz de trasmitir las sensaciones que vivo a partir de esa imagen... No sirve que diga: “Estaba en la puerta de la casa de mi infancia y... etcétera”. El problema no es lo que uno siente sino lo que es capaz de comunicar.

Hablando de “relato”, usted dice en La ciudad ausente que el relato reproduce el orden del mundo en una escala verbal.

–Sí, creo que esta posibilidad es lo que hace que uno lea novelas. En la novela uno ve claramente acontecimientos que en la vida vemos de manera caótica. Hay una distancia entre lo que uno vive y lo que uno narra. A eso apunta, me parece, la literatura.

En definitiva, entonces en la novela hay un orden que no está en la vida.

–Uno tiende, en la novela, a poner un orden verbal, un poco paranoico. De manera que lo que sucede en este capítulo incida sobre el próximo. El escritor tiene la ilusión de escribir algo que reproduce el orden del mundo. La literatura, entonces, expresaría el intento de dar un orden a la experiencia caótica de la vida. Y eso, claro, tiene que ver con el lenguaje. Nosotros hablamos en este momento y usted luego le dará a todo esto un orden. Si usted trasmitiera todo lo que dijimos, tal como fue, estaríamos construyendo algo así como una foto de la realidad que sería menos verdadera que la realidad ordenada por su escritura.

Dios mío. Demasiada responsabilidad.

–La que usted eligió.

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