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Domingo, 25 de agosto de 2002
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Eventos

Los chicos de la calle

Durante las próximas dos semanas, las calles y las paredes de Buenos Aires serán invadidas sorpresivamente por la contundente imagen de un chico con hambre. Primero serán afiches, luego pancartas y, finalmente, lienzos.
Pero lo más raro es que las imágenes estarán hechas con bolsitas de mate cocido. Su responsable, la chilena Loreto Guzmán, explica por qué.

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Por Cecilia Sosa

La imagen es dura: un cuerpo negro, exánime, atravesado sobre un fondo blanco. Un Niño Hambre. Muerto. Y la empresa, absurda, casi descabellada: llenar la ciudad, saturarla con esa única imagen. Pero desde el 11 de agosto, el Día del Niño, las pegatinas comenzaron a irrumpir sobre las paredes de distintos barrios, el Abasto, Parque Centenario, la fábrica IMPA. Ahora ya están en el centro, en plena Avenida de Mayo, camino a la Casa Rosada. En lo que queda del mes tomará por asalto otros barrios, podrá sorprender desde la sede universitaria donde se lleva adelante el Foro Social, en el parque que rodea al Museo Nacional de Bellas Artes o en una desierta estación trenes de Constitución o Retiro. Irá migrando en sus soportes, primero afiches, luego pancartas y postales impresas, y al fin lienzos. La misma imagen del niño muerto mirará desde todos lados. El 11 de septiembre, el mes de intervenciones concluirá, casi a contramano del mundo, frente a la Embajada de Chile, en un nuevo aniversario del golpe de Estado.
Cuando Loreto Soledad Garín Guzmán, artista chilena de 25 años, concibió al Niño Hambre, todavía no se conocían los escalofriantes números de la miseria que el Indec descubrió el miércoles pasado: 18,5 millones de pobres, 9 millones de indigentes. El 53 por ciento de la población, el 70 por ciento de los niños. La imagen surgió hace dos años cuando la mirada exitista del menemismo todavía obturaba la exhibición obscena de la miseria y Loreto jugaba con un saquito de té. Sí, de té. “Siempre me había parecido que la bolsita de té tenía la forma de una figura humana: tiene cabeza, columna vertebral y cuerpo. En la cabeza está la marca.” Loreto hace la demostración práctica con un espécimen abandonado en una taza del Bar 36 billares. “Me empecé a fijar cómo caía, si vertical, horizontal o cómo. Y mi imagen terminó siendo diagonal. Ahí apareció el niño muerto”, dice.
Dos años después, esa imagen se volvió real. Demasiado. “Estos niños empezaron a salir por todos lados”, dice. Como hongos. Hubo otros cambios: Loreto pasó del té al mate cocido. “Acá, el té tiene otro status social. Nadie en Chile toma mate, salvo en el sur y la gente muy vieja. Los más pobres toman té. Yo no sabía que existía el mate cocido; acá descubrí que también había en bolsitas.”
Por la ventana del bar se puede ver la imagen del Niño Hambre incrustada en Avenida de Mayo. Cuatro afiches, todavía húmedos, delinean la figura. Al lado hay un papel en blanco del que penden los saquitos. No se ve. Pero Loreto dice que en reemplazo de la cabeza-marca se alza una nueva cabeza– aluminio, con la misma imagen del niño grabada. Hay cuatro preguntas: dónde, cómo, cuándo y por qué.
“Quiero saturar la ciudad con esta imagen. Mantenerla en movimiento, sin dirigirla”, dice. Por eso el recorrido de la intervención es móvil y extenso. Casi inaprensible. Como los niños hambre. “Si lo hacía en un día, los iba a ver muy poca gente y mi idea es poder darle un espacio de silencio, de tranquilidad, para que esa mirada se abra”, explica. ¿Se abra de qué, a qué? Loreto casi no respira: “Esta ciudad está sometida a una saturación visual incalculable. Ponés un afiche y en dos minutos otro lo tapa. Ya no perturba tanta información. Y la información de los niños pidiendo, más real que la de los afiches, tampoco”.
En su intervención, Loreto se encontró con situaciones distintas. Gente que se para a mirar, gente que sigue de largo. Insultos contra quienes ensucian la ciudad. Pedidos de explicación. Pedidos de regalo. Y otros, sólo algunos, que tiran del saquito y se van rápido.
En realidad, la imagen del niño muerto nació en Colombia. Allí vivió Loreto vivió desde los 5 hasta los 12 años. Cuando el golpe de Estado llevó a Pinochet al poder y a su familia al exilio. Y el niño no es cualquier niño. Es un gamín. Como llamaron un grupo de sociólogos franceses a las criaturas que mendigaban por las calles de Medellín. Así se los conoce ahora. “De vivir muy bien en Chile pasamos a un hotel muy pobre, en una ciudad muy grande. Fue la primera vez en mi vida que vitantos niños con hambre, tirados en la calle. No sabía si estaban vivos o muertos”, dice.
De regreso a Chile, y siendo estudiante de Bellas Artes de la Universidad de Arcis, Santiago, Loreto se acostumbró a trabajar con materiales orgánicos. “Siempre me pareció muy irreal la relación entre los costos de los materiales y las posibilidades económicas de los artistas jóvenes. Estaba harta de los papeles Canson y todos esos papeles ingleses. Además, siempre fui muy poco pulcra, manchaba todo y tenía que gastar mucha plata. Así, descubrí el té.” Y comenzó a recorrer facultades y calles buscando saquitos usados con los que luego armaba extensas tramas sobre los paredones de Santiago. A veces esperaba la lluvia para ver cómo se pintaban cuadras enteras del efluvio inglés. “Después descubrí que las bolsitas de té eran el mejor material para hacer impresiones. Tienen la humedad exacta”, dice.
Así, Loreto devino en una fanática de la descomposición. Sus libros objeto, realizados con bolsas de té, comenzaron a pudrirse liberando figuras sumamente lisérgicas, como ella dice. “Eso me llevó a preguntarme por qué intentar que una obra perdure. La intervención en las calles te obliga a aceptar que tu obra será transgredida por factores que no están a tu alcance. El proceso final de toda obra es el hongo”, explica. Pero a pesar de la devoción de Loreto por el nuevo material, la mayoría de sus obras terminaron en la basura. “Nadie podía tocar esos libros, yo misma no soportaba más el olor.”
Las intervenciones le dieron el backgroud para sumarse, ya en Buenos Aires y como estudiante de Filosofía de la UBA, a Etcétera, un colectivo de artistas que fusionó arte y política, y que hasta marzo de este año tomaba la casa del poeta surrealista Juan Andralis, fundador de la Editorial Argonauta, como laboratorio de experimentación. En la vieja imprenta, enclavada en el Abasto, construyeron un teatro, una biblioteca y empezaron a difundir su obra. Pero el hijo del escritor, que durante dos años estuvo meditando en Japón, regresó y dio por concluida la beca.
Un gamín se acerca a la mesa del bar. Pide. Loreto tarda en volver a hablar. “Esto me complica mucho. No sé si a cada uno debería darle algo para ser consecuente con mi obra. Pero así no se cambian las cosas.” El Niño Hambre se va con los alfajores minúsculos, esos que sirven para acompañar el té. Pronto mirará desde un enorme lienzo que se descolgará frente al Congreso nacional.

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