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Domingo, 11 de marzo de 2007
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Hitos > La novela de Mailer sobre Hitler

Estoy hecho un demonio

A los 84 años, Norman Mailer bien puede mirar atrás y jactarse de haber escrito grandes libros y libros grandes sobre las personalidades más grandes del siglo (y del mundo): JFK, Muhammad Ali, Picasso, Marilyn Monroe, Neil Armstrong y hasta... Jesucristo. Pero, ¿por qué no una muesca más en la culata? Y como para ir cerrando una obra titánica, ¿qué tal si la muesca se llama Adolf Hitler? ¿Y qué pasa si además hay demonios, psicología, religión, metafísica, sexo anal, obsesión por la caca, un padre judío y la sombra tutelar del mismísimo Satanás? The Castle in the Forest no se priva de nada. Y Rodrigo Fresán, estupefacto, explica por qué Mailer se ha convertido en “un gran escritor que probablemente jamás escribió un gran libro”.

Por Rodrigo Fresán
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Norman Mailer es un niño. Norman Mailer tiene 84 años recién cumplidos pero no importa: siempre ha sido, es y seguirá siendo el más “infantil” de los grandes escritores norteamericanos. Es decir: Norman Mailer es caprichoso, imprevisible, mal educado, aullante, no deja a nadie en paz y se caga en todo y en todos. Para decirlo con más elegancia y con sus propias palabras en la obligatoria entrevista de The Paris Review: “Yo quiero ser Tom Sawyer”. Para siempre. O como diagnosticó esa otra rara que es Joy Carol Oates: “Mailer me parece a mí, de lejos, el mejor de los narradores que han sabido construir ‘sistemas de lenguaje’, porque él lo ha hecho con la audacia y la inocencia de un infante sin preocuparse por ser hijo de Nabokov o Borges o Beckett”.

No. Mailer es hijo de sí mismo y –apenas superado el trámite del debut con la inevitable y posthemingwayana novela “de soldados y de guerra” Los desnudos y los muertos (1948)– a lo que se ha dedicado este hombre nacido en Nueva Jersey en 1923 ha sido, olímpico y mitológico, a crearse a sí mismo y nacer de su propia cabeza, de su cabeza más que dura.

Así, aquí y ahora, la leyenda de Mailer quizá sea bastante más poderosa que el conjunto de su obra porque, como apuntó alguien con cierta malicia, “probablemente es un gran escritor que nunca ha escrito una gran novela” y cuyos logros más incontestables pasen por una forma extrema y rabiosa de la diatriba non-fiction y documental –ver Advertisements for Myself (1959), Los ejércitos de la noche (de 1968, ganador del Pulitzer y del National Book Award) y La canción del verdugo (1979 y por la que ganó otro Pulitzer)– donde por encima del tema, el protagonista, el héroe, es siempre él, incluso cuando escribe para Esquire sobre Madonna y dice: “No hay nada comparable a vivir con un fenómeno cuando el fenómeno eres tú mismo y te la pasas observándote a ti mismo con una reposada inteligencia y descubres que tú puedes ser la persona más interesante que jamás hayas conocido”. El otro Mailer a rescatar es el cuasi experimental que escribe con lo que ha definido como “mi voz loca”: el de Barbary Shore (1951), Un sueño americano (1965) y ¿Por qué estamos en Vietnam? (1967). Da igual uno u otro o todos. Mailer es el mejor personaje de Mailer, el ser al que –cuando le preguntan si se ha plagiado a alguno– responde: “Bueno, ya sabes, cómo lo diría. Tengo una visión tan sofocante de mí mismo que no podría siquiera pensar en plagiar algo”, para, colosal y divagante, agregar: “Un estilo verdaderamente bueno sólo se logra cuando un hombre es todo lo bueno que puede llegar a ser. El estilo es carácter. Un buen estilo no puede provenir de un mal carácter, indisciplinado. Ahora bien, un hombre puede ser malo, pero creo que la gente puede ser mala en su naturaleza más esencial y, aun así, tener un buen carácter. Bueno, en el sentido de estar bien entonado. Pueden tener caracteres flexibles, dóciles, adaptables, basados en sus propios principios del bien y el mal (incluso un mal hombre puede tener principios), puede ser fiel a su propia maldad, lo que tampoco resulta tan fácil. Pienso que el buen estilo pasa por eliminar de uno mismo todas las codicias, todas las mutilaciones, todas las veleidades. Y también pienso que hay que desarrollar nuestras propias gracias físicas. Los escritores que poseen algún tipo de gracia física tienden a escribir mejor que los escritores que son físicamente torpes. Esa es mi impresión. No creo que pueda demostrarlo”. Y en otra parte: “El único momento en que conozco la verdad es cuando ésta sale de la punta de mi pluma mientras escribo”. Sumarle a esto las elecciones de Mailer cuando, recientemente, le pidieron que nombrara sus diez libros favoritos: Anna Karenina, La guerra y la paz, Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, Orgullo y prejuicio, La Trilogía U.S.A., Moby Dick, Rojo y negro, Los Buddenbrooks y la selección en inglés Laberintos, de Jorge Luis Borges. Ya ven: todos titanes y, entre ellos, nada más que un norteamericano (John Dos Passos) a quien bendecir. Lo de antes: un niño.

¡¡¡EL MAS GRANDE!!!

De aquí, de todo esto, el Carácter Mailer, para Mailer, como premio mayor del ADN de las letras recibido sólo por quien –según se dice en la futurista El dormilón de Woody Allen– acabó donando su ego a la Harvard University. Porque a no confundirse: ese infantilismo maileriano de meterse con todos los Big Boys and Girls que, por momentos, pareciera anunciar los temas de sus libros entre signos de admiración –¡Lee Harvey Oswald! ¡Muhammad Ali! ¡Gary Gilmore! ¡Picasso! ¡JFK! ¡Marilyn Monroe!, ¡Neil Armstrong! ¡Jesucristo! y, ahora, ¡Adolf Hitler!– apenas esconde la necesidad de juntarse en el recreo con los más populares de la escuela para, agotándolos por escrito, saberse el sobreviviente, el que cuenta el cuento a su manera y así asegurarse el sitial del más grande mientras, en sus ratos libres después de tomar la leche, se pelea a golpes con compañeritos pretendientes a la gloria absoluta como Gore Vidal y Truman Capote que, en su esquema de las cosas, no le hacen sombra y son apenas sombras a las que noquear en el primer round. Así, Norman Mailer como ¡¡¡NORMAN MAILER!!! No conforme con todo esto –o por el simple placer de potenciarlo– Mailer ha filmado películas extrañas, perdido la alcaldía de Nueva York, apuñalado a una de sus seis esposas, fundado The Village Voice, conseguido que liberaran al preso peligroso Jack Abbott asegurando que se trataba de un gran escritor rehabilitado para que éste matara a la semana de salir a la calle, ser mencionado en las canciones “Give Peace a Chance” de John Lennon y “The French Inhaler” de Warren Zevon y “Somewhere in Hollywood” de 10cc y “Are You Ready to Be Heartbroken?” de Lloyd Cole and The Commotions y “Animal Bar” de los Red Hot Chilli Peppers, y aparecido como autor de la novelización de la película de Itchy y Scratchy en un episodio de Los Simpsons. Y a pesar y gracias a todo esto, uno jamás se cansará de Mailer porque, básicamente, Mailer nunca se cansará de sí mismo. Y ahí está la enorme y divertidísima biografía oral Mailer: His Life and Times de Peter Manso (1985), donde hasta sus enemigos se ríen con él y no de él.

¡¡¡HEIL!!!

Y si bien en los últimos tiempos, luego de su más que fallida novela evangélica, el Peso Más Pesado parecía dar muestras de fatiga y de auto-antologizarse con varios libros que parecían funcionar como una persiana/telón que comenzaba a bajar y descender (ese gigantesco greatest hit que es The Time of Our Time, 1998), el panfleto anti-Bush Why Are We at War? (2003), su credo estético literario reunido y conversado con el escritor J. Michael Lennon en The Spooky Art: Toughts on Writing (2004) y los diálogos con su hijo John Buffalo Mailer sobre lo que venga contenidos en The Big Empty: Dialogues on Politics, Sex, God, Boxing, Morality, Myth, Poker and Bad Conscience in America de golpe y no tan inesperadamente Mailer lanza un “¡Heil, Norman!” y aquí vamos otra vez con, ahora literalmente, una nueva travesura y chiquillada: ¡Adolf Hitler de niño! Y, de acuerdo, la idea no es muy original. Beryl Bainbridge ya estuvo allí con su Führer adolescente en Young Adolf. Pero lo interesante –como ya ocurriera con su hollywoodense El parque de los ciervos (1955) o con su faraónica novela Noches de la antigüedad (1983)– es que Mailer maileriza todo lo que toca. Y así The Castle in the Forest –ya desde su un tanto tolkienística portada– se convierte en un libro que, para bien o para mal, sólo Mailer pudo haber escrito. Ergo: esta juventud hitleriana no es otra cosa que una infancia maileresca dotada de todos los bizarros lugares comunes en su obra y vida. A saber: teología maniquea, filosofía mal comprendida y manipulada según convenga, psicología de alcoba, polémica de bar, encandilamiento por el poder político, signos de admiración a granel, tumultuosas relaciones familiares, la fascinación por el Mal Absoluto y, por supuesto, sexo anal y lo que sale por el ano cuando uno va al baño. Dicho esto, The Castle in the Forest –recibida con críticas que van de la canonización a la crucifixión, a ser publicada en castellano por Anagrama a principios del 2008– es un libro muy divertido, posiblemente por todas las razones incorrectas, con partes de una intensidad pasmosa y otras que provocan la más boba de las risas. Un libro que acaba resultando una curiosa combinación de película de Ed Wood, novela de Chuck Palahniuk, cabaret alucinado por el mismo autor de aquel musical Primavera para Hitler en la comedia de Mel Brooks Los productores y edición especial de Billiken impresa en La Dimensión Desconocida. De este modo, lo que en manos de alguien como Anthony Burgess o Kurt Vonnegut sería una pequeña obra maestra, en las zarpas de Mailer se convierte en un libro tronante, tempestuoso, rebosante de símbolos y visiones que –paradójicamente– hubiese sido del agrado de megalómano narcisista con delirios mesiánicos de iniciales A. H.

¡¡¡VADE RETRO!!!

Y el Festival Mailer arranca ya desde la primera línea de la primera página: “Pueden llamarme D. T. Abreviatura de Dieter, un nombre alemán, y D. T. cumplirá su función, ahora que me encuentro en los Estados Unidos, ese país tan curioso”. Y, enseguida, D. T. –narrador y escritor de un manuscrito titulado El castillo en el bosque– nos explica que fue uno de los SS directamente supervisados por Heinrich Himmler. Pero que antes de eso fue y será por siempre –nos enteramos de ello en la página 70 sin poder contener un gritito de alegría y admiración ante la audaz locura de Mailer– nada más y nada menos que un demonio de primera clase, “un instrumento, un oficial del Maligno”, ocupando el cuerpo de Dieter, respondiendo a las órdenes más o menos directas de Satán y haciéndose cargo, también, a lo largo de unas cuarenta páginas que no tienen mucha razón de ser, de un trabajito en lo de “Nicky” y “Alix” (léase: el zar Nikolas II y la zarina Alexandra). “Llegado este punto soy consciente de que ni el más leal de los lectores puede seguir siendo leal a un autor siempre listo para abandonar lo que está narrando para emprender una expedición sin motivo alguno”, nos dice D. T. Y entonces sonreímos porque, claro, Mailer es el primero en saber que está haciendo lo que no se debe pero, qué joder, tenía ganas de escribir sobre los zares con la boca de un demonio y quién se atreve a prohibírselo a este enfant terrible. Y lo del principio: sólo a alguien tan maduramente infantil se le habría ocurrido algo semejante y, además, referirse a ello con seriedad en las entrevistas de promoción del libro: “En cuanto a si yo creo que el Diablo estuvo presente durante la concepción de Adolf Hitler... uh... sí. Si afirmo esto y sale impreso sonará bizarro, lunático e inquietante. Pero si puedes creer que Dios y San Gabriel estuvieron presentes durante la concepción de Jesús, entonces no me parece tan difícil creer que Satán estuvo junto a la madre de Hitler. Hay cierto riesgo en escribir sobre Dios o el Diablo porque enseguida te acusan de haberte vuelto loco... pero una de mis vanidades siempre ha sido que mis libros sean provocadores. Lo dije una vez y lo vuelvo a decir ahora: ¿Qué sentido tiene el ser escritor si no irritas a mucha gente?”. Mailer declaró también que le ha llevado medio siglo escribir The Castle in the Forest: “No es que haya tenido este libro dentro de mi cabeza por cincuenta años. Lo que he venido arrastrando es una preocupación acerca de Hitler desde mis nueve años de edad, cuando ya en 1932 oía a mi madre decir que ‘ese Hitler’ les haría mucho mal a los judíos. He vivido obsesionado con Hitler. No es que pensara en él cada mañana al levantarme pero sí que siempre ha estado en mi mente porque ha sido alguien a quien nunca pude comprender. Puede decirse que escribí la novela para poder comprenderlo... A la gente le va a dar diarrea cuando la lea”.

¡¡¡PEDOS!!!

Las siete páginas de bibliografía al final de The Castle in the Forest atestiguan que Mailer ha hecho los deberes, que ha leído no sólo biografías y ensayos sino, también, a Milton y a Mann y a Tolstoi, que ha estudiado a fondo pero –he aquí lo mailerianamente interesante– a la hora de pasar al frente a dar la lección no ha podido con su genio y ha vuelto a enredarnos en una, otra, de las suyas. ¿Diarrea? No. Pero sí acidez mientras vemos cómo Mailer se enreda en una maraña freudiana para contar una vida de este chico y explicar la génesis del Gran Monstruo del Siglo XX a partir de un espeso y complicadísimo caldo incestuoso cociéndose a lo largo de varias generaciones, un padre malo y trepador y sexópata y, ups, medio judío (Alois Schicklgruber, quien luego cambiaría su apellido a Hitler, es el verdadero protagonista de esta novela) que un día gaseó varios panales de abejas ante la encendida mirada e imaginación del pequeño Adolf, una madre buena y sufrida y, por encima de ellos, potencias demoníacas y celestiales luchando por el destino del planeta sin que eso distraiga a Mailer de sus propias obsesiones –aquí también– del tipo fecal. Porque, nos narra, Alois le pegaba al perro que ensuciaba el piso de la casa y Klara, preocupada, se pasaba limpiando la colita del bebé Adolf y sometiéndolo a un entrenamiento prusiano del inodoro y de ahí –ha sido bien documentado– que el Führer se tirara vengativos y estruendosos y tóxicos pedos durante el éxtasis de sus discursos a las masas.

Todo esto y mucho más y, atención, The Castle in the Forest se despide de “Adi” cuando éste tiene apenas dieciséis años; pero Mailer ya ha anunciado que esto es apenas el principio, que su intención es escribir dos novelas más y cerrar su obra con una triunfal Trilogía Hitler que lo ubique por encima de sus rivales (conviene recordar que todavía estamos esperando la segunda parte y conclusión de la magnífica El fantasma de Harlot; así que a no hacerse ilusiones porque en un reciente Proust Questionnaire de la revista Vanity Fair ha dicho que su mayor pesar “es el recuerdo de los libros que prometí escribir y que no he escrito” y mañana mismo se le puede cruzar a Mailer desde ¡Hilary Clinton! hasta ¡El Che! o ¡Bono!). En especial sobre el “ahora tan adorado” Philip Roth del que Mailer no puede precisar si se trata de un buen escritor “porque ya no leo a los buenos escritores, me ponen nervioso, me hacen pensar en demasiadas cosas al mismo tiempo... Supongo que vamos quedando pocos. Ahí estamos: Roth, Updike, Pynchon y yo. ¿Quién es el mejor? Digamos que los cuatro pensamos que los cuatro somos los mejores escritores del país”.

Puesto a elegir, yo creo que Roth se merece el Nobel más que Mailer. Pero también estoy seguro de que el discurso de aceptación de Mailer sería mucho más divertido.

En las ultimas páginas de la novela –luego de un muy acelerado fast-forward– Dieter es ejecutado por un soldado norteamericano y, libre de su cuerpo mortal, el demonio nos explica por qué ha decidido titular esta juventud hitleriana como El castillo en el bosque. Traducido al alemán, sonríe D. T., es Das Waldsschloss, nombre con el que “los más brillantes prisioneros” del campo de concentración de Dachau se referían a ese infierno en el que habían caído sin haber cometido pecados que lo justificaran. Y se despide prometiendo nuevos capítulos de “esta comedia” bajo las esvásticas flameantes. Antes, D. T. nos dice lo que todos ya veníamos pensando: “Para ahora ya resultará obvio que éste es un libro difícil de clasificar”. De acuerdo. Y no. Porque éste es, simple y complejamente, un libro de Norman Mailer. Y nada más que agregar.

Para decirlo otra vez con las palabras de D. T.: “Siendo un demonio, estoy obligado a convivir íntimamente con los excrementos en todas sus formas, tanto físicas como mentales. Conozco a fondo los desperdicios emocionales de sucesos feos y desilusionantes, el amargo y permanente veneno del castigo injusto, la corrosión de pensamientos impotentes y, por supuesto, también tengo que relacionarme con la mismísima caca”. Algún crítico diabólico, leyendo esto, podría insinuar que –freudiana e inconscientemente– aquí D.T. se subleva a los dictados de su creador y se convierte en su peor y más implacable crítico. Quién sabe. Una cosa es segura: The Castle in the Forest apesta y seduce porque, como bien dijo alguien, a todos nos fascina el olor de los propios pedos y nos asquea el de los pedos ajenos y –tal vez éste sea el escatológico y único e inimitable genio de este endiablado escritor– Mailer se las ha arreglado para que, también, nos fascine el sulfúreo olor de sus propias e inimitables flatulencias.

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