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Domingo, 25 de marzo de 2007
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El muerto que habla

Por Alan Pauls
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Cuando leo a Walsh no veo al denunciante ni al mártir. Veo a alguien poseído por el mandato de decir. Alguien para quien decir no es una elección (aunque Walsh sea hoy el paradigma del hombre que elige), ni un oficio (aunque Walsh siempre exaltó la dimensión profesional del escribir, ese “oficio violento”), ni un lujo (aunque Walsh fuera elegante incluso escribiendo panfletos o informes de inteligencia) sino una necesidad compulsiva. Hay que decir es el imperativo categórico que funda, sostiene y atraviesa toda su obra.

Esa es por lo pronto la idea fija que lo asalta en 1956, cuando mira por primera vez el rostro baleado de Juan Carlos Livraga, uno de los sobrevivientes de los fusilamientos de José León Suárez; es la que adivinamos que trabaja al narrador del relato “Esa mujer”, que sabe que no realizará la “fantasía perversa” que persigue (dar con el cadáver de Eva Perón) pero aun así, o precisamente por eso, no puede renunciar a decir; y es la que se deja leer en los textos del final: en “Diciembre 29”, por ejemplo, parte fúnebre donde da cuenta de la biografía militante y el suicidio de Paco Urondo, en la carta que le escribe a su hija Vicky, montonera como él, que se pega un tiro antes de que una patrulla del Ejército pueda capturarla, o en la célebre “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, escrita en marzo de 1977, poco antes de ser asesinado por un grupo de tareas de la ESMA. Hablando de esos últimos tiempos, Lilia Ferreyra, su mujer, dice que “escribía constantemente” –un diario personal, cuentos, “cartas polémicas”, esas invectivas que redactaba como en trance, inspirado por el furor de las Catilinarias–, y que el 31 de diciembre de 1976 se sentó a la máquina poco antes de las 12 y se levantó cuando se escucharon las sirenas del Año Nuevo. “Así quería empezar este año”, dijo Walsh, “escribiendo contra estos hijos de puta”.

La compulsión a decir, es evidente, está en relación directa con la muerte: hay que decir porque el enemigo está cerca, la cuenta regresiva se acelera, se acaba el tiempo. Es un reflejo de acorralado, sin duda, pero también una extraordinaria prueba de confianza. Si en algo creía Walsh era en las palabras: no sólo en su poder de significar, de articular una verdad, de intervenir en el mundo, sino también, y sobre todo, en la facultad que tienen, una vez escritas, de sobrevivir a quien las dijo o escribió, de seguir diciendo aun cuando la voz que las profirió se haya extinguido. Decir, en ese sentido, es a la vez testimoniar y testamentar: es dar prueba de una existencia y afirmar, al mismo tiempo, que no hace falta existir para decir, y que hay incluso cierto decir que lleva implícita, como horizonte esencial, constitutivo, la desaparición de quien lo sostiene.

Se dirá que es la situación puntual de Walsh a principios del ’77 –cuadro montonero en repliegue en un país ocupado por una fuerza represiva descomunal– la que nos induce a imaginar al escritor como un muerto en vida y a leer como testamentos sus últimos textos. Pero la fórmula de un decir marcado por la muerte es en él mucho más temprana y coincide con su verdadera iniciación de escritor. Basta revisar qué es lo que compele a Walsh a escribir, veinte años antes de que el cerco militar lo acorrale, el libro en el que funda y pone en marcha el sistema de (no)ficción con el que archivará el realismo, incluso el realismo crítico de izquierda, en el desván de las cosas inservibles: Operación Masacre. Lo que lo fuerza a escribir es un elemento extraño, inverosímil, “apto para todas las incredulidades”: un muerto que habla.

Corre 1956, época dura para los peronistas pero no para Walsh, que tiene 29 años y ninguna urgencia. Escribe cuentos policiales, lee literatura fantástica, planea una novela seria, juega al ajedrez. Hasta que una noche asfixiante de verano, seis meses después del alzamiento fallido de Valle y la carnicería de José León Suárez, alguien le dice: “Hay un fusilado que vive”. No es pues exactamente “la realidad”, como se dice a menudo, la que lo arranca de su confortable ecosistema pequeñoburgués y lo arroja a la arena de una sociedad irrigada por la violencia: es más bien esa frase descabellada, ciento por ciento literaria, digna de Poe o de Lovecraft, que toma el libro por asalto y empieza a multiplicarse en una extraña legión de espectros fantásticos, enterrados vivos, hombres-lombriz que viven bajo tierra, muertos que respiran... El muerto que habla entonces, que testimonia, es Livraga: Walsh, que está “afuera” porque no es peronista, es el que denuncia. Hay que decir, piensa Walsh frente a ese zombi desfigurado por los tiros: Livraga tiene que decir lo que vio, lo que vivió, lo que sabe; Walsh tiene que decir lo que le diga Livraga. Pero lo interesante del caso –lo que demuestra hasta qué punto el muerto que habla es la encarnación del decir en todo Walsh, y no sólo en sus últimos textos– es que el imperativo lo afecta, lo cambia, lo hace pasar de la figura del que denuncia a la del que testimonia y, de ahí, fatalmente, a la del que testamenta; es decir: el que habla estando ya de algún modo muerto. “Hay que decir”, piensa Walsh, y la compulsión lo identifica con Livraga, lo obliga a volverse zombi él también, a desaparecer bajo tierra o, lo que es más o menos lo mismo, a ser otro. “Ahora (...) abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver...” En 1956 Walsh ya es el muerto que habla que será en 1976.

No es cierto, en ese sentido, que Walsh –como él mismo lo confesaba– fuera “lento”. Era vertiginoso, más bien. Mejor dicho (y es otra prueba de su creencia en las palabras, que en los grandes escritores siempre van más rápido que los escritores mismos): al escribir, al inventar ese sistema de (no)ficción donde todo decir es póstumo y las voces, como fantasmas, hablan desde la muerte, divorciadas de sus nombres, sus rostros, sus cuerpos, Walsh comprimía en un punto de instantaneidad loca los “quince años que he tardado en pasar del mero nacionalismo a la izquierda”. Y si no hay diferencia entre el muerto que habla de 1956 y el de 1977 es porque lo que está en juego en la literatura de Walsh, en su manía del hay que decir, no es exactamente una posición personal, ni una toma de partido, ni el problema de cómo un hombre pasa de ser apolítico o ser montonero, sino las coordenadas fundamentales de una dimensión de la experiencia que está de algún modo antes que todo eso, que es al mismo tiempo personal, social, política, cultural, y que marca a fuego el último medio siglo de nuestra existencia: la dimensión de la clandestinidad. (Donde puse “zombis” o “muertos que hablan” se puede leer “clandestinos”.) La literatura argentina ha podido hacer de la clandestinidad un tema, un drama, un paso de comedia, una mística, incluso una jactancia o un prestigio. Para Walsh, en cambio, era otra cosa, algo radicalmente distinto: era la condición misma del decir.

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