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Domingo, 15 de septiembre de 2002
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Oficios

El señor de las moscas

El villano que ayuda a atrapar Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes sólo hizo célebre un oficio que él ejerce desde hace años, y en el que es pionero y eminencia. Es consultado por policías de los cinco continentes. Para trabajar, apenas necesita un par de chanchos muertos. Y sus resultados desbaratan coartadas y eliminan sospechosos. En el flamante El testimonio de las moscas, M. Lee Goff pasa una vida de entomología forense en limpio y explica cómo hace para resolver crímenes a partir de los insectos que encuentra en los cadáveres.

Por Mariana Enriquez
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Las personas son diferentes, de modo que las cosas que encuentran repulsivas también suelen serlo. Probablemente la mayor parte de la humanidad puede unificar criterios y considerar a los cadáveres y los gusanos que los infestan como una combinación definitivamente desagradable. Pero ya que la humanidad está llena de gente que no se ajusta a ningún patrón, existen ejemplos de hombres que encuentran interesantes a los cadáveres y sus bichos. El personaje que lleva este interés a su máxima expresión es el entomólogo forense, es decir, el profesional que estudia los insectos en relación directa con el cadáver que habitan. Y algunos de ellos, como M. Lee Goff, deciden revelar sus misteriosas técnicas y saberes al público. Acaba de publicar El testimonio de las moscas: cómo los insectos ayudan a resolver crímenes (Alba Editorial), un libro que pone la lupa sobre un lugar en el que pocos se atreven siquiera a echar un vistazo.
M. Lee Goff tiene un contexto favorable para develar sus oscuros quehaceres. En su momento, El silencio de los inocentes popularizó la relación insecto-muerto, y aparecían en pantalla, ante una inquisitiva Jodie Foster, dos entomólogos aparentemente dedicados a la taxonomía, que la ayudaban a identificar la famosa mariposa que el asesino Buffalo Bill insertaba en las gargantas de sus víctimas. Por estos días, la terriblemente entretenida serie C.S.I. tiene a todo un equipo de investigadores forenses que mezclan entomología con patología forense y demás, y observan atentamente en sus laboratorios cómo las moscas ponen huevos sobre restos humanos.
El laboratorio de M. Lee Goff es bastante menos espectacular que el de los integrantes de C.S.I., seguramente porque es real. Trabaja en el Departamento de Entomología de la Facultad de Agricultura Tropical y Recursos Humanos de la Universidad de Manoa, Hawai. Da clases allí, y ésa es la base de operaciones de sus investigaciones. Se doctoró en entomología en 1977. Pronto abandonó el trabajo puramente académico: “La entomología forense me pareció más interesante que asesorar a los granjeros sobre cómo evitar que los ácaros destruyesen sus tomates”, explica. Cuando comenzó a contribuir en la resolución de crímenes a principios los ‘80, los forenses y policías “seguían pensando en un entomólogo que llegaba al depósito en moto con una red para atrapar insectos y una bolsa llena de frascos”. Hasta que logró mayor entidad cuando se hizo amigo del forense Charles Odom, su más estrecho colaborador en la isla: “Llegamos a la conclusión de que si éramos capaces de hablar de gusanos y cuerpos en descomposición mientras comíamos arroz con curry también seríamos capaces de trabajar juntos”. Además, Goff es miembro de la Academia Americana de Ciencias Forenses, y fue nombrado presidente de la sección Patología/Biología en 1997, el primer directivo de la sección que no era patólogo. Un año antes fundó con colegas y amigos una organización oficial de entomólogos forenses, la American Board of Forensic Entomology. De más está decir que es un especialista muy solicitado. Hasta le mandan bichos desde el continente. Hasta aquí, sus credenciales. Ahora bien, ¿a qué se dedica exactamente este hombre?

Los misterios del gusano
La contribución más importante del entomólogo es establecer el intervalo post-mortem, es decir, el tiempo transcurrido desde la muerte. ¿Cómo se logra esto? Usando como reloj la oviposición, el momento en que las moscas ponen sus huevos sobre el cuerpo. Por ejemplo, la mosca azul es capaz de localizar restos humanos en muy poco tiempo, menos de diez minutos. Enseguida las hembras ponen sus huevos y continúan haciéndolo hasta aproximadamente el sexto día desde el momento de la muerte. El desarrollo completo, según Goff, desde el huevo hasta el adulto, pasando por la larva y la crisálida, requiere unos once días. Si, por ejemplo, se encuentran en el cadáver capullos vacíos abandonados por las moscas que alcanzaron su madurez, se considera que las larvas completaron su desarrollo antes de abandonarlo, y por consiguiente, el tiempo entre la muerte y el descubrimiento del cadáver sería de diecisiete días (seis de puesta y once de desarrollo). Averiguar este intervalo es determinante para, más tarde, acotar la lista de sospechosos, por ejemplo, y también para identificar a la víctima.
Por esto, es sumamente importante que los primeros que tratan con el cuerpo no limpien los gusanos como si se tratara de simple mugre. “Mucha gente sigue pensando que las larvas son gusanos que no tienen nada que ver con las moscas”, explica Goff. “Un señor llegó a decirme que las larvas viven habitualmente dentro de las personas y no salen al exterior hasta que nos morimos.” Si el lector ignoraba que los gusanos salen de los huevos de mosca, puede quedarse tranquilo: el mundo occidental vivió sin este dato casi veintiún siglos. El vínculo entre los huevos de mosca y las larvas no se descubrió hasta 1668 cuando el biólogo Francesco Redi observó por primera vez las infestaciones de moscas en carnes al descubierto, y demostró el vínculo entre gusanos y huevos. Antes de Redi, se creía que las moscas salían espontáneamente de la carne podrida.
Pero volviendo a Goff, él pertenece a la primera generación de entomólogos forenses tomados en serio. Y por supuesto, los datos que puede aportar no se limitan al estudio de las moscas, porque muchos otros insectos invaden los cadáveres. El 85 por ciento de las especies mencionadas en los estudios sobre descomposición son insectos, para tener una idea de la magnitud del campo. Hay que investigar el rol de los escarabajos, las avispas y otros insectos que comen a las primeras moscas (llamados depredadores) y demás fauna. Está claro que se hace necesario conseguir carne en descomposición para experimentar, y no simplemente un churrasco, sino algo que tenga comportamientos similares a los del ser humano. Goff, obviamente, no usa muertos humanos: usa cerdos.

Los tres chanchitos
“El animal que más se aproxima a los patrones de descomposición humana es un cerdo doméstico de unos veintitrés kilos. Son los que uso en mis experimentos. Siempre he tenido cuidado de evitar las zonas donde el público en general pudiera toparse con nuestros cadáveres. No quiero causar molestias a los paseantes, como tampoco quiero que nuestros lugares de trabajo queden expuestos al vandalismo, que a veces constituye un problema. En un caso de homicidio que investigué en la isla de Oahu un cadáver permaneció dieciocho meses sin que nadie se diera cuenta de su presencia dentro de una gran caja de metal junto a una carretera muy transitada; pero un higrotermógrafo (un instrumento que mide la temperatura y la humedad relativa) colocado en la escena del crimen dentro de una caja mucho más pequeña desapareció en menos de 24 horas.”
M. Lee Goff usa tres cerdos en sus experimentos. Conseguirlos no es tan fácil como se puede suponer. La idea es que los cerdos simulen todo lo posible una víctima de asesinato, y Goff quería, en su primer experimento, matarlos disparándoles a la cabeza con una .38. Para esto necesitaba la autorización del Comité de Defensa de los Animales de la Universidad, que no gustaba demasiado de la experiencia. Uno de los miembros le sugirió que le administrase tranquilizantes al animal antes de dispararle. Goff dijo que tal cosa no era posible, porque cualquier droga administrada a los animales de prueba podría afectar a los insectos que se alimentasen del cadáver. Otra de las preocupaciones del Comité era que errara y tuviera que disparar varias veces, haciendo sufrir innecesariamente al chancho. Al final se lo autorizó si conseguía a alguien que le donara un cerdo, y el benefactor fue un policía amigo.
Cada vez que Goff ubica un cerdo instala un higrotermógrafo para registrar la temperatura del aire y la humedad, un pluviómetro para medir la cantidad de agua caída y un termómetro para registrar temperaturasmáximas y mínimas del día. Los tres cerdos se colocan a una distancia de 50 metros uno de otro. Durante los primeros catorce días de cada investigación, Goff visita el lugar de trabajo al menos dos veces al día. Se los queda mirando, les saca fotos y toma sus muestras. “Es importantísimo separar las especies depredadoras de las necrófagas. De no ser así, correría el riesgo de encontrarme sólo un orondo y satisfecho depredador en el frasco al llegar al laboratorio”, explica, jocoso. En una oportunidad, buscaba un emplazamiento especial para uno de los cerdos, porque necesitaba un lugar que se pareciera mucho al de la escena del crimen que estaba investigando. Resultó que el espacio más parecido era su propio jardín. Montó al cerdo en putrefacción allí, ante estupefactos vecinos y familiares. Muchos de sus cerdos pueden encontrarse en la Academia del FBI en Quantico, Virgina, donde Goff dicta un curso de Detección y Recuperación de Restos Humanos. “Coloco cerdos en diferentes situaciones para demostrarles a los oficiales que los cuerpos se descomponen de formas distintas en situaciones distintas. Los insectos tardan más en llegar a los cerdos enterrados: pasan siete días hasta que las moscas se sienten atraídas por algo enterrado. Para entonces, los cerdos a la intemperie ya están reducidos a piel y cartílagos secos.”

Casos y cosas
Como la experiencia con los cerdos demuestra, diferentes circunstancias alteran la descomposición de un cuerpo, y por ende las conclusiones del entomólogo. Para explicar estas piedras en el camino, Goff ofrece varios casos como ejemplo en su libro. Uno de los más impresionantes es el del golfista japonés.
El japonés de marras, mientras jugaba al golf en Honolulú, mandó la pelota al pasto alto al costado del hoyo 16. De un árbol, justo sobre la pelota, colgaba el cadáver de un hombre en avanzado estado de descomposición. “Este hombre era tan resuelto que una vez encontrada la pelota siguió jugando como si tal cosa. Cuando llegó al club informó al director por medio de un intérprete que había un cuerpo muerto cerca del hoyo 16.” Al cadáver sólo le quedaban los huesos, que seguían articulados entre sí porque estaba vestido y la ropa había evitado que el esqueleto cayera al suelo. Los tejidos que quedaban estaban un poco momificados.
Puesto a la tarea, Goff encontró escasas huellas de escarabajos en la parte superior del cuerpo. Las piernas, en tanto, habían sido saqueadas por éstos. Llamaba la atención la ausencia de insectos de los que se arrastran hasta el cadáver pero no llegan volando hasta él, especialmente los depredadores. “En total sólo encontré seis clases distintas de insectos en el cuerpo, una cantidad inusitadamente baja para un cadáver que, según la evidencia mostrada por los capullos de moscas azules, había estado expuesto al aire libre durante al menos diecisiete días.” Cuando identificaron el cuerpo, el cálculo fue bastante exacto, a pesar de la pequeña cantidad de especies presentes. El hombre había sido visto con vida diecinueve días antes del descubrimiento. Vivo medía 1,58, pero muerto, el cadáver se había estirado hasta alcanzar una altura de 1,83. Esa diferencia retrasó la identificación: no había ningún desaparecido tan alto.
Goff concluyó que las desviaciones en la descomposición se debían a que los únicos insectos capaces de llegar al cadáver durante los primeros días fueron los voladores. Los insectos que normalmente invaden el cuerpo desde el suelo no pudieron alcanzarlo hasta que se estiró lo bastante para tocar tierra. Pero había otro problema: ¿por qué no había depredadores, y por qué las moscas azules no habían arrancado toda la carne que se podía esperar?
El entomólogo recurrió a sus cerdos otra vez. De vuelta en Quantico, tumbó uno en el suelo, mientras a otro lo colgó de un árbol. Y así develó el enigma: “Cuando las larvas del cerdo colgado se desplazaron al exterior de la masa devoradora para enfriarse y digerir la comida, no tenían de qué agarrarse y caían al suelo, debajo del cadáver. Y luego no tenían forma de regresar a su fuente de alimentación”. Así, el cerdo perdía larvas continuamente y no era comido tan rápido. Además, el cerdo colgado, al estar más expuesto al viento y el aire, se secó velozmente: las moscas sólo pusieron huevos durante los primeros cuatro días, después los tejidos estaban demasiado secos. Había otro dato: cuando las larvas caen a tierra, si no pueden volver al cuerpo, se siguen alimentando de los fluidos y partículas que caen al suelo, la llamada “zona de goteo”. Ahí pueden completar su desarrollo. Pero Goff no encontró larvas en el suelo. “No rastreé la zona debajo del cadáver del campo de golf, y tampoco hubiera servido de mucho: el golfista que descubrió el cuerpo, inquieto al parecer por la visión de aquel cuerpo muerto, necesitó varios swings para acertar a la pelota, por lo que el contenido de la zona de goteo quedó desperdigado por los alrededores.”


¿Cómo hace?
Es la pregunta que escucha con mayor frecuencia. Goff responde: “Intento conservar la imparcialidad científica y ver el cadáver como un espécimen que hay que examinar en vez de como a una persona que en muchos casos ha pasado los últimos minutos de su vida sumida en la agonía y el terror. Cuanto más fresco esté el cadáver, y por tanto más se parezca a una persona viva, tanto más difícil me resulta permanecer indiferente. Por suerte para mí, mucho de los cadáveres que veo están tan descompuestos que se parecen más bien a los especímenes con los que trabajaba hace años en el laboratorio de zoología, sólo que más grandes”.
Pero a veces se las tiene que ver con gente viva, y eso le cuesta más. En casos de abandono de persona, especialmente en ancianos, enfermos y niños, las llagas y los orificios corporales sucios pueden llenarse de gusanos. Este espanto tiene el imparcial nombre de “miasis”. Goff intervino en un caso especialmente conmovedor, cuando se encontró viva a una niña abandonada, con numerosos insectos en el pañal. El caso fue a juicio, para determinar la pena que le correspondía a la madre: “Hubo apelación. La defensa adujo que mi descripción del comportamiento de las larvas había sido tan gráfica que el jurado fue incapaz de mantener la objetividad a la hora de considerar las pruebas. Supongo que debía de ser difícil sentir compasión por una madre que había abandonado a su hija, sobre todo habiendo gusanos de por medio”.
A nadie se le ocurrió aún escribir un guión para una serie protagonizada por un entomólogo, ni han aparecido novelas de detectives con un cazador de moscas como protagonista. Goff dice que quizá lo intente él mismo. Por el momento, el creciente interés por tan extraña especialidad ha derivado en que el famoso entomólogo reciba muchas cartas. Algunas de colegas, muchas de estudiantes. Pero...: “Otras misivas son inquietantes y en ellas llegan casi a pedirme que ayude al remitente a planear el crimen perfecto. En una ocasión recibí un e-mail cuyo autor me pedía que le aconsejase sobre la manera de deshacerse de un cadáver en Hawai, y de alterar las pruebas entomológicas para que no se pudiera calcular con precisión el intervalo post-mortem. Habitualmente no respondo a ese tipo de cartas. En ese caso, hice una excepción, pero el inquiridor desapareció en Internet. Probablemente era inofensivo y sólo estaba practicando algún tipo de juego”. Y si no fuera así, Goff pronto lo averiguará, cuando encuentre en algún lugar de Hawai una escena del crimen inmaculada, perfectamente limpia y libre de insectos.

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