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Domingo, 15 de septiembre de 2002
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Cine

El mal absoluto

El reinado del fuego resucita las más letales criaturas que el hombre pudo imaginar y las pone al servicio de una historia casi anticuada en su clasicismo, y por eso mismo encantadora.

Por Daniel Link
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Desde El planeta de los simios (Tim Burton, 2001) no veíamos en las pantallas de cine un entretenimiento de masas tan inteligente como El reinado del fuego, la película que acaba de estrenarse como avanzadilla de una serie de películas que intentarán reflexionar sobre los atentados del 11 de septiembre del año pasado.
El reinado del fuego fue dirigida por Rob Bowman, un experimentado director de televisión recordado, sobre todo, por una veintena de entregas de “Los expedientes secretos X” –es responsable también de algunos episodios de “McGyver” (1985), “Viaje a las estrellas: la nueva generación” (1987), “Baywatch” (1989)–, donde seguramente aprendió a sostener un relato endeble con dos o tres temas filosóficos de moda. No sólo el director es un debutante; también lo son Gregg Chabot y Kevin Peterka, autores de la historia y, junto con Matt Greenberg –cuya más notable película fue Halloween H2O: veinte años después (1998)–, responsables del guión original de esta película de dragones. Tal vez por eso, y por lo caprichoso del diseño de imagen que una producción semejante exigía (dirección artística de Ian Bailie, Alan Tomkins, Justin Warburton-Brown; decorados de Simon Wakefield y vestuario de Joan Bergin), El reinado del fuego consigue eludir todos los clichés en los que los superproductores de películas de acción suelen incurrir: ni las sistemáticas claudicaciones a la tontería pequeño-burguesa de Minority Report (por otro lado, típicas de Spielberg), ni el sadismo extremista de ese sofisticado aparato de humillación que fue El hombre araña, ni (para citar otra película temáticamente emparentada con ésta) las vulgares apelaciones al sentimentalismo de Dragonheart (1996) están presentes en El reinado de fuego, que, además de ser mucho más entretenida que todas las recién citadas, es un prodigio de inteligencia, buen gusto y oportunidad.
El reinado del fuego es una película sobre el mal absoluto (en ese sentido, podría hasta pensarse como la continuación de la saga Alien), la cultura y la guerra, temas todos de intensa actualidad que requieren, por lo tanto, de un tratamiento cuidadoso.
La historia es más o menos la siguiente: en el 2020, los dragones han acabado prácticamente con la vida en la superficie de la Tierra, luego de haber sido accidentalmente despertados, un día cualquiera del año pasado, de su sueño eterno en el subsuelo de Londres. Si los dragones son el mal absoluto, no es sólo porque se alimentan de seres humanos sino porque su voracidad los lleva a destruir, con el fuego que sale de sus fauces (la explicación que da la película de ese prodigio es muy sensata), toda posibilidad de vida y –para ellos– de alimento. Se reproducen como los peces y son los responsables (allá lejos y hace tiempo) de la extinción de la ecología jurásica. Desde entonces dormían en las profundidades de la Tierra. Especie autodestructiva y caníbal, los dragones son el mal no tanto por lo que les hacen a los seres humanos (hipótesis vulgar) sino por lo que se hacen a sí mismos.
En el 2020, las ciudades y los campos han quedado completamente destruidos, en parte por los dragones, en parte, también, por el poder nuclear que se movilizó sin éxito en su contra. Sólo sobreviven pequeñas comunidades aisladas como la que capitanea Quinn –el galés Christian Bale (1974): Velvet Goldmine (1998) y American Psycho (2000)–, un conflictuado jefe de bomberos que, en un mismo instante de su infancia, perdió su beca escolar, supo que no podía esperar nada de su padre, asistió al despertar de la bestia y vio morir a su madre.
Refugiados en un viejo castillo medieval en las afueras de Londres, los súbditos de Quinn se dedican a sobrevivir malamente: son los restos de la civilización y la cultura. En una de las más gozosas secuencias de la película, Quinn y su amigo Dave Creedy (Gerard Butler), con el cual se manosea, representan para los niños de la comunidad una versión distorsionada de La guerra de las galaxias: el caballero blanco pelea contra el caballero negro, que le dice: “Soy tu padre”, etcétera. Al final, los chicos reclaman otra representación: “¡Tiburón!”, piden algunos. “¡El rey león!”, gritan otros. En esa comunidad decadente, todo es vivido como un resto de cultura (la Edad Media, la industria del entretenimiento, la sexualidad) y es por eso que uno de los primeros debates de la película es sobre los cultivos.
A esa comunidad llega un escuadrón de cazadores de dragones comandado por el impiadoso Van Zan –el texano Matthew McConaughey (1969): Contacto (1997), Ed TV (2000)–. Al ver semejante máquina de aniquilación, el cultivado Quinn murmura: “Sólo hay una cosa peor que los dragones: los norteamericanos”.
Por supuesto, el resto de la película (de ahí su pertinencia conmemorativa) no es sino el debate entre dos políticas para enfrentar el mal absoluto, que no casualmente opone dos masculinidades (dos modelos de belleza física), dos identidades culturales (Europa vs. Estados Unidos) y dos estrategias de combate. La perspectiva europea triunfa hacia el final, cuando Van Zan le dice a Quinn: “Tenías razón”.
De hecho, que una película tan pueril haya sido calificada como sólo apta para mayores de 13 años con reservas no se explica tanto por su desembozado homoerotismo (idéntico, después de todo, al de El señor de los anillos, aunque con un catálogo de torsos, bíceps y bocas masculinas maquilladas digno del próximo calendario gay) sino a esa gloriosa perturbación del sentido común cinematográfico en lo que a las películas de acción se refiere: no sea cosa que los niños del mundo comiencen a dudar del belicismo high tech.
En el centro de una escenografía post-apocalíptica (que debe mucho a Mad Max y a algunos flashes de Terminator) y una ecología pesadillesca (que, como en la Edad Media, presupone la existencia del mal absoluto), El reinado del fuego coloca un debate sobre las estrategias para enfrentar al enemigo. Como quien dice, un tratado de política exterior.
Salvo por la escasez de mujeres que participan del debate (la única es Izabella Scorupco, en el papel de Alex Jensen), nada se puede reprochar a los cuidadosos guionistas de El reinado del fuego: el mundo cuyos cielos está atravesado por esas gigantescas bestias voladoras que imaginaron se ve hermoso, pero esa belleza letal queda todo el tiempo en segundo plano; lo que importa, en esta historia deliciosa, es la política y la cultura, en fin: la civilización, antes que los penosos rigores de la guerra.

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