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Domingo, 1 de julio de 2007
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Cine > Ratatouille: un roedor contra el sistema

Hay una rata en la cocina

Como en los tiempos de Mickey, la nueva estrella de los dibujos animados es un ratón. O mejor: una rata, que deslumbra a los paladares más estrictos escondida en el sombrero de un chef. Pero además, la nueva película de Pixar cocina una aguda crítica a los fast-foods (mientras la ratita, en cualquier momento, viene de regalo en una cajita feliz).

Por Mariano Kairuz
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En el principio, fue un ratón. Y si no en el principio de los principios, al menos sí en la primera parte de la historia del dibujo animado. Si se lo piensa un poco, es necesario cierto poder de abstracción para convencerse del todo de que, con su cara, sus orejas y su abdomen conformados por cuatro redondeles casi perfectos, ese bicho de voz aguda, maniático y un poco creído llamado desde hace casi 80 años Mickey Mouse es un ratón. Sin embargo, y con variantes, ese esquema de caricatura –las formas geométricas simples– se repitió con éxito por décadas. Así, se generaron protagonistas perdurables que fueron de Jerry –que hizo dupla con Tom– a Faivel, el ratoncito ruso que emigra con su familia para hacerse la América, pasando por el Super Ratón, entre otros.

Pero hace algo menos de 15 años llegó la animación digital con Pixar, los responsables de Toy Story, a la cabeza y entonces se impusieron la potencia del dibujo fotorrealista, el efecto tridimensional y la textura de los personajes vivos animados pelito-por-pelito. Entonces pasó lo que tenía que pasar: los roedores animados se sacaron los pantalones de tiradores y se empezaron a parecer más a eso que en las casas de familia se revienta a escobazos. El protagonista de Ratatouille no es exactamente un ratón, sino una rata. Una rata peluda y desnuda que vive en París y allí descubre que su verdadera vocación es la haute cuisine. En condiciones normales, un caso para bromatología.

El director Brad Bird, responsable de El gigante de hierro y de Los Increíbles, desde el momento en que se hizo cargo de Ratatouille defendió la idea de que las ratas fueran lo más “ratas” –es decir, lo menos Mickey Mouse– posible. Que chillaran un poco y que corrieran en cuatro patas para, en sus palabras, contar una historia acerca de “una rata que está tratando de cruzar al mundo de los humanos”. Y puso a su rata parisina en uno de los últimos lugares en los que uno quiere encontrar a un viejo transmisor de la peste bubónica: en la cocina de un restaurante.

Es cierto que Remy, la rata cocinera, es un roedor de gestos amables, ojos grandes y expresivos y un agradable pelaje gris azulado. Después de todo, Pixar no iba a apostar decenas de millones de dólares en una alimaña que nadie querría ver aplastada en su combo de hamburguesa entre el queso de plástico y las papas fritas.

Esa contradicción está sin embargo en el centro mismo de la película: Pixar engendra otra producción de ésas que venden tantos muñequitos con la caja infantil de fast food, y a la vez carga contra el gusto norteamericano en productos congelados e ingestas veloces. Remy la rata se distingue por su extrema sensibilidad, su gusto y su olfato exquisitamente desarrollados, así como su capacidad para intuir las posibilidades que resultan de combinar dos alimentos distintos en uno nuevo. Por un breve instante, Ratatouille aspira a algo que no muchas películas han intentado: describir para la vista y el oído la experiencia sensorial inigualable de un plato perfecto para el paladar.

De pronto, varios de los críticos gastronómicos más remilgados de la capital francesa se encuentran repartiendo halagos a las recetas de una rata. Esto es, sin conocer al petit chef, que hace lo suyo a través de un torpe ser humano al que comanda tirándole de los pelos, desde su cabeza, escondido en su gorro de cocinero. Y es que Ratatouille carga también contra los críticos gastronómicos (y por inevitable extensión contra los de cine), que al principio de la película demuelen a un excelso cocinero parisino, el gran inspirador de Remy, por atreverse a decir algo tan escandaloso como que “cualquiera puede cocinar”. Pero una vez superado ese plato frío y envenenado (y muy divertido), Ratatouille parece proponer una pequeña idea, más cálida y sensible: la de que en una de ésas la inspiración, al menos para el común de los mortales, no se nos presente en la forma de un objeto pulido, con brillo y elegancia, sino que quizá sea algo un poco sucio, medio peludo, y que no puede expresarse con palabras, algo así como tener una rata en la cabeza.

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