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Domingo, 5 de agosto de 2007
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Bergman, Fin > Por Luciano Monteagudo

Fotos robadas

Por Luciano Monteagudo
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Los chicos de Los 400 golpes (Truffaut, 1958) robándose una foto de Harriet Andersson en Un verano con Mónica

no puedo recordar cuál de las dos películas vi primero, en los días de febril cinefilia de la adolescencia, cuando los descubrimientos eran cotidianos y toda la historia del cine se revelaba desordenadamente en su inagotable riqueza, como si un tesoro llevara al otro y así sucesivamente. Lo cierto es que, en mi memoria afectiva, Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, y Un verano con Mónica (1953), de Ingmar Bergman, aparecen asociados de manera indeleble, como si me hubieran hablado los dos juntos y se hubieran dirigido directamente a mí, a ese espectador que en la nocturna soledad del cine (¿el viejo, enorme Cosmos, la Lugones?) sentía que –a pesar de la distancia geográfica y temporal– Antoine y Monika no estaban tan lejos, que podía entenderlos mucho mejor que a mis compañeros de colegio.

Además de los caprichos de la memoria, hay también una razón obvia para que las dos películas estén indisolublemente ligadas entre sí. En un momento de Los 400 golpes, Antoine Doinel y su amigo René, suspendidos por el director del Liceo, andan vagando por las calles y, al pasar por una sala de cine, se dejan tentar por el material de publicidad de la marquesina y se roban una foto, con una chica joven y hermosa. Es Harriet Andersson, en Un verano con Mónica.

Esa foto resume muy bien el espíritu de la película de Bergman: con los ojos entrecerrados por una luz cegadora que uno imagina exclusivamente nórdica, Mónica se deja acariciar por el sol, el pelo al viento, los hombros desnudos. Aunque la película es en blanco y negro, la materialidad del film, la presencia física de los elementos no podría ser mayor: se siente el sol sobre la piel de Mónica como si lo sintiéramos sobre nuestra propia piel, se huele el aire de mar, se palpa el calor que emanan las rocas de la costa, se respira el placer del verano. La sensualidad del film no se reduce a la de Harriet Andersson. (¿Cómo olvidar ese plano en el que ella gira la cabeza y de pronto, sorpresivamente, casi con desdén, mira a los ojos al espectador y nos descubre alelados en la platea?) Aunque el final nos devuelve a todos –a Monika, a nosotros– a la gris rutina cotidiana, el de Bergman es, qué duda cabe, un film sobre la juventud, sobre la belleza, sobre la libertad.

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