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Domingo, 5 de agosto de 2007
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Bergman, Fin > Por Jose Pablo Feinmann

El prestigio del tedio

Por José Pablo Feinmann
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Antonioni y Jack Nicholson durante un alto en el rodaje de El pasajero (1975)

En El séptimo sello hay una marcha de condenados, miserables sufrientes que se desplazan al compás del tema medieval de la muerte: el Dies Irae. Este tema fue utilizado por Berlioz en el último movimiento de la Sinfonía Fantástica, Liszt armó –con sus siete primeras notas como base– un mamarracho para pianistas espectaculares al que llamó Danza Macabra y Rachmaninoff lo usó excesivamente en su Rapsodia sobre un tema de Paganini para aludir al supuesto pacto que el violinista tenía con el Diablo. Los “cultos” salían del Lorraine, se iban a La Paz y hablaban –no sobre estas cuestiones, de las que sabían poco– sino del papel notable que Bergman le entregaba a la Edad Media, espacio temporal en que Dios estaba más presente pero más ausente que nunca. Al llegar aquí, a la ausencia de Dios, surgía el tema del “silencio de Dios”, tema recurrente en la filmografía de un cineasta al que, en este país, se jactaban de haber descubierto antes que en ninguna otra parte del mundo. Esto nos confería algo especial. Ya no éramos sólo la París de Sudamérica. Eramos la Suecia de la cultura. Tempranamente, el nombre “Bergman” empezó a ser antecedido por el adjetivo “genio”. Todo lo que Bergman filmaba expresaba el “genio de Bergman”. Luego, esto, cristalizó en un significante poderoso: “genio sueco”. Uno decía “Bergman” o uno decía el “genio sueco”: era lo mismo, todos entendían.

La primera película (debiera decir “el primer film” pero, ya lo habrán adivinado, no me propongo ser respetuoso con el “genio sueco”) que vimos de Bergman fue Un verano con Mónica. Todos iban a verla porque Harriet Andersson, su protagonista (que era Mónica), salía desnuda. El desnudo en el cine era cosa del cine europeo. Yo no pude ver Un verano con Mónica porque era “prohibida para menores de 18 años”. Y yo tenía menos. La vieron un par de primos y mi hermano mayor, que me llevaba nueve años. Me llenaron la cabeza de ratones. Venían, también, otras películas suecas con suecas desnudas y veranos. Por ejemplo: Un solo verano de felicidad. Calé dibujó en Rico Tipo uno de sus chistes. Esos de “Buenos Aires en camiseta”. Un tipo llevaba a su joven esposa y a su suegra al “biógrafo”. El tipo estaba en el medio y lo veíamos rojo de vergüenza, sudando. Las dos mujeres lo miraban con mala cara. Abajo del dibujito se leía: Un verano con Mónica, Un solo verano de felicidad: ¡Un verano en la platea!

En ese Buenos Aires de Calé y Rico Tipo aterrizó Bergman. Llegaban otras películas suecas desbordando osadías: El tercer sexo, por ejemplo. Mi vieja la fue a ver y volvió aterrorizada. Se había pirado por completo. Veía “pervertidos” por todas partes. Hasta pensó que yo en cualquier momento me le volvía puto y le propuso a mi viejo llevarme a Montevideo. Mi viejo, por suerte, le aseguró que yo corría igual riesgo en Montevideo que en Buenos Aires, y me quedé aquí. En una de Lucas Demare, Detrás de un largo muro, Susana Campos se quitaba una enagua y se le veía la espalda desnuda. Los críticos dijeron que Demare se había dado el lujo de “un toque sueco”. Después vi esas películas y nada me pareció mucho: ni las chicas ni las películas. Sin embargo, años después llegó El silencio y la prohibieron para menores de veintiún años. Yo ya estaba en la Facultad, ahí, en la calle Viamonte y no la pude ir a ver. Tenía carita de nene. Era lampiño y en lugar de barba o bigote me salían granitos. La vio, otra vez, mi hermano. La vieron, otra vez, mis primos. Y otra vez me llenaron la cabeza de ratones. Parece que una pareja –según dijeron– “cogía en serio”. Y que una de las minas se lavaba las tetas en la pileta del baño. Y que la otra se masturbaba. Nunca habían visto masturbarse a una mujer. Aprendían más con Bergman que con el clásico libro sexual de la época: El matrimonio perfecto, de un tal doctor Van der Velde, si mal no recuerdo. Bergman era así: convocaba a pajeros y a intelectuales. Arrasaba en la taquilla.

Después también vi El silencio y parece que el silencio era –otra vez– el “silencio de Dios”. Después vi Persona. Y creo que cierto día –ya grandecito, bajo la dictadura, creo que en 1977– vi Cara a cara. Me senté serenamente, sin prejuicios, y miré. Formaba parte del público extasiado del “genio sueco”. De pronto, Liv Ullman dice algo así como. ¿Cómo qué? La mina la pasa mal. Hay una violación. Pero lo que dice –en un momento de clímax metafísico– es que no tolera su “complejo de culpa” o que ese “complejo” la atormenta. No lo pude evitar: empecé a reírme. Ese pocket-Freud del “genio sueco” rompió para siempre mis relaciones con él. Los de la sala me chistaban y yo no podía parar. Ni Groucho Marx ni Buster Keaton me habían hecho reír tanto. Crucé la calle y fui al San Martín. Me encontré con un actor amigo. Un “culto”. También había visto la película. La emoción le enrojecía la cara. Señaló hacia el Lorraine y dijo: “¡Eso! Exactamente eso es para mí el arte”. Todavía lo veo. Evito recordarle el episodio. Acaso lea esta nota y me retire el saludo. No será el único.

Pretendo ser preciso: durante la década del ’60, durante los años en que el “genio sueco” hizo furor en la Argentina, yo cursé –entre 1962 y 1969, durante siete largos e intensos y esforzados años– la carrera de filosofía y casi la totalidad de la de letras en la UBA, que estaba en la calle Viamonte y se mudó a Independencia en 1965. Desde 1960 venía leyendo a Kierkegaard y a otros pensadores religiosos como Buber o Chestov. También a Dostoyevski. Los problemas “religiosos” de Bergman me importaban un pito. No me decían nada. Sus películas eran metafísica ilustrada. O teología para principiantes. Los “cultos” que las veían no me parecían “cultos” sino pedantes insoportables, apologistas del aburrimiento y la solemnidad. En Asesinos de papel, Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera citan un texto de Borges y Bioy: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio”. A Bergman, siempre, le sobró tedio. No nos sorprendamos si también le sobró prestigio. Hay una receta para que los “cultos” lo reconozcan a uno: a) ser aburrido; b) ser hermético; c) dejar caer por aquí o por allá un par de “símbolos”; d) no tener humor; e) tomarse, absolutamente, en serio; e) ser la opción a algo que simbolice lo “comercial” o lo “popular”. A todo esto Bergman le añadió sexo, mucho sexo en una época en que escaseaba, en que los idiotas de los norteamericanos cultivaban un cuaquerismo tenaz y apenas si asomaban la nariz de las sombras del macartismo y del Código Hays.

Trato de buscar algo de Bergman que me haya gustado y no lo encuentro. Sin duda, tuvo un gran director de fotografía, Sven Nikvist. Sin duda, por este motivo, la luz de La fuente de la doncella sea inolvidable. Fanny y Alexander está bien narrada. Pero no le importaba narrar. Abusó de los símbolos y logró algunos efectos interesantes. Se sabe: el caballero jugando al ajedrez con la Muerte. O, en Cuando huye el día (película que recuerdo con calidez), la secuencia en que el protagonista, desde un ataúd, aferra la mano de él mismo, vivo y de pie, para arrastrarlo al féretro. No creo que sea un indagador profundo de la condición humana. Creo que está muy lejos de Visconti. Ossesione o Senso, sus primeros intentos, ya son obras maestras del amor desesperado. Son películas con las que uno se compromete, que emocionan. Ni hablar del realismo urbano de Rocco y sus hermanos. Ni hablar de la escena en que Salvatori la mata a Girardot. Ni hablar de El Gatopardo. O Retrato de familia donde la muerte no es un tipo disfrazado con un traje negro con huesos (casi una bandera de piratas) sino unos pasos leves en el piso superior, sólo eso. Pero “eso” aterroriza más. “Eso” es la angustia: apenas unos pasos, apenas nada, pero –sin duda– la Muerte que camina como si levitara en el piso de arriba. Muy lejos, también, está de Fellini: 8 y medio es un estudio sobre la condición del artista y del arte y Amarcord dice más sobre la condición humana que la entera obra del “genio sueco”. Lejos, también, de los grandes de la comedia italiana: de Dino Rissi, de Monicelli. Les cambio varias películas de Bergman por Una vida difícil o Los desconocidos de siempre. Lejos de A la hora señalada de Fred Zinnemann, película que plantea, acaso mejor que en Hegel, el enfrentamiento entre la Moralität y la Sittlichkeit. Y sólo en ochenta y cinco minutos terriblemente entretenidos, alejados de todo posible tedio. Lejos del John Ford de El delator o Qué verde era mi valle o Más corazón que odio.

Pero, ¿se equivocan los “cultos”? No es azaroso que haya escrito entre comillas esa palabra. Los “cultos” no son cultos. Tienen terror de parecer no serlo. Gustan de todo producto que dé o signifique prestigio. Gustan de lo que hay que gustar. Detestan lo que hay que detestar. Se agarran de lo seguro. Heidegger, en el parágrafo veintisiete de Ser y Tiempo, describió este tipo de personajes. Viven bajo “el señorío de los otros”. Son los que se guían por el Das Man. El “se dice”. Se dice que Bergman es el genio sueco. Que sus películas tratan sobre “el silencio de Dios”. Que indaga como nadie en la condición humana. Ergo, tengo que decirlo también yo. “Disfrutamos y gozamos como se goza (escribe Heidegger); leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del ‘montón’ como se apartan de él; encontramos “sublevante” lo que se encuentra sublevante”. Creo que hay una inseguridad no resuelta en el “adorador” de Bergman. Un crítico de cine, una vez, me dijo: “Vos te atrevés a detestar a Bergman porque sos licenciado en filosofía, pero yo soy una rata, viejo, ¿qué querés que haga?”. No hay que tener ningún título para decir lo que a uno realmente le parece un icono cultural. A mí me aburrió Bergman antes de tener ningún título, pero el mandato, el imperativo del Das Man es tan poderoso que uno tiene miedo de confesarlo. En los ’60 a nadie dije que había ido a ver El ocaso de los cheyennes. Temía el desprecio de mis compañeros de estudios. Por ahí lo dije un par de días después y me tuve que agarrar a las piñas. Pero no lo dije el día que fui. John Ford, en la Argentina, en los ’60, era basura. Era un tipo que hacía pelis de cowboys. Casta de malditos era una de tiros. Como el entero corpus del film noir. Sólo cuando Cahiers du Cinéma empezó a bajar línea se pudo ver a Hitchcock y a algunos más. Eso se debió a Truffaut, un cineasta que te emocionaba a morir con Los cuatrocientos golpes.

Y se acabó. Porque el otro Rey del Tedio que se murió no merece más de un par de líneas. Blow Up estaba bien. Pero La aventura y La noche, no. Por decirlo suavemente. En 1970, con Sam Shepard colaborando en el guión, filma Zabriskie Point. Interior - Comisaría: la cana ha apresado a unos cuantos jóvenes rebeldes. Un cana les toma los datos. Un “joven rebelde” se acerca a la ventanilla. “¿Nombre?”, pregunta el cana. El otro, agresivo, como escupiendo, ruge: “Karl Marx”. Sin alterarse, el cana pregunta: “¿Con C o con K?” ¡De esto se reían los “cultos”! De un cana “ignorante” que no sabía escribir “Karl Marx” y de la petulancia idiota de un hijo de rico al garete. Sólo, de Antonioni, recuerdo una escena: es el final de El eclipse. Los dos personajes centrales (la pesadillesca, fea irredenta de Monica Vitti y Alain Delon) se han dado cita en un lugar. La Cámara los espera ahí. Ninguno llega. La Cámara enfoca varios objetos. Entendemos que esos objetos, ahora, no significan nada, que no hay lazo simbólico entre ellos porque los dos seres humanos que –por medio de un acto trascendente, de un proyecto existencial– iban a otorgarle un sentido no están ahí. Ahí, ahora, no hay nada. Sólo objetos. No estaba mal. Pero no era más que eso. Y ni siquiera sé si Antonioni entendió lo que filmaba.

Qué cosa. Y se murieron casi el mismo día. Pensaba volarme un poco (todavía un poco más) y proponer un brindis o decretar a este 30 o 31 de julio Día Internacional de la Muerte del Tedio en el Cine. Pero toda muerte merece respeto. Y más aún si las muertes son dos. Acaso, entonces, esta simetría entre estos dos venerados, irredimibles tediosos, merezca una frase de Borges: “A la realidad le gustan las simetrías”.

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