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Domingo, 14 de octubre de 2007
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Plástica > Prilidiano Pueyrredón en la Villa Ocampo

No bombardeen Zona Norte

Hijo dilecto de la aristocracia vernácula, enigmático políticamente en períodos de nítidos enfrentamientos, atento a la fauna social de la entonces alcurnia rioplatense así como a los cambios en el paisaje que introducía el nacimiento del país, paisajista de zonas de Buenos Aires en las que sólo años después hubo calles y retratista de quienes después dieron nombre a esas calles, fue testigo y testimonio de una época fundacional de la Argentina. Ahora, la muestra Prilidiano Pueyrredón: pintor de San Isidro, organizada en la Villa Ocampo, vuelve a dar, voluntariamente o no, un notorio relieve ideológico a su obra.

Por Natali Schejtman

Desde el título de la muestra, se lo aclama y reclama a Prilidiano Pueyrredón como “Pintor de San Isidro”. Epíteto ambiguo, sugiere al mismo tiempo un reconocimiento del artista como habitante, observador y retratista de los tipos y las costumbres propias del borde norte de la Ciudad de Buenos Aires, en plena expansión y transformación en su época y, por otro lado, una reivindicación con guiño apropiador. La categoría, la de pintor de San Isidro, puede haber sido tomada textual del cuento homónimo de Manuel Mujica Lainez, uno de los 23 que componen la biografía imaginaria Aquí vivieron. Historia de una quinta de San Isidro 1583-1924. Ahí, Mujica Lainez ubica al artista en el año 1867 –casualmente o no, año en que Pueyrredon, también arquitecto, sufre un fuerte disgusto cuando en las últimas pruebas antes de la inauguración del puente de Barracas, la construcción de hierro inglés se hunde en el río– y le repone la situación-marco de un cuadro suyo típico de su contemplación sanisidrense: un rancho, un ombú, un par de peones y los pulperos, de un lado, y del otro, una patrona que llega por la llanura. Según el cuento, las cosas no son nada fáciles ni idílicas: esta patrona desagradable acaba de enviar la misiva según la cual los pulperos –queridos por el pintor y los gauchos de la zona– deben irse de su chacra y dejar todo si no pueden saldar sus deudas con ella. Y no pueden. Entonces ella los echa.

Costa del Río de la Plata.

Esa es una tensión de clase que puede entreverse también en la actual muestra, libre y gratuita, acomodada en las paredes de la soñada Villa Ocampo y organizada por la Dirección de Cultura de San Isidro y el Proyecto Villa Ocampo. Sin que esté señalado con entusiasmo, el trasfondo de las clases sociales como tema más bien podría ser una conclusión que deja el recorrido por esta planta, anterior o posterior –según la decisión del espectador– a la visita de otras instalaciones de la casa, enorme, preciosa e impactante, casi terminada en su restauración y cada vez más consolidada como proyecto cultural.

Ranchería de San Isidro.

Bien de acá

La intención es sesgada: mostrar la producción de un artista relevante en la historia del arte local –tan relevante que el departamento de artes visuales de la escuela estatal de arte, en condiciones edilicias tenebrosas, lleva su nombre–, recortando la obra relativa a San Isidro, donde su familia tenía una de sus propiedades –la chacra Bosque Alegre, en la que vivieron por años–. Exhibir sus paisajes y sus personajes, en cuanto a la obra, y su posicionamiento hilado con la tradición de las figuras locales y las de relevancia pública, en la sección de documentos de la muestra. Tanto es así que, en la sala dedicada a juntar este material en vitrinas, aparecen los planos que le hizo a su amigo Miguel José de Azcuénaga para su casa en la chacra Los Olivos –hoy residencia presidencial– y hasta un mapa genealógico de la familia Pueyrredon, para sorprenderse al encontrar los apellidos-calle emparentados, además de un vínculo con la ex dueña de casa, cuyos bisabuelos están retratados por Prilidiano.

Retrato de Francisca Badaracco de Antola.

Al modo de los viajeros europeos, pero menos perdido por la enormidad horizontal, Pueyrredón dejó testimonio de un momento en que la ciudad se expandía y el campo se poblaba. Las estampas no ahondan en la vida dentro de los cascos ni las tertulias, sino en las costumbres que él observaba desde su mirador o durante sus paseos al aire libre: lavanderas, pescadores con redes y caballos, ranchos, pulperías y carretas. Sus paisajes, manejables y siempre humanizados, aunque sea por un velerito a lo lejos, muestran una relación distante y a la vez amigable pero no tan pintoresquista (incluso hoy que todo lo gauchesco se ve con excitación folklórica) con la vida y los tipos rurales, todo un tema de vaivén valorativa a lo largo de los siglos XIX, XX y, a su modo, también XXI. Y tal vez esta tirantez, productiva, acontece por una tensión interior de no ser un fiel exponente de su clase –a pesar de sus propiedades y amistades de alcurnia, la presentación de sus desnudos, probablemente basados en su criada, no fue poco escandalosa–, tensión que supo captar Mujica Lainez en su retrato inventado. O la de haber ido y venido de Europa a San Isidro y Recoleta, como si hubiera recogido el mandato estrábico decimonónico de mirar con un ojo a Europa –de donde importó la técnica de pintar al aire libre, como lo hacía la Escuela de Barbizón– y con otro las entrañas de la Patria. O incluso, la de ser políticamente inubicable en tiempos de bandos nítidos. Es más: mientras su familia decidió exiliarse en Europa y Río de Janeiro cuando Rosas se apoltronó en la suma del poder público, Prilidiano, cuando estuvo en Buenos Aires, fue encargado –con diversas aclaraciones, como consta en documentos– y aceptó retratar a Manuelita Rosas, vestida con su miriñaque de estricto rojo punzó y “solicitud dirigida a su tatita”.

Retrato de Enrique Lezica.

Pero nada de esto aparece demasiado en la muestra actual, que tampoco llevó el retrato de Manuela, aunque no practica una ortodoxia geográfica al incluir, por ejemplo, patios porteños con las señoras y sus gallinas o las pelambres de los salvajes bosques de Palermo. Los paisajes –apaisados–, en óleos o acuarelas, son estampas activas de movimiento y transformación social, de costumbres, de rutinas y de un ojo inquieto –estrábico, por qué no– en la exploración de composiciones y proporciones posibles del tríptico río-tierra-cielo (este último suele apoyarse pesadamente sobre los otros dos, pero nunca los ahoga). Una mirada también sensible tanto a la luz de la costa o el brillo del agua –parsimonia y fuente de subsistencia a la vez– como al factor humano (por ejemplo, un mendigo ciego). Y a los ombúes, muy presentes en su obra, casi humanizados. Si el acto de copiar también sugiere controlar, su San Isidro nunca se le escapa de las manos, aunque tampoco es asible como una postal: la costa con veleros, una lluvia probablemente furiosa que, tal como indica el cielo negro, está a punto de clavarse sobre el Río de la Plata y sobre ese ranchito no demasiado establecido, o las bocas abiertas del Tigre y los paseos por San Fernando, adonde iba acompañado de su sirviente negro Mauricio.

Pero si la muestra no insiste en un hincapié demasiado biográfico de su persona y prefiere enredarlo entre sus vecinos y amigos, deja a las obras hacer preguntas pertinentes al contraponer estos paisajes de trabajadores anónimos con los retratos a pedido, de grandes dimensiones, de personajes que se inmortalizan por fuera de toda actividad que los defina más que su potente nombre propio, varios de ellos hoy desconocidos para nuestros oídos pero capturados en su profundidad por el artista. Es el caso de un cuadro nostálgico y triste de una mujer avanzada en edad llamada Francisca Badaracco de Antola, o el del coronel Alvaro Barros. También, el del nieto de Mariquita Sánchez de Thompson, Enrique Lezica, con las piernas cruzadas y expresión mansa. O los de José Gerónimo Iraola, retratado al borde del naturalismo en el mobiliario, el piso, los adornos, su amigo Azcuénaga o su íntimo Santiago Calzadilla, en el atelier del pintor, y su esposa Elvira Lavalleja de Calzadilla, con el fondo abierto del Tigre, donde vivían.

Así es como, incluso con estilos diferentes, los retratos –su comodidad y conocimiento de las clases altas– y los paisajes –su interés y observación de la Pampa poblada– son como dos caras de un mismo personaje movedizo y curioso como fue Prilidiano Pueyrredón, valorado siempre por Victoria Ocampo, que en 1970, a 100 años de su muerte, organizó una retrospectiva y lo homenajeó en público.

Retrato de José Gerónimo Iraola.

Gaucho y gauchetos

Lo curioso es que así como Pueyrredón fue testimoniando pictóricamente el poblamiento del campo, su patrimonio –en términos también de linaje, no sólo cultural– también participaría, después y mucho después de su muerte, de la evolución de los espacios y de la polarización social relativa a lo que hoy se llama Zona Norte. Y lo hizo de una manera particularmente sonada en estos días. Años después de que su padre Juan Martín de Pueyrredón muriera, Prilidiano vendió su chacra Bosque Alegre a su pariente Manuel Aguirre, quien más tarde fue interpelado por un grupo de jóvenes con aspiraciones deportistas a los que les prestó algunos terrenos para armar su club, entonces de fútbol, que enseguida se unió al de otros jugadores ingleses (que estaban trabajando en los ferrocarriles) con las mismas intenciones. Todavía hoy esas tierras forman parte del club que nació luego de conversaciones entre ambos: el CASI (Club Atlético San Isidro), de donde salió, por ejemplo, Agustín Pichot. Y hay más: la casa de Prilidiano, actual Museo Histórico Municipal “Brigadier General Juan Martín de Pueyrredón” supo ser sede del SIC, el gran contrincante del CASI en la alta alcurnia rugbier. De alguna manera, Prilidiano Pueyrredóon puede englobar una línea de transformación de San Isidro, enunciada en sus cuadros más testimoniales y densos, anunciada en sus retratos y sugerida en las casualidades históricas que exaltan el dato de que donde antes había vacas, ahora hay Pumas.

Prilidiano Pueyrredón, pintor de San Isidro.
De martes a domingo, de 12.30 a 18.30, en Villa Ocampo, Elortondo 1837 (Av. Del Libertador 17.400), Béccar, San Isidro. Hasta el 22 de
octubre. Entrada libre y gratuita.

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