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Domingo, 8 de junio de 2008
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Cine > La niebla, el terror vuelve en serio

El fantasma de la época

Ni el director (que ya había adaptado tibiamente a Stephen King), ni los actores, ni los productores, ni el nombre de King (que suele llegar al cine bastante lavado), auguraban una película como La niebla: terror puro y duro como el de antes, sin comedia ni sangre gratis, con miedo y una alegoría impecable sobre los tiempos que vivimos.

Por Hugo Salas
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A lo largo de la breve historia del cine, pocos son los géneros que han experimentado una transformación tan radical como el terror y la ciencia ficción. Nacidos, por herencia decimonónica, de un complejo enlace entre la alegoría sociológica y la indagación de las profundidades del alma humana (entendiendo por ello, básicamente, una falta de concordancia entre la moral común y el deseo), durante la primera mitad del siglo, y en particular los años ’50, estos relatos sirvieron para dar cuerpo, de manera a veces obvia, a veces sutil, a las angustias de su tiempo y, en particular, de todo aquel que se sintiera –como las criaturas de James Whale o Tod Browning– incómodo en su tiempo. Relegadas por los estudios a la producción de clase B (¿quién podía tomarse en serio el fantástico?), este mismo desinterés permitió a sus hacedores contrabandear planteos estéticos e intelectuales tan complejos como los que pueden verse en El increíble hombre menguante o La mujer pantera.

En los ’70, la crítica y los nuevos directores comienzan a reconocer algunas de estas virtudes. Paradójicamente, de esa admiración nace un cine que, buscando conmocionar, produce lo contrario. En efecto, la fiebre del slasher y luego el gore, con sus descuartizamientos gratuitos, no tardó en insensibilizar el género, liquidar todo miedo y convertirlo en un entretenimiento trivial. Como si los temores del mundo y los hombres se hubieran desvanecido, salvo alguna que otra excepción gozosa (como la de John Carpenter), el terror se llenó de ironía, chiste y terminó convertido, al igual que buena parte del cine industrial, en puro entretenimiento adolescente (Sé lo que hicieron el verano pasado). La ciencia ficción, por su parte, quedará irremediablemente dañada tras el éxito de la infantil Star Wars, condenada a aplicar hasta el hartazgo el mito del héroe en la versión predecible y liberal de Joseph Campbell.

En semejante contexto, La niebla golpea con la fuerza de lo inesperado. A decir verdad, nada, ni el elenco, ni los productores, ni el director (Darabont ya había dirigido una pésima adaptación de otro texto de Stephen King, The Green Mile, aquí conocida como Milagros inesperados), mucho menos el nombre del propio King, que generalmente llega a la pantalla en versiones totalmente pasteurizadas, permitía suponer que lejos, muy lejos, de las fórmulas archiconocidas, esta película iba a permitirse un retorno a lo mejor del terror y la ciencia ficción de clase B: no el bajo presupuesto ni el decorado berreta, tan celebrado por los cultores del cine bizarro, sino la posibilidad de sacudir al espectador desde una mirada crítica del presente y del hombre.

Desde el comienzo, la trama decepciona con rigor de sistema cada uno de los giros que la repetitividad de la industria y la exigencia de lo políticamente correcto nos han acostumbrado a vaticinar. Así, en este pueblo invadido por una niebla donde se ocultan “cosas”, al primer momento crítico el protagonista no se comporta como un impecable boy-scout, su oponente negro no se convierte en un amigo entrañable y los hombres del pueblo no ocultan, tras sus maneras toscas, un alma generosa, sino un previsible puñado de supersticiones y prejuicios. A diferencia de Shyamalan (Sexto sentido), que sorprende desde una acumulación de lugares comunes que le permiten guardarse una sorpresa tan rutinaria como lo anterior, La niebla genera tensión al permitir, justamente, que ocurra algo distinto y haciéndolo ocurrir ante nuestros ojos.

Irrespirable se torna el aire a medida que las acciones de los hombres, llevados al límite, se vuelven cada vez más irracionales, frenéticas, desesperadas y finalmente espeluznantes que los embates del ataque externo. Así, a la locura del discurso religioso que constituye el núcleo de la primera parte de la película (donde arrasa –como es habitual– la actuación de Marcia Gay Harden), sigue un final sobre la insensible fatalidad de las circunstancias que liquida toda perspectiva edificante, haciendo de la salvación un fenómeno inusitadamente azaroso, independiente de cualquier consideración de mérito.

A más de uno le resultará sorprendente que una visión tan pesadillesca sea posible dentro de la industria. No obstante, contra el prejuicio que supone que lo suyo son siempre los mundos edulcorados y los finales felices, cabe recordar que ha habido varios momentos en que Hollywood se apartó del dogma de la insensible felicidad (el film noir de posguerra o esas películas de los ‘70 tan salvajes como Tarde de perros, por citar apenas dos ejemplos) para proponer lúcidas metáforas desencantadas o, como poco, caóticas, por lo general en coincidencia con climas de fuerte desencanto político. En qué medida La niebla es sólo un incidente aislado o forma parte de un fenómeno mayor donde cabría considerar a las distintas metáforas sobre el autoritarismo y otras películas, canciones e incluso programas de TV inesperadamente amargos, el tiempo se encargará de decir. Por ahora, por sí misma, es una excelente noticia.

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