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Domingo, 13 de julio de 2008
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Fan > Una dramaturga elige su escena de película favorita

Amar hasta que duela

Por Susana Torres Molina
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Tarkovski es el director soviético más importante desde Serguei Eisenstein. Sus películas son intensamente íntimas, ocasionalmente controvertidas, siempre hermosas, por lo que es considerado un poeta del cine. Sacrificio (1986) fue su última película. Filmada en Suecia con la ayuda de los colaboradores habituales del director sueco Ingmar Bergman, ganó cuatro premios en el Festival de Cine de Cannes, un hecho sin precedentes en la historia del cine ruso. Sin embargo, en esos meses Tarkovski estaba ya muy enfermo y le fue imposible recoger el Premio Especial del Jurado; en su lugar fue su hijo Andriushka, quien lo recogió ante un aplauso general que se prolongó durante varios minutos.
Interesado en ir más allá del lenguaje cinematográfico –tal y como hiciera Eisenstein a comienzos del siglo XX–, Tarkovski exploró nuevas formas de narrativa cinematográfica, que fueron muy influyentes para las nuevas generaciones, y desarrolló en paralelo a su trabajo una teoría cinematográfica, a la que llamó Esculpir en el tiempo. Destacaba allí una característica del cine: la capacidad de fijar la temporalidad. Sacrificio (en el cual se filmó una escena de 10 minutos de duración, algo completamente inédito en la historia del cine mundial) es considerada por muchos como el perfecto reflejo de esa legendaria teoría cinematográfica.

Una película que vuelvo a ver cada tanto y siempre me afecta de un modo contundente, es Sacrificio (Offret) de Andrei Tarkovski.

Es su última película y cuando la filmaba ya estaba enfermo de un cáncer de pulmón. La filmó en el exilio debido a problemas con la censura soviética.

Para mí el film tiene la impronta de alguien que está dotado de una lucidez extraordinaria, propia de los que están enfrentándose a sus últimas instancias.

Hay tres escenas que me han acompañado, y de algún modo ayudado a lo largo de los años, en distintos momentos y por diferentes motivos.

La primera es cuando Alexander, con su hijo, de seis o siete años, está plantando un árbol, que carece de follaje. Mientras están en la tarea, el padre le relata la historia del joven monje que tenía como misión bajar del monasterio donde vivía y regar todos los días un árbol seco. Y así lo hace, día tras día, mes tras mes, y al tercer año, el árbol florece. Alexander agrega: “Digan lo que digan seguir un método tiene sus virtudes”. Muchas veces esa escena me ha servido de brújula cuando la dispersión, el exceso de estímulos, o las múltiples distracciones, concientes o no, me dificultaban el acto solitario y concentrado de la escritura. Por lo que sé de otros escritores y por mi experiencia, es muy difícil escribir si no se tiene algún tipo de método, de ritual diario, donde las demandas cotidianas quedan relegadas en esa construcción disciplinada del espacio propio. Se apuesta al intransferible riego de cada día para que finalmente la palabra florezca.

Otra escena reveladora es cuando el cartero le trae un regalo a Alexander, ya que es el día de su cumpleaños. El obsequio es un gran mapa enmarcado del siglo XVI, y Alexander le dice que le debe haber salido muy caro, que no tendría que haberlo hecho, que para él tiene que haber sido casi un sacrificio, y el cartero le responde: “Claro que sí, pero si un regalo no es un sacrificio, ¿qué clase de regalo es?”.

Muchas veces esa frase ha resonado en mi cabeza modificando la actitud. Y sobretodo ha hecho que me planteara: ¿cuándo decido obsequiar, qué regalo de verdad? ¿Lo que no me gusta para mí? ¿A veces, algo que tengo y no utilizo, o sea, que me sobra? ¿Sólo se trata de un acto formal? ¿O la donación me afecta genuinamente? ¿Soy capaz de regalar algo mío que me importa muchísimo, y exige un desprendimiento doloroso? Interrogantes que, obviamente, se expanden y bifurcan mucho más allá de sus connotaciones materiales. Todo un aprendizaje. Amar hasta que duele.

Otra escena que ha dejado huella es cuando Alexander comienza a rezar, por los que tienen miedo, por los que sufren, por los que están solos y desesperados, y ahí hace la promesa de que si la vida vuelve a ser como antes, si continúa como siempre, él va a abandonar todo lo que más quiere, su mujer, su hijo, la casa, y la palabra, ya que no volverá a hablar.

Me provoca una enorme fascinación el acto de Alexander, la entrega y sacrificio de sí mismo, para salvar a los que ama. Su elección de desaparecer para el mundo en pos de un sentido, de una verdad que lo excede, que pertenece al paisaje del misterio. En mi imaginación y en mi escritura frecuentemente hay personajes que se encuentran en un punto de viraje. Que llegados a una situación clave de sus vidas abandonan la mesura, la lógica y desdeñan medir las consecuencias. Desesperados, afiebrados, por la potencia de sus afectos. Capaces de gestos sorprendentes. Extraordinarios. Como Alexander, en el Sacrificio, ese film sublime.

Susana Torres Molina dirige Manifiesto vs. Manifiesto, jueves a las 21 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.

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