Vi Vértigo por primera vez de chico, por televisión, pasada a blanco y negro y asediada por un contexto que sin duda no la favorecÃa. Comparada con Intriga internacional, cuya fachada de pelÃcula de espÃas la convertÃa en un rehén televisivo dócil, incluso obsecuente, Vértigo tenÃa todo para escandalizar y aburrir (porque hubo un paraÃso donde esos dos verbos eran sinónimos) al teleespectador axiomático que yo era: psicologÃa, música untuosa, trajes sastre grises, muchos problemas de peinados, cuadros antiguos y ese viejo que balbuceaba con un sombrero en la mano mientras una mujer le desorbitaba los ojos. Reprobé la pelÃcula y la dejé de lado. ¿Qué pito podÃa tocar ese bodrio feminoide en un panteón donde reinaban el ridÃculo deportivo de La carrera del siglo, el glamour Ãtaloilegal de Los siete hombres de oro, la ética triangular de Los aventureros, la mujer lingote de Goldfinger? No me di cuenta entonces, pero algo de la pelÃcula debió quedar de este lado, conmigo, como cuando pegamos una etiqueta en la tapa de un cuaderno escolar y el resto de adhesivo que sobrevive de contrabando en las yemas de dos dedos empieza a besuquear todo lo que tocamos después.
Me di cuenta algunos años más tarde, cuando ya habÃa nuevas autoridades en el panteón y –buscando seguramente alguna bikini que llevarme al baño– tropecé con un artÃculo sobre Hitchcock en Films & Filming, una revista que se coleccionaba en mi casa y traÃa (promediaban los años ‘70) portfolios muy serios de chicas desnudas y secuencias de orgÃas comentadas por los mejores crÃticos de la época. En una página habÃa tres planos de Vértigo en serie: en el primero, Judy (Kim Novak) y Scottie (James Stewart) están en el cuarto de hotel de Judy; siguiendo las órdenes de Scottie, ella está vestida con el traje sastre gris de Madeleine (la muerta a la que idolatra) y se ha teñido el pelo de rubio; pero hay algo que falta para que deje de parecerse y sea Madeleine: que se recoja el pelo en ese rodete espiralado al que Scottie sucumbió alguna vez; en el segundo (un primer plano de James Stewart), Scottie espera que Judy vuelva del baño en un trance doloroso de ansiedad, con la boca entreabierta y los ojos llenos de lágrimas; en el tercero (contraplano del anterior), Judy, ya peinada como Madeleine, avanza hacia él muy seria, rÃgida como una poseÃda, bañada en el famoso resplandor verde, mientras su sombra se proyecta contra la pared del fondo y parece tomar un rumbo propio.
AhÃ, en el cine de papel satinado de Films & Filming, vi tres cosas que no habÃa visto: el color, esa morbidez gloriosa y casi fÃsica de cuyos generosos intereses sigue viviendo gente bastante original como David Lynch; el plano que venÃa inmediatamente después, que la revista no incluÃa pero hacÃa desear, con el beso extraordinario que corona la metamorfosis de Judy en Madeleine; la pelÃcula entera –la historia de amor más tortuosa y razonable que haya filmado el cine contemporáneo–, intacta, como la habÃa preservado en mà el olvido (que según Proust es el más poderoso de los conservantes y el único eficaz). El olvido, para ser justos, y la televisión, el medio donde la habÃa visto por primera vez. Gozamos hablando mal de la televisión, y aunque ese goce sea el rasgo que más radicalmente la singulariza (a tal punto que podrÃamos decir que es del orden de la televisión todo aquello de lo que gozamos hablando mal), a menudo empaña algunos de sus efectos colaterales más benéficos: su función de formolizar el arte, por ejemplo. La televisión, que tenÃa la indiferencia, la vulgaridad y la voluntad de control necesarias para borrar a Vértigo del mapa, terminó conservándola, al menos para mÃ, teleespectador arrogante y axiomático, como lo que en realidad era: un tesoro radiactivo.
Desde entonces vi Vértigo muchas veces. La enseñé, leà y escribà sobre ella y la adopté para corromper espectadores inocentes. Cada vez que vuelvo a verla (a menudo por televisión, cuando el control remoto literalmente choca contra la belleza de piedra de Kim Novak), cada vez que vuelvo a temblar con la espera de Scottie en ese cuarto de hotel, caigo en la evidencia de que, más que sobre el factor necrófilo o pigmalionesco de la experiencia amorosa, es una pelÃcula sobre la imposibilidad de ver por primera vez. Sólo se ve demasiado tarde, dice Vértigo: sólo por segunda vez, y algo siempre ya visto. Déjà vu. Platónica y fúnebre, esa condición de la visión (y del amor) dice también algo decisivo sobre el modo especÃfico, absolutamente único, en que se da a ver un arte moderno como el cine.
Vi Vértigo por última vez hace algún tiempo. CumplÃa años. Mi padre me regaló un ejemplar del diario La Razón del dÃa en que nacÃ. Lo hojeé con una mezcla de nostalgia, curiosidad cientÃfica y aprensión, como hubiera mirado a una forma rarÃsima de hermano gemelo. De todo lo que La Razón dice que sucedió ese dÃa recuerdo sólo esto: que acababan de estrenar Vértigo en un cine de la calle Lavalle.
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