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Domingo, 24 de agosto de 2008
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estreno II > Mujeres guía: el arte de animar el paisaje alrededor

Entre Evita y Medea

Por Alan Pauls

Las chicas de Mujeres guía trabajan haciendo visitas guiadas. Micaela es guía en el Museo Etnográfico de la ciudad, Silvana en el Jardín Botánico y María Irma (la más experimentada) hace city tours. Todas dominan el arte extraño, indefinido, pre-artístico, de señalar lugares y cosas, adosarles epígrafes que los vuelvan atractivos y “trasmitirlos” en vivo –como otros trasmiten carreras de caballos o partidos de fútbol– ante un público cautivo, más rehén que el de teatro y también más fugaz. Son animadoras, en el sentido más literal de la palabra: tienen que animar lo inanimado, sacar vida de las piedras, hacer hablar pasados, paisajes, postales. Aprendemos mucho de lo que hacen gracias a Mujeres guía; sabemos de la fidelidad singular, medio sonámbula, medio militante, que las une a los lugares donde trabajan; de la economía de regalos y souvenirs en la que viven; de los pequeños signos con que ciertas predilecciones, ciertos goces íntimos se delatan y caen fuera del discurso profesional turístico. Y sabemos de todo lo que se juega en esa posición difícil –la posición de guía– que sólo existe en la euforia o en la amenaza. Si Mujeres guía es también una “escuela de conducción” –como el archivo homónimo que interpretan los profesores y la empleada del Automóvil Club Argentino–, es porque toda la experiencia está puesta bajo el signo del modelo, el ejemplo, las vidas ejemplares, las vidas de las conductoras ejemplares. Sin ir más lejos, Eva Perón y Medea, los dos íconos públicos, míticos, con los que las guías miden, piensan y ponen en escena sus propias vidas. Una vida de boîtes y champagne con playboy incluido (María Irma), otra signada por el peso abrumador de la idolatría peronista familiar (Micaela), una tercera atravesada por el dolor y la intemperie emocional (Silvana, que trabaja en el Botánico y es alérgica al polen y a los gatos). Pero ¿qué son Evita y Medea sino mujeres que actúan, que operan sobre el mundo donde viven y que se exponen, y se hacen visibles casi hasta enceguecer? El arco que recorre Mujeres guía dibuja casi una alegoría sobre el destino de la actuación: de las chicas que bailotean mientras limpian el piso, ensimismadas en una especie de burbuja doméstica, a las actrices que interpretan la escena genial de Medea asesinando a sus hijos, la interpretación no es sólo lo que las une, las hermana, las redime; es también lo que las lleva al límite de sí mismas y las saca de quicio. En la pista de Chejov (Tres hermanas) y de Altman (Tres mujeres), Mujeres guía despliega la idea de que para que las mujeres estén realmente solas y juntas tienen que ser tres. Ni diez, ni cinco, ni dos. Tres. Y que ser tres es la condición de posibilidad para que hagan lo que mejor hacen: teatro. Es la hipótesis turbadora de Mujeres guía (que la célebre veda de mujeres en los teatros griegos e isabelinos no haría sino ratificar): ¿y si el teatro fuera mujer?

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