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Domingo, 14 de septiembre de 2008
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Fotografía > Malvinas en retratos y paisajes, por Juan Travnik

La guerra es un lugar en la mirada

Juan Travnik decidió desnudar la expresión “los chicos de la guerra” del carácter anónimo que lo reviste y exponer su verdadera naturaleza: la de hombres, sobrevivientes, en cuya mirada anidan las atrocidades del combate. Por eso, a sus retratos de ex combatientes les sumó los de paisajes tomados en las islas Malvinas, esos escenarios en apariencia familiares, pero en los que todavía destellan las esquirlas y los despojos de la guerra. La muestra que inauguró en el Recoleta vuelve a juntar esos ojos y esos escenarios 26 años después de haberse visto por última vez.

Por Hugo Salas
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En 1993, Juan Travnik comenzó a desarrollar un proyecto independiente que habría de dilatarse más allá de cualquier previsión. A despecho de su lacónico título, Malvinas. Retratos y paisajes de guerra compila en la Sala C del Centro Cultural Recoleta el resultado de casi quince años de trabajo, durante los cuales –aprovechando ocasiones prestadas por la docencia o la fotografía publicitaria– Travnik redescubrió en distintos puntos del país a quienes participaron de la incursión bélica de 1982. Más de doscientos cincuenta retratados pasaron delante de la cámara, hasta conformar la selección definitiva que integra hoy la muestra.

“Para mi generación, hubo dos fenómenos históricos definitivos: el terrorismo de Estado y Malvinas. Mientras que el primero encontró su lugar como objeto del arte y de discusión pública, siempre tuve la impresión de que la guerra se convirtió en un tema reprimido. No tanto acerca del hecho consumado que produjo la dictadura (enfoque que suelen adoptar los textos; curiosamente, de este tema se ha escrito mucho más de lo que se ha debatido socialmente) sino qué pasó con aquellos a quienes esa situación puso frente a la experiencia desnuda de la guerra. Me interesaba quebrar ese colectivo difuso, pero al mismo tiempo muy férreo –‘los chicos de la guerra’– al que se redujo a todas esas personas, negándoles su identidad, al igual que se hace muchas veces, por ejemplo, con los habitantes de los pueblos originarios. Por otra parte, ¿qué chicos? En una guerra no hay chicos. Por eso el retrato: la imagen de un rostro, acompañado de un nombre y un año de nacimiento otorgan, y en este caso devuelven, una identidad.”

Atentas a su propósito, las imágenes de la serie se cierran en planos cercanos, sobre fondos neutros, y prescinden de cualquier detalle de contexto, con esa particular reducción a luz y forma que opera el blanco y negro; no se trata de ver el lugar donde vive hoy el ex combatiente, ver su espacio de trabajo, su familia, su oficio, sino verlo a él, más allá de cualquier categoría o clase sociológica. Durante la inauguración, el propósito encontró su corroboración en un gesto espontáneo: muchos de los fotografiados se hacían tomar, por un familiar o un acompañante, una nueva foto junto a su retrato.

“Cuando esa persona retratada se encuentra frente a su propia imagen, exhibida además en un espacio público, siente que hay un reconocimiento, un reconocimiento personal. No al soldado anónimo, porque además el soldado anónimo no existe, nunca hay soldado desconocido. Tuvo una madre, un padre, un amigo, para alguien era conocido. Los avatares crueles de una guerra pueden hacer que esas identidades desaparezcan en determinado momento, pero existen. Y para mí era importante recuperar eso, la identidad como presencia pública, respetar lo que cada uno de ellos quería proyectar. El retratado siempre trata de construir una imagen de sí en la mirada del otro y el retratista, de alguna manera, trata de reflejar un aspecto de esa construcción. No la totalidad, no la esencia, porque todos somos tan polifacéticos que ninguna imagen puede abarcarnos, pero sí una parte significativa.”

Estos casi setenta rostros se ven puntuados por una docena de paisajes tomados en las islas el año pasado. Son panorámicas de gran formato, donde un contraste minucioso devuelve, gracias a sutiles diferencias entre tierra, vegetación árida y piedra, una textura extraña, radicalmente distinta de la piel humana, recortada por una luz diáfana y simultáneamente oscura. “La necesidad de los paisajes surgió unos cinco años atrás, como también surgió la necesidad de fotografiar a las enfermeras que participaron del conflicto en los buques hospitales. Su presencia me interesaba por una cuestión de género, pero cuando tuve las imágenes me di cuenta de que no funcionaban visual ni estructuralmente con el resto, y lamentablemente debí dejarlas de lado. Con los paisajes ocurrió lo contrario, dialogan con los retratos en múltiples niveles. En principio con la mirada de los personajes, porque cuando se ven los retratos en serie, dada su concentración, los ojos se vuelven inevitablemente un centro de atención muy poderoso. Entonces los paisajes restituyen escenario, lo que pudieron ver esos ojos, se vuelven un complemento, además de registrar, así como ocurre con los rostros, el paso del tiempo, las huellas de un conflicto tan extremo como la guerra años después de ocurrido.”

Una peculiaridad vuelve espectrales los paisajes de Travnik. En ellos, entre las enredadas matas de carex o descansando sobre la tierra, asimilados entre rocas, destellan aquí y allá restos bélicos, partes de fuselaje, municiones, chapas, que a veinticinco años no sólo continúan allí sino que parecen haberse integrado al espacio. “Me costaba entender cómo había determinadas cosas todavía sobre el terreno. No todas, claro, muchas ya las había visto fotografiadas por colegas que fueron a ilustrar revistas o con otros fines, espacios donde la acumulación de restos bélicos es mucho más abundante, pero lo que me sorprendía mucho eran estos lugares donde en la soledad de ese espacio inmenso se encuentran elementos dispersos, prácticamente integrados al sistema natural. Esas pequeñas partículas son para mí mucho más impactantes que otras previsibles montañas de chatarra en algún cañadón. Resultan perturbadoras porque revelan que un paisaje que podría ser algo así como el encuentro entre Sierra de la Ventana y la meseta patagónica, es decir, un espacio al que uno asocia con lo familiar, la carpita, el descanso, ese mismo ámbito fue escenario de una acción tan cruenta y cruel como un enfrentamiento armado. Para mí, que disfruto de esas formas de tomar contacto con la naturaleza, fue uno de los momentos de mayor extrañamiento del viaje.”

Dos paisajes, sin embargo, contrastan claramente con el resto: el cementerio argentino y el monumento británico a la liberación, cubierto por un andamio. “Presentan una visión más documental, más realista, si se quiere, que los otros paisajes donde la bruma y la inmensidad del encuadre me permitieron trabajar de una manera más metafórica. Era interesante, además, que tuvieran otro registro, ya que son las dos cosas que fueron creadas después de la guerra; es decir, aquellas que los combatientes no pudieron haber visto en aquel momento. En cuanto al monumento cubierto, encapsulado, fue muy interesante, porque ayudó esa fuerte dosis de azar que si uno está atento siempre favorece a la fotografía; como viajé a las islas un mes antes de la fecha en que celebran la recuperación británica, estaban restaurándolo, y por eso lo encontré así.”

Entre el encuentro fortuito y los resultados de la búsqueda paciente, con una calidad de copia cada vez más infrecuente en el medio, es posible disfrutar de la muestra hasta el 5 de octubre. Paralelamente se lanza el libro, en cuidada edición de Larivière, con textos de Graciela Speranza, y el 25 de septiembre, a las 19, Juan Travnik se presentará en diálogo con Lía Munilla.

Malvinas. Retratos y paisajes de guerra
Juan Travnik

Centro Cultural Recoleta
Junín 1930
Lunes a viernes de 14 a 21
Sábados, domingos y feriados de 10 a 21
Visitas guiadas:
Sábado 20 de septiembre a las 17
Domingo 5 de octubre a las 17

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