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Domingo, 14 de septiembre de 2008
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Fan > Un escritor elige su escena de película favorita

El cazador es un corazón solitario

Por Irene Gruss
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Cazador blanco, corazón negro (1989) constituye, además de una gran película de Clint Eastwood, una verdadera clave para entender la valoración que hizo la crítica de su carrera como director ya que, en su momento, la película no tuvo mucha repercusión pero con los años se volvió una de las armas que prepararon el arsenal con que se lo aclamó como gran realizador. El film –nominado a la Palma de Oro en Cannes y basado en el libro de Peter Viertel– cuenta los avatares de John Huston antes y durante el rodaje de La reina africana (1951) y, según aseguran varios fanáticos, usa el mismo bote que aparecía en aquella mítica película. Efectivamente, Eastwood admiraba profundamente a John Huston, tanto que llegó a exigirles a los guionistas de Cazador blanco, corazón negro que suavizaran su figura, mucho más inhumana y déspota en la novela original.
Ni la imborrable escena de Blade Runner, cuando el replicante habla para sí con una paloma entre sus manos (“He visto cosas que no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”); ni la que me marcó durante muchos, muchos años: el final de Muerte en Venecia; ni siquiera el monólogo de Marlon Brando en Apocalipse Now! Tampoco la despedida en Romance del Aniceto y la Francisca: solamente la luz de Favio y el “chau”; o la primera escena en la pileta de La ciénaga. Elijo otro final, que no es sublime, pero me alcanza: el de Cazador blanco, corazón negro, de Clint Eastwood. Más que el respetuoso homenaje a John Huston cuando Huston filmaba La reina africana, Eastwood me ha dado con este film unas cuantas clases de ética, filosofía y, de paso, cine. La escena es sencilla, no tiene efectos especiales, ni algún que otro típico golpe bajo que en su filmografía, a veces, ocurre. En Cazador blanco, corazón negro, John Wilson –ése es el nombre que Eastwood le puso al protagonista, alter ego de Huston y quizá de sí mismo– arrastra a sus actores (que a su vez interpretan a una posiblemente ridícula Katharine Hepburn y a un Humphrey Bogart creído), al guionista, al productor, al equipo técnico entero del rodaje de una película, a una filmación que es, en verdad, una larga espera de que ocurra lo que, al parecer, le importa más que la propia película: cazar un elefante. El mismo Huston habla sobre ello en sus Memorias y Clint Eastwood lo incorpora: “Es el único crimen que está legalizado: no es un delito, es un pecado”, dice. Hay algo de sagrado en esa misión personal que Huston siente que se le impone, algo sagrado que los guías africanos comparten: cierta conciencia de la debilidad y la condición del hombre. Pero antes debe soportar presiones y avatares varios, actitudes y conversaciones del entorno que no sólo se oponen a su “cacería”. Por otro lado, Eastwood ha desacralizado y hasta “suavizado” a John Huston, y quienes ven en él un Hemingway más (hablo de estereotipos), creo que no se han fijado bien en el trabajo artesanal de Eastwood para quitarle la imagen machista y brutal que suele acompañar a Huston. Por eso, es posible identificar a Eastwood con Huston, principalmente en lo que hace a su relación con el cine comercial: porque así como a Huston, en su momento, parecía importarle muy poco su película, también Eastwood tuvo que pasar por toda la serie de Harry para poder filmar lo que realmente quería. Como si Eastwood mismo mostrara, desde aquel Harry de los ’70, lo que lo ha llevado hasta esa escena final que ya cuento. Cuando le avisan a Wilson que por fin ha aparecido el animal al que él esperaba matar, él abandona el set de filmación y se lanza a la jungla. Y entonces tiene lugar una escena feroz: en la expedición de cacería, cuando el elefante está por atacar al equipo, el hijo de uno de los guías se lanza contra el animal, dando la vida por todos los demás. El personaje de Eastwood se queda mudo, horrorizado, y emprende su regreso. Lo que tanto me conmueve de esta transformación del protagonista que ocurre sobre el final tiene que ver con la relación entre vida y arte: se trata de un personaje que tenía tanto respeto por la vida como por su oficio, en el sentido en que se dice que lo tenía Huston, quien pertenecía a esa clase de seres –al estereotipo de esa clase de seres– que viven la vida pasionalmente. Y un hombre como el director de La reina africana, como Wilson, un hombre que sentía que ya lo había visto todo, de pronto se da cuenta de que no es esa clase de hombre. Sabe que él no podrá ser como ese niño que dio su vida; Wilson es un hombre occidental y su relación con la naturaleza no llega tan lejos. Y vuelvo a Muerte en Venecia, entonces: si aquella era una película sobre la idealización de la belleza por un adolescente, sobre como un intelectual tiene perfecta conciencia de que jamás podrá acceder a esa belleza; Wilson es lo contrario, un hombre con una relación pasional con la vida que detesta a los intelectualoides, y que en esa escena fatal se topa con una barrera, se encuentra con aquello que él no es, aquello que jamás podría hacer. Luego de haber sido espectador de la muerte de ese guía que da la vida por todos, Wilson cruza la villa entre el ruido de los tambores que anuncian lo ocurrido, y se dirige al set de filmación. Nunca me canso de lo que sigue: no hay un “qué va a pasar ahora”; lo que sigue parece nada. Quizá sea por eso que la elijo, porque no es colosal, ni mágica, ni me deslumbra como las que mencioné al principio. Como quien dice “yo no sé nada de la vida”, fuera y dentro de la jungla, horrorizado todavía por el poder del elefante, John Wilson llega al set, toma asiento en su sillón de director, pide luces, silencio y, sólo al final, en el eterno final, con un gesto que podría ser seguro o incierto, de cansancio o de sabiduría, la lente cerca de él, aturdido o lúcido, ordena de una vez lo único que importa ahora: acción.

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