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Domingo, 7 de diciembre de 2008
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Cine > Se repuso el Aniceto de Favio

Un elogio a la belleza

Este año, Leonardo Favio estrenó Aniceto, una versión fílmica en ballet de su propia película de hace cuarenta años. Hermosa, rara, lírica y a la vez entregada por completo a la ficción más pura, lejos de todo el realismo que tanto impera en el cine argentino, ahora se repuso en las salas en una versión ligeramente diferente, retocada por el mismo Favio. Rodolfo Rabanal, deslumbrado, explica por qué le parece una película extraordinaria.

Por Rodolfo Rabanal
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En una sala casi vacía de la calle Lavalle, estoy viendo por segunda vez en la misma semana el Aniceto de Leonardo Favio, y ahora escribo no una reseña específica o profesional sino el elogio, acaso arbitrario e imperfecto como toda celebración que nos viene del entusiasmo espontáneo, a la belleza de una obra cuyo estímulo merecería ser perdurable y ojalá lo sea.

Quienes vieron este film no ignoran que ésta es una nueva versión de aquella película que Favio filmó en 1966 con el legendario título de El romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más, basada en el cuento “El cenizo” de su hermano Zuhair Jury, escrito aproximadamente por la misma época.

Pero ahora, cuarenta años más tarde, esta vuelta al mismo mito es ya otra historia sin dejar de ser la misma. Porque aquí la apuesta total a favor de la música y la danza precisiones y despliegues insuperables de los cuerpos— marca el tono de esta breve y certera tragedia. Seguramente porque los sueños proponen ambientaciones desdeñosas de la realidad, Favio inventó una escenografía completa hecha de telones y decorados de teatro, con blancas paredes corrugadas, árboles falsos a los que sin embargo agita la brisa, nubes de espuma de plástico que anuncian tormentas o tapan la luna, con calles de extensos muros claros o la pieza austera de un rancho que evoca las pinturas de Fígari, óleos sobre cartón o acuarelas sobre papel.

La luna —tan notable siempre— es inmensa y palpable, de un naranja rojizo que todo lo arrasa, y el cielo, vasto como la pampa, es un telón perfecto dotado de luz propia. Hasta la voz en off del propio Favio —suave, un poco trémula y como cauta— se asoma por momentos para contarnos lo que estamos viendo en un registro igualmente onírico, íntimo y breve como la línea de un verso. Sin duda, estamos en el reino bienamado de la ficción pura, ceñida a una cuerda poética que la tensa y encarece desde el principio hasta el fin. Por lo tanto, todo es fantástico en el estricto sentido del término: fantástica es la luna de papel, fantásticos son los amantes acoplándose en la danza, la misma luz e incluso los cortos parlamentos o las voces distantes, cada cosa, en fin, es fantástica y no pedimos que no lo sea porque si no lo fuera la verosimilitud estética se haría polvo y se vendría abajo reducida a mero realismo sin verdad alguna.

Es evidente —o a mí me parece evidente— que esta obra podría ser la interminable reinterpretación de un texto que remite a un sueño producido por una realidad lejana, destinada, a su vez, desde el principio a ser ficción y epifanía. Hasta los notables anacronismos, sin duda deliberados, apoyan el mito urdido en un caserío cuyano, lugar de origen de Leonardo Favio. Veamos, por ejemplo. Todo indica que la historia transcurre en los años ‘40: de entrada nomás escuchamos cantar a Carlos Martel con la orquesta de Alfredo de Angelis como se difundía en el Glostora Tango Club de radio El Mundo, hace más de cincuenta años; el Aniceto —un impecable Hernán Piquín— lleva el pelo engominado, chato y con raya a la manera de Gardel; los personajes hablan en un tono ya perdido, hecho de frases concisas y sentenciosas, con la última sílaba alargada, medio canto, medio lamento, también frecuente en los afanes criollistas y orilleros de Borges. Los hombres se llaman unos a otros “compadre” y las parejas se tratan de usted. Una pura delicia. Al mismo tiempo, escuchamos de pronto una cumbia portuaria de los Wawancó sesentistas que, plena de ritmo y picardías cadenciosas, desencadena la sensualidad del Caribe cuando menos se la esperaba, y antes o después —ya no recuerdo— la voz de Favio nos dice que “Miguel Angel Estrella estaba dando un concierto para los pobres en una villa cercana”, y nos llegan unas notas casi líquidas de las fantasías de Chopin. El tiempo, entonces, se comprime y expande y no importa nada, estamos en los ‘40, en los ‘60 o en los ‘80 y todo funciona pleno de sentido. Cuando empieza la película, Favio cuenta que ya se iban los gitanos de aquel pueblo de nada —otra marca de los tiempos—, y los vemos en sus campamentos y oímos un parloteo incomprensible y seguidamente un cantar que suena a húngaro o a rumano, pero que se prolonga en un llanto de cante jondo. Y es verdad, ¿quién no ha visto gitanos en los pueblos del interior y en los arrabales de Buenos Aires de hace años?

Como corresponde al género —popular, casi radiofónico— hay aquí un hombre enredado con dos mujeres, “la buena” y “la mala”, primero con una y después con la otra, primero con la Francisca, que es buena y el Aniceto la llama “Santita”, y después con la Lucía, que es mala y el Aniceto termina llamándola puta. Y lo triste es que nadie gana, salvo quizá la Lucía que vive ganando y perdiendo porque se ve que no quiere a nadie, pero que también es un modo de perder siempre. En ella, en la hechicera y bella Alejandra Baldoni, está encarnado el amor brujo, el amor cáustico que le cae encima al Aniceto —mujeriego y jugador, apuesto y “gallero”— como un rayo que lo parte en dos. Es memorable la escena (¿pero cuál no la es en esta película?) que presenta a la Lucía por primera vez insinuándosele al Aniceto. Es primavera y florecen las santarritas, y por una calle que es toda luz viene ella y se asoma contoneándose, quebrando la cintura y entornando los párpados, el pelo negro como la noche que anuncia, negros los ojos y la boca roja que sonríe y esquiva. La precede y acompaña esa cumbia de la que hablo más arriba, puro ritmo y relajo, llena de vueltas, meneos y requiebros y tan contagiosa como una epidemia.

Con la Francisca, en cambio, estamos en la otra modalidad del Eros —si es que hay dos y no tres, o cuatro—, aquí es la inocencia a punto de perderse, aquí es la frescura del rocío en la mañana de la vida, aquí estamos ante “la chica en flor”, tersa como un pétalo al que todavía no tocó nadie. La primera escena, en la que ella refresca sus pies desnudos en la acequia, nos golpea no bien empieza el film. Natalia Pelayo, bailarina eximia, parece tener aquí sólo diecisiete años. El Aniceto la ve y ya no la dejará escapar. El efecto que produce su acercamiento a ella no es frecuente en el cine: de perfil, con la tensa atención de un pájaro de presa, se desliza del extremo derecho de la pantalla hasta el extremo izquierdo con la lenta armonía que precede a la danza, alarga los brazos, apenas mueve el torso, aguza la mirada y sentimos que respira con el celo quieto de un felino pronto al ataque. Y ya estamos, la eclosión se resuelve en danza de amor en un arreglo musical envolvente producido por Iván Wyszogrod, mientras cambia la luz del cielo y no sabemos si es la tarde anochecida o la noche en fuga, próxima al alba.

De esta epifanía se pasa, casi bruscamente, a la riña de gallos, otra danza, pero sangrienta, con unos primeros planos que son un vértigo de plumas y picos asesinos o de ojos rojos y desorbitados en la pelea. La dimensión es épica, aunque poco menos que intolerable. De algún modo, yo siento que existe una simetría perfecta entre las riñas y el acoplamiento feroz del Aniceto y la Lucía en una danza que es un alarde de pasión y equilibrio.

Más tarde escuchamos por ahí un tango de Carlos Di Sarli, tango lujoso, de salón, de milonga “fina”, y es la noche triste del Aniceto, cuando ya perdió todo, a la Lucía que lo traiciona, a la Francisca que lo esperó en vano y a su gallo, al que llama también compadre y que ha sido su sustento, su valuarte y su orgullo. Y mientras medita y replantea qué hacer, se oye la insistencia armónica y comprometedora de “Canaro en París” desde el salón de baile al que Aniceto no pudo entrar porque perdió el dinero. En este trance, Hernán Piquín baila solo en la noche azul, danza que se corresponde con la también solitaria de Natalia Pelayo en el patio nocturno de la espera sin esperanzas. Por último, los dos balazos que terminan con la vida del Aniceto abrazando a su gallo, la camisa ensangrentada, tumbado contra la pared bajo un cielo rojo en una vista plana y larga, recuerdan los fusilamientos de Goya. Y uno escucha el susurro íntimo de la Francisca que le habla en el alma y desde el alma.

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