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Domingo, 14 de diciembre de 2008
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Si se calla el cantor

La historia de la censura a la música popular en la Argentina se remonta sugestivamente al primer golpe militar de 1930 y se prolonga hasta la caída de la última dictadura. De las listas negras que llegaban anónimanente a las radios y las reescrituras de letras para combatir el lunfardo (esa “jerga de delincuentes a extirpar del lenguaje”), a la prohibición a través de organismos estatales de folkloristas de “peligrosa ideología”, rockeros que irradiaban “malas representaciones de la juventud” y hasta cantantes melódicos absurdamente inesperados, el recorrido delata el permanente acecho y persecusión a toda forma de expresión masiva y popular. La edición de dos libros (No toquen y La prohibición del lunfardo) ofrece la posibilidad de reconstruir esa historia y entender cómo funcionó la maquinaria de la censura, a la vez que despliegan un anecdotario insólito de episodios de todo tipo.

Por Juan Pablo Bertazza
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En un conmovedor final cinematográfico un tipo que regresa a su pueblo natal ve, solo y de un agridulce tirón, todas las escenas con tetas, piquitos y besos que habían sido censuradas durante su niñez. Salvando las obvias diferencias, la actitud por momentos asombrada, por momentos lúcida y por momentos imbécil de Salvatore en aquella escena de Cinema Paradiso podría parecerse al reencuentro plagado de emociones encontradas que hoy, a 25 años de recuperada la democracia, podemos tener con las obras y pedazos de obras que, alguna vez, estuvieron sin estar. Entre la risa, la tristeza, la admiración, la burla y el anacrónico cinismo que genera el paso del tiempo. Porque la gran incógnita es saber qué le pasa exactamente al que vuelve a esas obras tijereteadas que, si bien quisieron tirar al tacho de basura de la historia, paradójicamente terminan estando más pegadas que nunca a su tiempo, aun aquellas que no hablan específicamente de su época y todavía no se entiende bien por qué fueron censuradas. Una pregunta sería, entonces, si es posible verlas de manera independiente a la censura que sufrieron o si, por el contrario, ya quedaron inexorablemente ligadas a la prohibición y, entonces, ya no hay escapatoria ni a la sobrevaloración ni a la subestimación.

Esas preguntas, entre muchísimas otras reflexiones, despierta la aparición de dos valiosos libros que, aun con sus diferencias en análisis y estilo (uno más académico, el otro más periodístico), aproximan en su conjunto una historia de la censura de la música popular argentina, la historia del único ruido que se inventó, abominablemente, no para ser oído sino para impedir oír, el ruido que, aunque ya no lo veamos, dejó sus siniestros ecos y, por eso mismo, todavía sigue sonando.

La prohibición del lunfardo en la radiodifusión argentina 1933-1953 de Enrique Fraga (Ed. Lajouane) y No toquen. Músicos populares, gobierno y sociedad; utopía, persecución y listas negras en la Argentina 1960-1983 de M. Darío Marchini (Ed. Catálogos) confluyen, entonces, para documentar y explicar un período histórico cuya densidad resuena hasta en las cifras de los años que atraviesa: de la presidencia de Agustín P. Justo, luego del golpe de Uriburu en 1930, hasta la recuperación de la democracia en 1983, aunque sin el paréntesis que va de 1953 a 1960 (los dos últimos años del primer Perón, la llamada Revolución Libertadora y los gobiernos de facto de Lonardi, Aramburu y José María Guido). Es decir, casi medio siglo de censuras a la música argentina que van desde la Década Infame hasta la última dictadura pasando por el Onganiato y la efímera primavera camporista; desde el “no se canta” con que algunas obras llegaban a los estudios de transmisión durante el gobierno de Ortiz hasta el más implícito y siniestro slogan que caracterizó la dictadura de Videla: “silencio es salud”. Un complicado nudo entre censuras “esperables” a artistas reconocidamente comprometidos como Gieco, Mercedes Sosa y Víctor Heredia y censuras insólitas como la de Cacho Castaña, cuya canción “Si te agarro con otro te mato” (“te doy una paliza y después me escapo” repetía incansable) fue censurada por su alto contenido de violencia. O Palito Ortega, a quien le censuraron “Loco por tu culpa” (“Me estoy volviendo ‘colo’ por tu culpa/ te llamo a tu ‘saca’ y no estás/ te busco por la ‘yeca’ y no te encuentro/ decime, por la ‘cheno’ ¿dónde vas?”) por ir demasiado lejos con el lenguaje, es decir, por “contener su letra incorrecciones en el uso del idioma y ofrecer una concepción errónea de los intereses e inquietudes que sustenta la juventud”. O quien, tal vez, sea el más inesperado de todos: Camilo Sesto, a quien en 1976 el Comfer le prohibió la difusión de “Jamás” (“Jamás, jamás, he dejado de ser tuyo/ lo digo con orgullo: tuyo nada más/ Jamás, jamás, mis manos han sentido/ más piel que tu piel/ porque hasta en sueños te he sido fiel”) por “exaltar exclusivamente la forma corporal en una relación de pareja, en desmedro de aspectos espirituales que son la base misma y definitiva de la familia”.

De los bárbaros inmigrantes a los ingleses de mierda

El paradójico espacio relativo que se le abrió al rock nacional con la Guerra de Malvinas debido a la prohibición de la difusión de la música en inglés fue, entonces, el corolario imprevisto de una extensísima cadena de censuras que allá por la Década Infame tuvieron que sufrir especialmente los sucesores de “Mi noche triste”, es decir, los tangos con expresiones en lunfardo, esa “jerga de delincuentes a extirpar del lenguaje” según militares, políticos y civiles popufóbicos pero también académicos y gramáticos como Ricardo Monner Sans o Amado Alonso, exponentes todos de una ideología nacionalista fuertemente orientada hacia lo hispánico, a tal punto que, bien explica Fraga: “la concepción depuradora del lenguaje trascendía la cuestión idiomática y se entrelazaba con temas como el orden político, la cultura y la educación”.

La obsesión por eliminar cualquier rasgo del lunfardo y convertir, por ejemplo, “amurado” en “abandonado” o “bulín” en “cuartito” (ver recuadro Dónde dice...) constituyó un transformador de canciones auténticas en versiones tan anodinas como cervezas calientes sin alcohol o cafés fríos descafeinados (ver recuadro Las siniestras diferencias). Aunque, cabe destacar, la censura se extendió también a los relatos de fútbol, radioteatros, publicidades y sketchs humorísticos. Es que esa región poco estudiada de la prohibición radial del lunfardo que, según Fraga, muchos limitan al período 1943-1949, en realidad nace “a nivel legal” a partir de 1933 con el Reglamento de Radiocomunicaciones que, en su edición de 1935, prohibía tanto el uso de “modismos que bastardeen al idioma” como “la comicidad de bajo tono que se respalda en remedos de otros idiomas, equívocos, exclamaciones airadas, voces destempladas, etc”. Aun así, todo parece indicar que en el período 1943-1949 ese tipo de disposiciones fueron sistemáticamente puestas en práctica. Y en 1949, si bien no termina de manera inmediata, la veda tiene un final progresivo a partir de un notable encuentro entre un grupo de músicos populares designado por Sadaic –entre los cuales estaban Canaro, Homero Manzi, Mariano Mores y Discépolo– y el presidente Juan Domingo Perón, ferviente admirador del tango que, durante su cargo en la Secretaría de Trabajo, ya había entablado relación con varios de esos artistas. La anécdota imperdible que recupera Fraga es que, durante el encuentro acontecido ese mismo año y con la prohibición todavía latente de algunos tangos en lunfardo, Perón se le acercó a Alberto Vacarezza para soltarle un inesperado: “Don Alberto, me enteré que los otros días lo afanaron en el bondi”, lo cual además de generar la incontrolable carcajada de los oyentes le dio al lunfardo un oportuno reconocimiento y a su prohibición un tácito golpe de gracia. De hecho, pocos años después, en 1953, la promulgación de la ley de radiodifusión ya no proscribía el lenguaje popular, al mismo tiempo que empezaban a salir libros que le dedicaban al lunfardo análisis más serios y menos prejuiciosos.

Ya en el Onganiato algunas de esas prácticas de censura vuelven a brotar aunque, por entonces, el abanico de la música popular era mucho más amplio y la prohibición se extendía así al folklore, los cantantes melódicos y el incipiente rock nacional, con una intensidad y “oficialización” creciente que terminaría por desbordarlo todo a partir de los secuestros y asesinatos de la triple A y la última dictadura militar, es decir, cuando la sangre llega al río y los músicos no sólo son callados sino también desaparecidos.

Es por eso que esta aproximada historia de la censura de la música popular argentina, está como marcada a fuego, paradójicamente, por la mirada argentina hacia afuera, es decir, hacia los extranjeros: empieza con la fobia nacionalista hacia el habla turbia de los inmigrantes europeos y termina (o, mejor dicho, empieza a terminar) con la declaración de guerra a los ingleses por las Islas Malvinas.

La mecánica de la censura

Aunque muchos aspectos (decisiones y vueltas) de la censura todavía no quedan del todo esclarecidos, podríamos distinguir algunas razones por las cuales se acallaba a determinado “cantable” (tal era el eufemismo utilizado para decir “canción” y nótese, ya que estamos, la perversidad de darle ese nombre a algo que se quiere silenciar): 1) motivaciones políticas, 2) motivaciones lingüísticas, 3) motivaciones paranoicas y 4) motivaciones ridículas. En el primer grupo entraría el caso prototípico de las letras de Sui Generis. En el segundo grupo, los tangos con lunfardismos estudiados por Fraga, con la aclaración de que censurar ciertos vocablos como “bulín”, “malevo” y “milonga” significaba tachar directamente emblemas y cosmovisiones populares. El tercer y cuarto grupo están ejemplificados en estas páginas en el recuadro “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones”.

Por otro lado, son varios los documentos que permiten entender no sólo el recurso cuasilegal que sustentaba la censura sino también los contradictorios efectos generados en los artistas y la sociedad en general, en gran parte cómplice y agente de las prohibiciones. En cuanto a lo primero, en mayo de 1946 el presidente de facto Edelmiro Farrell saca por decreto el altisonante Manual de Instrucciones para las Estaciones de Radiodifusión, una suerte de compilación de las disposiciones redactadas entre 1933 y 1946 que, además de traspasar las facultades que antes tenía la Dirección General de Correos y Telégrafos a la Subsecretaría de Informaciones, volvía a poner en jaque, tal vez con mayor maña, cualquier contaminación del idioma.

En el otro extremo de tiempo, a fines de 1977, la SIDE (dependiente de la Presidencia de la Nación) redactó para sus mandamases los “Antecedentes Ideológicos de Artistas Nacionales y Extranjeros que Desarrollan Actividades en la República Argentina”, un documento secreto que agrupaba antecedentes y fichas de compositores e intérpretes de dudosa ideología (Nacha Guevara, Víctor Heredia, Huerque Mapu y Pedro y Pablo, entre otros), y que alimentaban, día a día, botones propios y botones ajenos. En ese documento se ostentaban saberes recién incorporados: “La musicoterapia ha demostrado la incidencia de la música en la conducta de los individuos como consecuencia de la existencia de componentes sugestivos, persuasivos y obligantes en la misma”. Y también algunas teorías que, más allá de lo solemnes que suenan, desmienten la no siempre acertada idea del censor ignorante: “Para concientizar a amplios sectores de la población, la subversión inició una tarea tendiente a lograr transformar en COMUNICADORES LLAVE, esto es, personas de popularidad relativa en los medios artísticos, cuyo accionar -–siguiendo la concepción soviética del rol de escritores y artistas–- es el de verdaderos ‘ingenieros del alma’”.

Por otro lado, las listas de músicos prohibidos que confeccionaba la Secretaría de Información Pública, tal como indica Marchini, nunca llevaban membrete oficial y eran guardadas bajo llave.

Esos artilugios que empezaron siendo en el período 1933-1953 listas “caídas del cielo” y luego se fueron “institucionalizando” y organizando cada vez más, generaron confusiones de signo incluso opuesto ya que mientras en la Década Infame los compositores e intérpretes creían muchas veces que la censura se debía a la mala predisposición de ciertas emisoras, en la última dictadura empezó a suceder justamente lo inverso: cuando a los medios les llegaban las listas prohibidas, algunos productores que ya le iban tomando gusto a la situación, aprovechaban para agregar en la nómina algún que otro nombre que no les cayera del todo bien; es decir que, en cierta forma, las listas sufrían variantes de acuerdo a los distintos medios.

A propósito, un verdadero hito surgió el 23 de octubre de 1981, cuando el diario Clarín informó acerca de una lista de canciones y autores prohibidos aunque, obviamente, no en esos términos y, mucho menos, aclarando que las circulares provenían del Comfer. Algo similar había ocurrido el día anterior, aunque en un diario de menor tirada: Convicción de Massera no sólo denunciaba una “sugerencia” por parte del Comfer para dejar de pasar “Cambalache” por su “enorme escepticismo” sino que incluso le pegaba a Videla al conjeturar que “el gobierno se apresta a prohibir la desesperanza, la falta de fe y el escepticismo en cualquiera de sus formas, aun la de un tango clásico integrante, sin duda alguna, de la cultura nacional, ‘creación de todos’”. Notable convicción.

Ese tipo de confusiones terminaron convirtiéndose para los artistas en una insoportable esquizofrenia. El máximo ejemplo que puede darse al respecto es lo que sucede a partir de Malvinas. No sólo porque muchas canciones pasaron, en cuestión de días, de estar prohibidas a ser recomendables para difundir en radio, sino sobre todo porque mientras algunas canciones de determinado artista se mantuvieron prohibidas, otras fueron transformadas en emblema bélico, aun cuando la canción pretendiera a las claras lo contrario. Eso es lo que sucedió, por ejemplo, con “Sólo le pido a Dios” de León Gieco: en el oficialista semanario Somos sacaron una foto del Festival de Solidaridad Latinoamericana, superpuesta a la figura de un soldado y el siguiente texto: “Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente/ León Gieco”. Una guachada por donde se lo mire, incluso reconociendo que el primer verso (en especial por la palabra “indiferente”) de aquel éxito de Gieco puede sonar muy raro, es decir, se puede sacar muy fácil de contexto.

El otro cambio, los que se fueron

Una riesgosa manera de leer No toquen de Marchini es encandilarse con las innumerables anécdotas que va soltando a lo ancho del libro. Otra vez, aquello del reencuentro con las obras censuradas y el entrecruzamiento de la lucidez y la necedad. Algunos episodios generan incluso fuertes sensaciones de simpatías y antipatías ante los músicos censurados de las que no es fácil abstraerse. Entre las simpatías, el que indudablemente está a la cabeza es Charly García, incluso en el contexto de desprestigio que él mismo fomentó antes de su internación. Días antes de los shows despedida en el Luna Park, Sui Generis se presentó en Montevideo donde también había bastante represión, por lo menos la suficiente para que, luego de que cantaran “Botas locas”, la policía se llevara en sus camiones celulares a gran parte del entusiasmado público. Cuando el grupo llegó al hotel los esperaba una comisión militar para interrogarlos. Para hacerla corta, Charly no sólo se hizo cargo absolutamente de la situación, diciendo que sus compañeros no conocían las letras de las canciones sino que incluso terminó convenciendo a un oficial de que no había cantado “si ellos son la patria yo soy extranjero” sino “si ellos son la patria yo me juego entero”. Otro que despierta mucha simpatía, aunque para los menores de treinta años es, en el mejor de los casos, un desconocido de siempre, es Piero. Entre muchas otras cosas por haberlo hecho llorar al mismísimo Caetano Veloso como invitado durante un recital del astro brasilero sobre el escenario de Obras en 1981, y luego de cantar “Carnaval del estar bien” de Miguel Cantilo.

Otras anécdotas generan, por su parte, una profunda sensación de límite existencial: huidas y giros ante amenazas de muerte que terminaron bien pero dan la sensación de haber podido cambiar considerablemente la historia. Así, por ejemplo, la “advertencia” que la Triple A les dio, por marxistas, a Nacha Guevara, Luis Brandoni y Horacio Guarany desembocó, al menos como lo cuenta Marchini, en un cinematográfico escape en el cual Norman Brisky y su esposa, por llegar tarde a Ezeiza, tuvieron que implorar para poder subirse en el avión de las 19:00 con destino a Lima. Otra gran salvada tuvo otra vez como protagonista a Piero, también intimidado por la Triple A aunque, en este caso, el aviso lo recibió luego de salir corriendo de la cama, por intermedio de su hermana Gabriela, a la que un ex novio le acababa de tirar el dato de que estaban a punto de matarlo. Sin sacarse siquiera las lagañas y con lo primero que encontró a mano, el músico y su hermana se refugiaron en casa de sus vecinos Arturo Puig y Selva Alemán, desde cuyo balcón vieron dos ansiosos Falcon sin patente. Algo parecido le sucedió a Moris quien, junto a su esposa y el por entonces niño Antonio Birabent escaparon con lo justo a España dos días después de que, a fines de 1975, incendiaran La Rueda Cuadrada, el pub de San Telmo donde, por ese entonces, tocaba uno de los próceres del rock nacional. Otro que se salvó casi de milagro fue Marcelo Moura, gracias a esa despolitización que, en determinado momento, solían asumir algunos músicos: parece que el futuro tecladista de Virus era delegado en su curso en el Colegio Nacional de La Plata a comienzos de 1976, aunque pronto se pudrió y abandonó el cargo, zafando del secuestro de los siete delegados que luchaban por el boleto estudiantil, de los cuales únicamente sobrevivió Pablo Díaz. Moura no sólo se salvó “milagrosamente” de las consecuencias de La Noche de los Lápices sino que, un año después, su hermano Jorge (el mayor de los Moura) pasaría a engrosar la lista de desaparecidos durante la última dictadura.

Todos episodios de borde existencial que, unidos a aquellas otras anécdotas hilarantes sobre canciones ayer censuradas, hoy ingenuas, tras medio siglo argentino, desembocan nuevamente en las emociones encontradas con que se mira, entre la perplejidad y el reconocimiento, una historia donde la inocencia y el terror aún conviven.

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones

Si bien la risa ante las supuestas incapacidades de los militares para detectar material subversivo muchas veces impide analizar a fondo su organización, es indudable que algunas de las prohibiciones fueron risibles y, a veces, telenovelescas, como el cachetazo que un policía le propinó a Emilio Del Guercio, luego de que el integrante de Almendra le sacara la lengua. A continuación algunos de esos momentos:

Recién llegada al país, en febrero de 1982, Mercedes Sosa se atrevió a cantar durante uno de los recitales que compartió junto a José Luis Castiñeira de Dios, Omar Espinosa y Domingo Cura una de sus canciones prohibidas, “La Carta”, gesto que creó una atmósfera de euforia y confusión: como ninguno de los músicos se atrevía a largar, ella tuvo que empezar sola pero acompañada por su bombo hasta que los demás se fueron acoplando.

Joan Baez vino dos veces a la Argentina (en 1974 y 1981). En la primera lo absurdo fueron las preguntas de algunos periodistas apenas llegó (si conocía la carne pampeana o le gustaría acostarse con un argentino). La cuestión es que tiempo después el Comfer prohibió difundir los temas “Esquinazo del guerrillero”, “Las madres cansadas” y “No nos moverán”, todas atribuidas a su autoría aunque la última formaba parte del cancionero popular español. En la segunda visita de Baez la censura fue implícita: invitada a nuestro país nada menos que por Pérez Esquivel, la cantante norteamericana no pudo volver a tocar en ningún lado aun cuando propuso hacerse cargo de todos los gastos.

En el año ’74 León Gieco sufrió un pedido de arresto al día siguiente de que canal 7 emitiera imágenes grabadas suyas cantando “John, el cowboy”, cuya letra decía en una parte: “Un día en un caballo muy viejo/ enterró al sheriff de ese lugar;/ sobre su tumba puso un dólar y una placa/ diciendo ladrón./ En pocos días/ mató a los ayudantes/ y ahorcó al señor juez,/ tiró tres tiros al aire y dijo/ que el pueblo estaba en libertad”. La razón era que, días antes, Montoneros había matado al comisario y jerarca de la Triple A, Alberto Villar. El concierto en cuestión había sido grabado días antes del atentado.

En el año 1972, en su programa radial El son progresivo , Miguel Grinberg pasaba temas instrumentales aunque con nombres castellanizados para zafar de las restricciones a la música extranjera. Así, por ejemplo, los oyentes podían escuchar distintos temas de Francisco Zappa. En abril de ese año, Federico Rivanera Carlés reportó un serio inconveniente en una emisión de ese programa. “El último sábado, alrededor de las 18:10 hs., por espacio de 70 segundos se escucharon cantos de pajaritos superpuestos con una banda musical. Tal manifestación podría ser un mensaje en clave para una organización insurgente subversiva”. La canción en cuestión era “Varias especies de pequeños animales de piel reunidos en una cueva haciendo amistad con un picto” de Pink Floyd.

Alrededor de 1978 el Comfer vetó una emisión de Dulces y pomelos, ciclo de rock de Radio Belgrano, por incluir la canción “Credulidad” de Luis Alberto Spinetta e interpretada por Pescado Rabioso. El problema era la frase “las uvas viejas de un amor”, que fue entendida como una imagen que hacía referencia a los testículos del macho de la especie humana...

A comienzos de la década del ‘40 Vicente Crisera, un ex cantor de tango al servicio de la Dirección de Radiocomunicaciones, le censura al letrista Leopoldo Díaz Vélez la canción “Club de barrio”, que ya había sido editada por Fermata. El motivo era que Hansen, el lugar al que hacía referencia la canción, era un prostíbulo.

En 1980 prohibieron otra canción de Gieco, “Canción de amor para Francisca”, aunque la llamaron “Canción de amor para Francisca y su hijita”. En este caso el problema fue que el oficial a cargo del operativo estaba celoso de Gieco porque su fanática novia no paraba de hablarle del santafesino.

Donde dice debe decir...
Algunos lunfardismos censurados en la circular N° 136 publicada en el Boletín de Correos y Telégrafos N° 3207, el 18 de junio de 1943 y firmada por el interventor de Radiocomunicaciones Humberto Farías: Gayola: prisión
Enfarolarse: vestirse elegante
Un liendre: vivo/listo
Estufo: aburrido/cansado
Comisería: comisaría
Darse dique: alabarse
Grupo: mentira
Leones: pantalones
Tololo: tonto
Grévano: italiano

Las siniestras diferencias
Paradójicamente, y no tanto, hoy muchas versiones de tangos reescritos postcensura o cuesta mucho conseguir o resultan directamente inhallables. A continuación la reescritura de un célebre tango censurado por su alto contenido lunfardo y las alusiones al alcohol, sexo, y mujeres.

Los mareados (1942)
Letra de Enrique Cadícamo
Música de Juan Carlos Cobián

Rara...
como encendida
te hallé bebiendo
linda y fatal...

Bebías
y en el fragor del champán,
loca, reías por no llorar...

Pena
Me dio encontrarte
pues al mirarte
yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor,
tus bellos ojos que tanto adoré...

Esta noche, amiga mía,
el alcohol nos ha embriagado...
¡Qué importa que se rían
y nos llamen los mareados!
Cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos...
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más...

Hoy vas a entrar en mi pasado,
en el pasado de mi vida...
Tres cosas lleva mi alma herida:
amor... pesar... dolor...
Hoy vas a entrar en mi pasado
y hoy nuevas sendas tomaremos...
¡Qué grande ha sido nuestro amor!...
Y, sin embargo, ¡ay!,
mirá lo que quedó...

En mi pasado (1943)
Letra de Enrique Cadícamo
Música de Juan Carlos Cobián

Separémonos sin llanto
y esta escena no alarguemos...
Es preciso que cortemos...
Mas te quiero tanto y tanto...

Nuestras almas se entendían
y ahora ¿adónde, adónde iremos?
Donde quiera sufriremos
porque ya no volveremos
a vernos más...

Hoy vas a entrar en mi pasado,
en el pasado de mi vida...
Tres cosas lleva mi alma herida:
amor, pesar, dolor.

Hoy vas a entrar en mi pasado
y hoy nuevas sendas tomaremos.
Qué grande ha sido nuestro amor
y, sin embargo, ay,
mirá lo que quedó.

Sufriremos algún tiempo
y después vendrá el olvido.
Tu serás la que antes fuiste,
yo seré el que antes he sido.
Han de hablarte mis amigos
y al contarme que me nombras,
con el alma envuelta en sombra,
¿Cómo está mi amor de entonces?
preguntaré.

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