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Domingo, 1 de diciembre de 2002
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Cine

Los hermanos que vinieron del frío

A partir del 5 de diciembre, bajo el título Vodka, frío y rock’n roll, un jugoso paquete de películas inclasificables –road movies sin brújula, comedias negras, thrillers insensatos, melodramas sin palabras– demostrará cómo un par de pícaros finlandeses, los hermanos Kaurismäki, vienen cambiándole la cara al cine desde hace veinte años.

Por Horacio Bernades
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La chica de la fábrica de fósforos (1989)
Si una de las compositoras y cantantes más inspiradas de la escena contemporánea es islandesa, por qué no habrían de ser finlandeses dos de los cineastas cruciales de la modernidad. Nacidos en la ciudad de Orimattila en 1955 y 1957, Mika y Aki Kaurismäki vienen filmando con regularidad desde comienzos de los ‘80, momento a partir del cual colocaron en el mapa, casi por sí solos, a un país que prácticamente no existía en términos cinematográficos. Más conocidos en Argentina por sucesivos ciclos de revisión que por presencia en la cartelera cinematográfica “oficial” (al circuito comercial sólo llegó una película de cada uno), desde el jueves próximo habrá ocasión de seguir cultivando ese verdadero vicio criollo que es el culto de los Kaurismäki (pronúnciese Korismeki). Con el propio Mika como invitado especial, durante una semana se verán –en una sala del complejo Village Recoleta y presentadas por la revista Haciendo Cine, la Embajada de Finlandia y la Finnish Film Foundation– tres películas de nuestro visitante y media docena de su hermano Aki, a las que podría llegar a sumarse a último momento una “película sorpresa” (ver detalle al pie).
Bautizada Vodka, frío y rock’n’roll, esta Semana Kaurismäki servirá a su vez de aperitivo para el estreno comercial de El hombre sin pasado, última y elogiadísima película de Aki que, tras ganar el Premio Mayor del Jurado en la última edición del Festival de Cannes, llegará a la cartelera porteña a mediados del año próximo. Es verdad que el ciclo del Village no presenta novedades respecto de lo que programara en su momento la sala Lugones del Teatro San Martín, pero ¿quién podrá quejarse de volver a ver gemas como Rosso, Zombie y el Tren Fantasma, La chica de la fábrica de fósforos o Nubes pasajeras? Vaya entonces una pequeña guía práctica sobre el cine de estos hermanos que, a diferencia de la mayoría de sus congéneres cinematográficos –desde los Lumière hasta los Coen, pasando por los Taviani– no filman juntos sino separados.

LA URTICARIA DE LOS FUNCIONARIOS
“Me he vuelto alérgico a algo que se hacía en Finlandia en los años ‘70: toda película finlandesa tenía que mostrar lo bonita que era la naturaleza del país”, dijo alguna vez Aki, que de inmediato se puso manos a la obra para corregir ese defecto. A partir de la irrupción de los Kaurismäki, Finlandia nunca volvería a verse bonita en el cine. Hasta el punto de que durante mucho tiempo la sola mención del apellido Kaurismäki provocó urticarias entre los funcionarios finlandeses, enardecidos por lo que consideraban el cine más espantaturistas del mundo.
Hasta comienzos de los ‘80, el cine finlandés parecía hijo de Sissi y demás cintas alpinas en Afgacolor de los años ‘50: no había película en la que no brillara el sol sobre los verdes prados, y en la que parejas de enamorados no corretearan al borde de lagos más azules que el cielo. Pero en 1981, un joven de 26 años llamado Mika Kaurismäki termina sus estudios en la Escuela de Cine de Munich y ese mismo año ya está filmando, junto a su hermano Aki, un documental sobre rock finlandés. “Aquí el cine carece de una tradición a la cual remitirse, por lo que los cineastas nos sentíamos más cerca del mundo del rock, que al menos tiene la ventaja de exhibir cierta vitalidad”, aseguraba Mika por entonces. Saimaa-ilmiö resultaría la primera y única película codirigida por los hermanos. Aunque no su último trabajo en colaboración: Aki cubrió el papel protagónico en la primera película de ficción filmada por Mika (El mentiroso, 1981) y aportó al guión de las dos siguientes, Los indignos (1982) y El clan (1984).
De allí en más, cada uno por su lado. La hermandad ya no funcionaría en términos creativos, aunque sí de producción. Muy tempranamente los K. fundaron su propia compañía, Villealfa, bautizada en homenaje a Alphaville de Godard, y bajo su ala produjeron a casi todos los más promisorioscineastas jóvenes de su país. Casi al mismo tiempo establecían en la helada Laponia su propio festival de cine, llamado The Midnight Sun Festival, que sobrevive hasta hoy y que recibió la visita de varios de sus mejores amigos, de Sam Fuller a Jim Jarmusch. Mientras tanto, los rubios K. se dedicaban a gestar algunas de las películas más inconfundibles que haya dado el cine contemporáneo en las dos últimas décadas.

EL HOMBRE QUE FUE ROAD MOVIE
“Aki tiene un estilo; yo todavía lo estoy buscando”, afirmó Mika hace unos años. No lo decía un realizador primerizo sino alguien que contaba con casi veinte años de carrera y una docena de películas. Lo llamativo es que, si hay una falta de estilo en el cine del mayor de los hermanos, esa falta parecería responder a una búsqueda deliberada, casi a un credo artístico.
Antes que ninguna otra cosa, Mika es un peregrino, alguien que no puede vivir si no es trasladándose. Lo que debe entenderse tanto en sentido literal como figurado. El mayor de los K. se formó en Alemania, viendo toneladas de cine norteamericano, francés e italiano; más tarde, sus películas lo llevaron a Sicilia, Estambul, Berlín, París, Los Angeles y el Amazonas. Desde hace años vive medio año en Helsinki y el otro medio en Río de Janeiro. Además de filmar documentales en los países que visita, todas las geografías cinematográficas trajinadas durante su formación se dan cita en sus películas. Predomina el film noir, pero la brújula Mika apunta también decididamente hacia el cine de aventuras, la comedia romántica, la nouvelle vague. Del neorrealismo italiano aprendió a darles peso propio al ambiente y el contexto, que suelen ser determinantes para las conductas de sus personajes.
Road movies casi siempre, la fuga hacia adelante y el viaje en círculos suelen ser los motivos preponderantes de sus películas. Véanse por ejemplo las que se van a proyectar en la Recoleta, y que están entre lo mejor de una filmografía que, a veces, en esa misma fuga se extravía, en esos círculos se marea. En Rosso (1985), un asesino a sueldo de la mafia italiana se traslada de Sicilia a Finlandia, donde debe cumplir la peor de las misiones: liquidar a la mujer que ama. Mientras pospone el encuentro con la fatalidad da vueltas por toda Finlandia, en compañía de su cuñado. En Zombie y el Tren Fantasma (1991), un tipo –cuya pálida impasibilidad hace honor al seudónimo– sale de gira acompañando a una banda finlandesa de country & western (¡!), pero su incurable alcoholismo termina llevándolo hasta Estambul, donde se pierde persiguiendo a una mujer imaginaria. La mujer-fantasma: he aquí otro tema recurrente en Mika, que aflora en plenitud en Los Angeles sin un mapa (1997, nunca vista en Argentina), la película que podría agregarse al ciclo del Village si la copia llega a tiempo.
En Tigrero, un film que nunca se hizo (1994), el propio Mika viaja al Amazonas en compañía de dos amigos dilectos: Sam Fuller y Jim Jarmusch. El objetivo: trazar las huellas de una película de aventuras que Fuller estuvo a punto de rodar a mediados de los años ‘50, en tierras de los indios carajá, y que debió tener como protagonistas a John Wayne, Ava Gardner y Tyrone Power. Típico híbrido mikiano, el resultado está a medio camino entre el documental antropológico, el homenaje filial y el extravío en tierra extraña. En la única película de Mika estrenada en Argentina, Helsinki-Nápoles, todo en una noche, el propio Fuller, Wim Wenders y el godardiano Eddie Constantine (protagonista de Alphaville) dan vueltas y se tirotean en medio de la noche berlinesa, mientras Nino Manfredi hace de abuelito de commedia all’italiana.
Como un primo escandinavo de Wenders & Jarmusch, Mika logra testimoniar en los mejores momentos de sus películas el vacío, el sinsentido y la falta de rumbo. Y en los peores, corre el mismo riesgo que sus primos alemán y norteamericano: quedar atrapado por esos mismos demonios.

EL ESQUIZOFRÉNICO
Más allá de compartir actores y ciertos temas y motivos, el cine de Aki no podría ser más opuesto al de Mika. Si en éste todo es traslado y transición, en las películas de su hermano menor la fatalidad fija a los personajes a un destino que parece inmodificable. Ese sino encuentra su materialización en el modo en que Aki clava la cámara frente a ellos, como si quisiera construirles una cárcel alrededor. Pero ojo: Aki es bressoniano, y en el cine de Bresson los condenados a muerte al final se escapan.
La filmografía de Aki se divide drásticamente entre dramas depresivos y comedias disparatadas, varias de éstas protagonizadas por el increíble grupo de rock lapón y cafón The Leningrad Cowboys. “Soy esquizofrénico”, aclara. “Voy de una película seria a una loca, y de regreso a una seria. Me gustan los dos tipos de cine, pero con las películas locas puedo pasar más tiempo en el bar, y quizá sea por eso que no hago más películas serias”. Aki eligió iniciar su carrera con una adaptación de Crimen y castigo (1983), que si bien vuelve concreto y material todo lo que en Dostoievski tiende a la metafísica (aquí Raskolnikov no es un místico, sino un simple trabajador de frigorífico con ambiciones de venganza), conserva la idea básica de que toda elección impone su propia fatalidad. En tren de grandes traslaciones literarias, Aki no podía dejar de filmar su propia adaptación contemporánea de Hamlet, llamada Hamlet en el mundo de los negocios (1987).
Pero donde el arte de Aki se expresa en plenitud es en sus propias historias, que además de escribir de propia mano suele también montar y producir, rodéandose de un equipo de fieles encabezada por el director de fotografía Timo Salminen. Su troupe incluye la tríada gloriosa de Kati Outinen (protagonista femenina de casi todas sus películas, y sobre todo de la extraordinaria La chica de la fábrica de fósforos), Kari Väänänen y el fallecido Matti Pellonpää que, con su mechón y sus bigotes caídos, se convierte en uno de los grandes iconos cinematográficos de la fatalidad.

CINE-FILIAS
La propia relación que Aki mantiene con el cine del pasado difiere radicalmente de la de su hermano. Si bien comparten el culto del film noir (y sobre todo del cine clase B de Sam Fuller), de allí en más difieren. En Aki no hay rastros de road-movies, ni de Wenders, ni del gusto por la aventura, y si hay un parentesco con el cine de Jarmusch pasa más por el laconismo y la comicidad con cara de piedra que por otra cosa.
La cinefilia de Aki es menos visible que la de Mika, y está menos ligada a la cita que a la asimilación. Hay una enorme influencia del cine mudo, que Aki expresa en una lapidaria parquedad: no es cuestión sólo de falta de palabras (aunque no debe haber películas contemporáneas en las que se hable menos que en las suyas) ni de ese hieratismo actoral de neto cuño keatoniano, sino también de la violenta erradicación de toda clase de subrayados, énfasis y explicitaciones. No llama la atención que Aki haya filmado una película muda, en blanco y negro, con música e intertítulos, que es la que cerrará el ciclo del Village. Se trata de Juha (1999), la única de su autor estrenada en Argentina, donde deja sentada su fe en el melodrama y el poder triunfal de la inocencia.

CINE MUDO
plano de cada película de Aki Kaurismäki tiene un peso propio, dado por la absoluta primacía de lo visual y auditivo y por un poder de síntesis que lo lleva a una extrema condensación de sentido a partir de elementos mínimos. En las películas de Aki, figuras como la elipsis, la metonimia y el fuera de campo reinan soberanas, revelando por qué Robert Bresson, Jean-Pierre Melville y Yasujiro Ozu militan –junto a los melodramas de Douglas Sirk, las comedias fatalistas de Frank Capra y el cine mudo en su conjunto– entre sus máximos héroes cinematográficos. Para buscar ejemplos en algunas de las películas que se verán en el ciclo: en Ariel (1988), el definitivo cierre de una mina es comunicado por la imagen del capataz a punto de activar una bomba. Corte al grupo de mineros; se oye el sonido de la bomba estallando y, en el plano siguiente, ya están todos abandonando las instalaciones, mientras el vigilante de la entrada cierra por última vez las puertas de acceso. En La chica de la fábrica de fósforos (1989; sin duda una de sus obras consumadas), la mecanización y deshumanización que gobiernan la vida cotidiana de la protagonista se transmiten mediante una secuencia entera –que parece arrancada de uno de esos documentales industriales que el Estado alemán solía producir con ahínco durante los años ‘60 y ‘70– en la que se ve el implacable funcionamiento de las máquinas de la fábrica, entre sonidos mecánicos tan lapidarios como los de puertas que se cierran para siempre.
En Nubes pasajeras (1996; otra cumbre), la protagonista, que trabaja como maître en un restaurante de lujo, es llamada a la cocina, donde el cocinero, preso de un ataque de furia, amenaza a todo el mundo con un cuchillo. Iris se acerca, lo corre fuera de cuadro y sale detrás de él. Se escucha un ruido ahogado, enseguida aparece el cocinero y después ella con el cuchillo, todo sin que medie una sola palabra. (En La chica de la fábrica de fósforos pasan 15 minutos antes de que alguien diga algo.) Al comienzo de Juha, el plano detalle de una moto, unos zapatones, unas chinelas y un repollo sirve para definir a los personajes, su relación, su modo de vida y actividad, con una elocuencia visual que parecía haberse ido junto con el cine mudo.

LA FE DEL PESIMISTA
El extremo pesimismo de Aki (“He perdido toda esperanza en el mundo: todo acabará en el 2021”) lo lleva a acercarse irremediablemente a los explotados. Al punto de que su cine –que no tiene la menor pretensión de cambiar nada– resulta uno de los más políticos de la contemporaneidad. Los protagonistas de sus películas son mineros desocupados, trabajadoras de línea de producción, basureros, agentes de tránsito, choferes de ómnibus y camareras. O empleados públicos, como el que el mítico Jean-Pierre Léaud encarna en Contraté a un asesino (1990), donde después de ser despedido contrata los servicios de una agencia de asesinatos para que pongan fin a su desgracia.
A todos les llega, tarde o temprano, su expulsión del paraíso fabril, estatal o comercial, y todos deben vérselas con la sordidez y el gélido ambiente de la Finlandia según Aki. Que, llamativamente, no difiere demasiado de Londres (en Contraté a un asesino, homenaje a las comedias inglesas de humor negro) o París (en La vida bohemia, 1992, comedia ligeramente chapliniana, basada en una novela decimonónica de Henri Murger). Sus héroes y heroínas suelen combatir tanto hielo y sordidez con las mismas armas que el realizador esgrime en la vida real: litros de vodka o cerveza, una dignidad que no es de este siglo, el refugio de la imaginación, el alivio del humor por el absurdo y un indeclinable empecinamiento por seguir siendo lo que son.
El arquetipo definitivo del héroe akiano es la chica de la fábrica de fósforos. A pesar de que parece resignada a un destino peor que el de Cenicienta, Iris terminará cobrándoles puntualmente a quienes la humillaron todas y cada una de sus deudas, con la ayudita de un veneno para ratas. Para dejar a salvo su dignidad cuenta con una colaboración inestimable: la del propio Aki, extraño dios que parece haber perdido toda la fe y sin embargo jamás abandona a sus criaturas, proporcionándoles -casi en tiempo de descuento– el milagro impensado de un tóxico oportuno, un amor salvador, un barco providencial que los lleve bien lejos. O un cambio de vientos que los saque de la mala y les permita recuperar la fe que él ya no tiene.

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