Desde acá, desde la planta alta, se ve en su amplitud el bosquecito del baldÃo de enfrente. Todos los dÃas abro la ventana de la habitación para que entre la brisa de las primeras horas de la mañana y refresque el aire quieto que fue cargándose durante la noche con la respiración pesada de los sueños. El eucalipto se impone sobre los otros árboles: pinos, tilos y algunos paraÃsos pequeños que nunca terminan de desarrollarse bien porque hay demasiada sombra en esa espesura. Acá arriba, si se mira en perspectiva, el marco superior de la ventana, a la distancia, coincide con la lÃnea superior de las hojas. El eucalipto es el árbol más alto de todos y tal vez la fronda de su copa sea también la más ancha. Hay dÃas en que las ramas se mecen aletargadas. Otros, en que están tan quietas como muertas. En las tormentas de invierno los vientos se cruzan como látigos y enloquecen las ramas más gruesas hasta dejarlas desnudas en lo alto.
A veces me da vueltas en la cabeza una idea que aborrezco. Algunas mañanas al abrir la ventana pienso que, desde esta altura, la única forma de lograr ver el cielo más lleno, es decir, sin el recorte de la copa del eucalipto, serÃa derribando ese árbol. Es una verdad que detesto. Tal vez porque el árbol derribado se convertirÃa, con el tiempo, en un colchón de astillas sobre la tierra. El tronco pulverizado, las raÃces y también las ramas y las hojas ya deshechas serÃan abono para que otros árboles crecieran menos frágiles o más altos. Y entonces, una vez más el cielo volverÃa a recortarse y asà una y otra vez.
Pero reconozco que no siempre es asÃ, que a veces prospera algo distinto. Son dÃas en que al despertarme confundo la ventana con uno de esos espejos que nos engañan porque deforman los contornos y siempre están ahà mintiéndonos. Son las mañanas más dichosas, cuando ni siquiera pienso en la falta y los recortes. Y mucho menos en la plenitud de los cielos enteros.
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