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Domingo, 21 de junio de 2009
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Hitos > A 40 años de Woodstock

Verano del ’69

Para agosto de 1969, en pleno verano boreal, se pidió permiso para organizar un festival musical en el condado neoyorquino de Ulster, que contaría con 50 mil espectadores. Pero nada salió como lo planeado: la comunidad local se opuso, el festival se trasladó a Sullivan (aunque mantuvo el otro nombre), lo que iba a durar tres días siguió de largo hasta la mañana del cuarto y los 50 mil se convirtieron en más de un millón. Pero en el corazón de ese fenómeno que, sin saberlo, coronó el sueño hippie, sucedía algo aún más extraordinario: el rock llevaba la vanguardia a la cima de la popularidad, como no pasaba hacía siglos.

Por Diego Fischerman
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El Festival de Woodstock no fue en Woodstock sino en una granja de Bethel. Lo que sí había sucedido en aquel pueblo, más precisamente en la Maverick Concert Hall y exactamente 17 años antes, había sido el paradójico estreno de una obra que no sonaba, o que sonaba tantas veces y de tan variadas maneras como oídos hubiera alrededor de sus cuatro minutos y treinta y tres segundos de duración en que ningún músico tocaba nada. El pianista David Tudor se había quedado frente al piano, en silencio, y 4’33” fue un escándalo. “La gente empezó a susurrarse, unos a otros, y algunos se pararon para irse. Ninguno se rió. Más bien se irritaron cuando se dieron cuenta de que nada iba a pasar y todavía no lo olvidan. Treinta años después, todavía están furiosos”, contó su autor, John Cage, mucho después. Pero, posiblemente, ambos acontecimientos, ese festival de geografía engañosa y esa obra que convirtió al silencio en sonido, hayan formado parte de una misma historia, comenzada mucho antes. Una historia que en agosto de 1969 llegó a su punto más alto (y por lo tanto al principio del fin) en un festival de rock que terminó dejando a la posteridad un cantito “de la lluvia” que en la Argentina sirve aún para pedir bises y cuyo origen tal vez muy pocos recuerden.

Entre el viernes 15 y el domingo 17 de agosto de ese año tuvieron lugar “tres días de paz y música”, como se subtitulaba el documental que el año siguiente ganó el Oscar en su categoría, dirigido por Michael Wadleigh y montado por un joven Martin Scorsese. Allí tocaron Joan Baez, Jefferson Airplane, Sly & The Family Stone, Ten Years After, Canned Heat, Crosby, Stills, Nash & Young, Santana y Joe Cocker, entre otros. El cierre estuvo en manos de Jimi Hendrix. Y el guitarrista tocó, ante una multitud que lo vivaba, una composición vanguardista y fuertemente política, en que el remedo de las bombas de Vietnam y la literal explosión del timbre de una guitarra eléctrica se entrelazaban con el himno de los Estados Unidos. Ese momento cristalizaba el mayor acercamiento al que llegaría una vieja relación signada por seducciones mutuas, rechazos, espionajes, imitaciones, expulsiones, atracciones e indiferencias fingidas o reales. Desde el siglo XV, aunque tal vez desde mucho antes, desde el mismo momento en que alguien empezó a cantar o a golpear el piso con sus pies, en Europa y en las culturas que fueron influidas por ella, el arte y el entretenimiento habían crecido juntos. Pero si durante más o menos trescientos años el desarrollo de uno había tenido que ver con la progresiva distancia que establecía con el otro, el siglo XX había comenzado a revertir la tendencia. Por un lado empezaron a considerarse “artísticas” cosas que antes no lo eran: danzas populares, rituales de culturas alejadas del tronco europeo, canciones que pertenecían a la calle. Apareció la noción de folklore, “saber del pueblo”, para señalar aquello donde antes no se reconocía ninguna clase de saber. Pero, por otro, los creadores populares también empezaron a pensar sus obras como artísticas y a mirarse a sí mismos como otra cosa que simples “entretenedores”. Y en esa música que llevaba lo popular en su nombre pero, para peor, abreviado; en el pop que había nacido en los bailes juveniles de una generación que había perdido a sus padres en la Segunda Guerra Mundial y que había ido adueñándose del sonido de la época, y en ese momento en particular en que un público que chapaleaba en el barro aplaudía la ruptura estética, el experimentalismo e incluso el ruido, es donde esa distancia entre entretenimiento y arte encontró su separación menor, tal vez su mayor acercamiento en siglos.

El Festival de Woodstock iba a ser allí, en el condado de Ulster, pero la oposición local obligó a pensar en otra cosa. Quedó el nombre, pero el festival se concretó en los terrenos de la familia Yasgur, en el condado de Sullivan. No importó. Muchos no fueron incluidos en las grabaciones, por razones de derechos: Creedence Clearwater Revival, Blood Sweat & Tears, The Band y Grateful Dead, entre los más notorios. La apertura, a las 5.08 pm del viernes, estuvo a cargo de Richie Havens, que interpretó siete canciones. El final, con un show de dos horas, fue de Hendrix. Debió haber comenzado a la medianoche del domingo, pero lo hizo a las 9 am del lunes. El había insistido en ser el último en tocar y, aunque empezó con un público de aproximadamente 80 mil personas, se dice que lo llegaron a ver 500 mil. Hizo 18 temas, empezando con “High Flyin’ Bird” y concluyendo con “Hey Joe”. Ni uno ni otro están en ninguno de los dos álbumes que recogen la banda de sonido del film y en una agenda publicada un año después y que Warner acaba de editar localmente en versiones remasterizadas a partir de las cintas originales y con abundante material fotográfico, en conmemoración de los cuarenta años transcurridos desde el festival. Esos tres días, en que murieron tres personas –por sobredosis de heroína, por rotura de apéndice y por un accidente con un tractor– y en que nacieron dos, congregaron a un millón de espectadores, 340 mil más de los que esperaba la organización (y muchísimos más que los 50 mil para los que se había solicitado el permiso gubernamental), y se estima que otros 250 mil no pudieron llegar. La entrada costaba 18 dólares por día (hoy serían unos 75) y el bono para todo el festival, que se anunciaba como “de artes”, costaba 24. Cuando el tránsito se atascó en la ruta y comenzaron a llegar hordas de hippies desde todas partes, las autoridades estatales intentaron impedir el festival. Ya era tarde.

Woodstock (o eso que la historia conoció como Woodstock aunque sucediera en otra parte) fue un acontecimiento cultural. La pareja abrazándose cubierta con una frazada que hace las veces de manto bárbaro, que ilustró la tapa del álbum original de tres LPs (ahora son dos CDs) y que recorrió el mundo, la celebración del amor y la paz en medio de la guerra, y de la música en el centro del mundo, abrieron una puerta que, en algún sentido, todavía no fue cerrada del todo. Pero, además, hubo allí una sacudida de música que para muchos resultó totalmente nueva y que mostró por dónde se había ido el núbil jugueteo con tres acordes. El rock había nacido como una música capaz de sustraerse a la técnica, los conservatorios y la vigilancia de los adultos. Y como banda de sonido de una progresiva liberalización de las costumbres sexuales que se ponía de manifiesto, sobre todo, en el baile. Pero entre el módico desenfreno de los picnics adolescentes con música de Elvis Presley y el barro de Woodstock había una distancia que podía medirse, también, en sonidos. En agosto de 1969 faltaba todavía un mes para que saliera a la venta Abbey Road, de Los Beatles. Pero Santana cambiaba para siempre el patrón de medida de lo que podía esperarse de un grupo de rock en materia de virtuosismo instrumental –los solos del guitarrista, pero también los del genial baterista Michael Shrieve, de veinte años recién cumplidos–; Joe Cocker hacía su versión expresionista del otrora liviano “With a Little Help from my Friends”, de Los Beatles; Jefferson Airplane volaba alto con “Volunteers”, “Saturday Afternoon Won’t you Try” y “Eskimo Blue Day” (los dos últimos temas incluidos en Woodstock Two); The Who hacían Tommy completa (aunque el álbum recogió sólo una pequeña parte, con “We’re not Gonna Take it” y “See me, Feel me”) y Crosby, Stills, Nash & Young reformulaban los alcances del country rock. Y además, por supuesto, Jimi Hendrix, en la mañana de ese cuarto día que no entró en el slogan, estiraba, junto a las cuerdas de la guitarra, los límites de dos mundos hasta hacer que se tocaran. Hoy, Hendrix ni siquiera sería pasado por la radio. Y una música de esa clase difícilmente sería aclamada por medio millón de oyentes en un festival masivo. Quizá los mundos se hayan alejado de nuevo y otro día vuelvan a acercarse. O tal vez hayan chocado entre sí y uno haya destruido al otro para siempre. Escuchar de nuevo esa música es una forma de empezar a responderse.

Warner acaba de reeditar localmente, en versión remasterizada, los álbumes dobles Woodstock 1 y 2.

El DVD cuádruple Woodstock: 3 días de paz y música será editado por AVH a mediados del mes que viene.

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