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Domingo, 9 de agosto de 2009
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Fotografía > Las memorias de Robert Capa en la Segunda Guerra

Clic, clic, bang, bang

A lo largo de cuatro años, Robert Capa, el hombre que había tomado la imagen más emblemática de la Guerra Civil Española y moriría en Indochina, acompañó a las fuerzas aliadas por los frentes de la Segunda Guerra. Así, estuvo con sus cámaras en el desembarco en Normandía, en la liberación de Nápoles y París y en la embestida final sobre Berlín. Ahora, La Fábrica Editorial publica por primera vez en castellano Ligeramente desenfocado, las memorias de esos años. Radar reproduce algunos de esos momentos (algunos de pudor en los que baja la cámara, otros de coraje y de miedo) y algunas de las 130 fotos incluidas, tomadas por Capa como enviado de las revistas Life y Collier’s.

Por Angel Berlanga
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TROINA, AGOSTO DE 1943
Un campesino siciliano indica a un oficial estadounidense por dónde ha huido el convoy alemán.

Disonancia, perplejidad, contradicción, asombro: eso producen las memorias que Robert Capa escribió sobre sus experiencias como fotógrafo durante la Segunda Guerra Mundial, entreveradas en Ligeramente desenfocado con las imágenes que consiguió y documentó entre el verano de 1942 y la primavera de 1945. Anota su biógrafo Richard Whelam en la introducción de este libro, publicado originalmente en 1947, editado ahora por primera vez en castellano, que Capa siempre soñó con ser escritor y que la casualidad lo llevó al oficio que lo consagraría y que, también, lo llevaría a la muerte en 1954, en Indochina. Pisó una bomba enterrada mientras buscaba perspectiva para una buena toma.

“Si hacés fotos que no son lo suficientemente buenas es porque no estás lo suficientemente cerca”, solía decir Capa. Nadie podría reclamarle a él más cercanía a la hora de hacer aquello que lo hizo trascender, sus fotos de la guerra. Los tramos en los que Capa cuenta, crudamente, qué riesgos corrió para hacer las tomas, en qué contextos hizo la mayoría de sus imágenes, ayudan a dimensionar la magnitud de su trabajo y la singularidad que alcanzó en su oficio. Como narrador ni roza la raya de la solemnidad, aunque se excede pisando el territorio de lo “ocurrente” (y sin embargo, la mayoría de las veces se burla de sí mismo). Su relato incluye, además, los vaivenes amorosos con su chica, Pinky, las grietas en la relación mientras se empeña en seguir con su trabajo de reportero. Por momentos Capa da la impresión de estar demasiado preocupado por presentarse como personaje, como si no fuera suficiente su oficio y su posición. Quizá fuera una forma de sacudirse el horror.

Su relato de cómo se largó en la vanguardia del desembarco en Normandía es estremecedor. También el de su lanzamiento en paracaídas sobre el Rin, en la ofensiva final. Capa dosifica varias de esas instancias límite y las entrevera con el relato de sus maniobras para conseguir permisos (estuvo en primera línea unas cuantas veces y su origen húngaro solía complicarlo), sus encuentros en el frente con Hemingway y Ernie Pyle, sus llegadas a ciudades liberadas de fascistas. En medio de todo eso hay, siempre, botellas: de whisky, de vino, de brandy. Para conseguir un permiso, para disfrutar, para compartir, para olvidar. O para festejar la suerte que tuvo una vez en un camino africano. No había baños cerca, fue hacia unos cactus y vio el cartel: Atchung! Minen! Tuvo que esperar, quieto, hasta que largo rato después llegó alguien con un detector de metales. Esa noche se alzaron los vasos y se rieron de su historia.

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