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Domingo, 16 de mayo de 2010
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Una biopic de la inmensa Georgia O’Keeffe

La reina del desierto

A pesar de haber atravesado el siglo XX, de haber ido de aquellas primeras fotografías de sensualidad inédita a sus últimos paisajes espartanos y de ser la autora de las primeras imágenes abstractas del arte norteamericano, Georgia O’Keeffe nunca tuvo el lugar que su obra merecía. Una biopic que sale por estos días rescata la figura de esa mujer que murió a los 99 años habiendo anticipado tantas cosas y habiendo encontrado otras que nadie volvió a encontrar.

Por Maria Gainza
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georgia o’keeffe en 1956

Pobre Georgia O’Keeffe. Ni la muerte la ayudó a suavizar las opiniones que el mundo del arte sostuvo contra su obra. Veinticinco años más tarde muchos críticos continúan hablando de una artista de “lindas pinturas”. Parecería que no quieren ver, vaya uno a saber por qué, que Georgia O’Keeffe produjo algunas de las imágenes más originales y ambiciosas del siglo XX. Sus ideas sobre la superficie, la escala y el color no sólo fueron audaces sino que presagiaron los trabajos de artistas como Barnett Newman, Morris Louis y Mark Rothko tanto como toda la pintura de campos de color. En sus mejores momentos, esos que en ella ocurren cada dos por tres, O’Keeffe es una usina de creatividad que logra que lo no figurativo se sienta místico y familiar en un solo vistazo.

Ranchos Church, 1929

Nacida en 1887 en el seno de una familia muy pobre en una granja de Wisconsin, con una madre que murió de desnutrición y tuberculosis, O’Keeffe estudió y enseñó en Texas y justo cuando parecía que seguiría siendo una maestra por el resto de sus días, el destino entró en la habitación. Sin pedirle permiso, en 1916, una amiga le llevó sus pinturas –sus primeros dibujos en carbonilla– al legendario fotógrafo y dueño de la gran galería 291, Alfred Stieglitz. “No me molestaría exhibirlos”, dijo Stieglitz que inmediatamente reconoció su potencial. Al poco tiempo una joven O’Keeffe de treinta años le escribía a su amiga que “había caído presa del oscuro, sexy y muy destructivo Stieglitz”, un hombre de 54 años. Y aquí, en este punto exacto es donde comienza la nueva biopic sobre Georgia O’Keeffe, una película dirigida por Bob Balaban que centra su historia en la complicada relación amorosa que sostuvo la artista con Alfred, el muy truhán.

“El trabajo no se convierte en arte hasta que una persona rica lo compra”, le dice Stieglitz a su a-punto-de-volverse-famosa protegida. Stieglitz (interpretado por un Jeremy Irons inusualmente vehemente) le muestra a O’Keeffe (la preciosa y versátil Joan Allen) cómo manejarse profesionalmente. El tiene la astucia de un zorro para entender lo que el público y la crítica buscan, aunque personalmente las cosas se le vayan de las manos. En el campo amoroso su método consiste en tomar mujeres jóvenes bajo su tutela, seducirlas y luego pasar a otro proyecto. A O’Keeffe, por supuesto, este arreglo le cae mejor cuando ella es el reemplazo que cuando es la reemplazada.

Cala, 1926

Como muchas biopics, la de Balaban es un poco sentimental cuando de arte se trata y algunas de las líneas que giran alrededor de la relación amorosa parecen de manual: “Nunca asumí que fueras nada más que una gran estrella brillante sobre la que yo cabalgaba”, le dice ella. O cuando él le grita poseído: “No fuiste traída al mundo para parir sino para pintar”. En este punto y sin demasiados matices el guión salta injustamente sobre el hecho de que Stieglitz no quería hijos porque su primera hija Kitty era esquizofrénica.

Pero el centro de interés de la narración es la forma inusual en que Stieglitz manejó la carrera de su mujer, una forma obsesiva y caprichosa pero sumamente beneficiosa. Stieglitz aparece como una suerte de publicista, genio creador de golpes de efecto que catapultarían la carrera de O’Keeffe. Pero su éxito comercial no puede esconder los tormentos emocionales por los que la hace pasar. Desesperadamente necesitado, continuamente petulante, un hipócrita sin aviso, Stieglitz es una tortura como marido aunque un talento como creador de estrellas.

1919

Tan revolucionarias como un concubinato en 1918, fueron las fotos que Stieglitz exhibió en 1921: 45 desnudos de O’Keeffe en brutal blanco y negro. La muestra los transformó en celebridades, el equivalente a Angelina Jolie y Brad Pitt del arte. Nada como eso –tan frontal, tan directo– había sido traído al mundo antes. Pero las mismas fotos que dieron fama a la pareja se volvieron en contra de O’Keeffe: desde entonces su obra fue siempre entendida en términos eróticos, una interpretación que deja de lado las cualidades espartanas de sus pinturas, su estructura cerebral, sus facetas y capas como sonetos abstractos. O’Keeffe alimentó por un tiempo el mito, se dejó fotografiar delante de sus pinturas, duplicando con sus brazos y manos las formas sensuales de sus imágenes. Pero lo que estaba en juego para ella era distinto: O’Keeffe quería que el poder de sus pinturas incluyera la sexualidad sin necesariamente volverla un tema. Stieglitz quería que las pinturas fueran entendidas puramente en términos de sexualidad femenina y marketinearlas acorde con ello.

Y de repente, lío de sábanas mediante, O’Keeffe se va. Ya era hora, después de todo no se había cansado de decir que era una mujer independiente. Se toma el tren a Nueva México, al rancho de su amiga Beck Strand en Taos. Allí, en ese paisaje lunar se encuentra a sí misma y a los motivos que formarán la médula de su última producción: el paisaje norteamericano. Los esqueletos, las nubes, los desiertos y las rocas.

Like an Early Blue Abstraction, 1976

Podía ser despiadado este Stieglitz, incluso monstruoso, pero aun cuando ella lo abandona no pueden cortar la conexión. Tras su muerte en 1946, O’Keeffe dijo: “Aún hoy, cada vez que termino un cuadro pienso si le gustaría a Alfred. Su opinión sobre mi trabajo siempre me importó más que la opinión de ninguna otra persona”. La película habla de cómo la admiración profesional crea una conexión personal que aun el peor comportamiento no puedo escindir, cómo se necesitan el uno al otro para poder seguir avanzando: “En cada pintura se viene toda tu vida. Cuando estás frente al lienzo en blanco ves toda tu vida volviendo en ese momento. Esto y todo lo que sé se lo debo a Alfred”, dice una ya anciana O’Keeffe repasando su vida. Y aquí radica el mayor acierto: sin dar lecturas pretenciosas sobre arte, ni intentar entender de dónde vienen los monstruos de la artista, la película es un estudio sobre cómo las vidas de dos personas talentosas y turbulentas se combinaron para sacar las luces y las sombras de cada uno. Aunque al final ganara más ella que él. El matrimonio entre el Señor Stieglitz y la Señora O’Keeffe (así, hasta el final, se llamaron entre ellos) seguirá siendo una de las sociedades más fructíferas del siglo XX.

Hay dos Georgia O’Keeffe. Una, es el fenómeno de marketing de los años ’30 cuando los esqueletos de vaca flotando ocuparon el lienzo y en su afán por capturar la esencia del paisaje su pintura pareció convertirse en la “gran pintura norteamericana”. Pero más interesante y menos conocida (y ésta apenas asoma en la película) es la artista de 1915, la maestra de Carolina del Sur que produjo una serie de dibujos que fueron las primeras imágenes abstractas salidas de la mano de un artista norteamericano. Formas centralizadas, volúmenes modulados que satisfacen un apetito básico por lo táctil. Temprana abstracción es de esa época. Es una forma única contra un fondo blanco, un remolino que sube y se enrosca al final. Es una versión abstracta de la Salomé de Aubrey Beardsley, un gran signo de exclamación art noveau. Dibujado en capas de sombras, es un ejercicio en dibujo lineal pero tiene un aire de misterio y el peso de una escultura. Las pinturas de flores que la convirtieron en los años ‘20 en una celebridad emergían directo de estas abstracciones.

pelvis, 1945

O’Keeffe murió en 1986 a los 99 años en el Rancho de los Brujos que compró en Abiquiu. Muchos la recuerdan por las fotografías que circularon de ella en esos últimos años: una figura angular con algo de Pina Bausch en Y la nave va, vestida siempre de negro como una sacerdotisa recolectando huesos bajo el sol rajante, con la dureza del paisaje, la fragilidad de un espíritu de la montaña y el aura de aquellos que han vivido y aprendido mucho. Y su energía intacta. Ese fuego sagrado por el cual O’Keeffe estuvo siempre dispuesta a pasar por encima de las grandes ideas sobre lo que una obra de arte seria debía ser y arriesgarse a ser tildada con uno de los peores insultos que el mundo del arte puede proferir: lindo.

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