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Domingo, 27 de junio de 2010
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Plástica > James Peck, el artista de Malvinas en Buenos Aires

Ningún hombre es una isla

Sexta generación de isleños, vivía con su familia en Malvinas cuando empezó la guerra. Su padre fue combatiente inglés. El vivió la guerra en su casa siendo un niño. Paradójicamente, su madre estaba casada con un argentino. Y él, tras el conflicto, terminó casándose con una argentina y convirtiéndose en el único artista plástico residente en las islas. Pero las trabas que les ponían para anotar a su primer hijo, la inquietud que generaban sus cuadros obsesionados con la guerra y la tensión que generaba el matrimonio mixto, los decidieron a instalarse definitivamente en Buenos Aires. Ahora, James Peck expone parte de sus extraordinarios cuadros en ArteBA y escucha con una sonrisa cómo su hijo le dice que las Malvinas son argentinas.

Por Mariana Mactas
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Las obras de Peck se pueden ver en el stand de Sara García Uriburu de ArteBA

A las Malvinas, hacia abril del ’82, no llegaban los canales de televisión. Será por eso, porque no había visto nada parecido, que a sus 13 años James Peck no sintió miedo cuando vio gente muerta por primera vez. Ni se asustó cuando su padre apareció vestido de soldado. Tampoco cuando vio, a través de la ventana, cómo un avión estallaba en el aire. Ahí se giró, quizá en busca de alguna explicación, pero los adultos seguían tomando el té como si nada. Trece años más tarde, las imágenes de los combatientes se metieron en los lienzos de James, el pintor. Y ahí quedaron atrapados, o lo atraparon a él. Siguieron apareciendo en todos sus trabajos hasta 2007 cuando, muerto su padre, Peck hizo su exhibición más asfixiante, en Buenos Aires. Claro que para dejar de pintar soldados tuvo que dejar la pintura, y también perderse un poco. Ahora está de vuelta por partida doble. Su nuevo trabajo puede verse en ArteBA (en la galería Sara García Uriburu), hasta el próximo martes. Y desde febrero es el nuevo vecino raro de una superpoblada esquina de Once.

“Oh, qué bien, un artículo sobre mí, el hombre sin país ni hogar”, bromea Peck vía mensaje de texto cuando se le propone esta nota. Luego dirá que, en realidad, él sí tiene las dos cosas, un lugar sin bandera al que llama home. Pero el único artista de las Falkland/Malvinas, sexta generación de isleños, formado en una universidad de Londres, casado con un argentina con la que tiene dos hijos, ha dejado de pelearse por todo aquello que él ni siquiera eligió. Las fronteras, el petróleo o el sentimiento patrio –verdadero y falso– lo tienen sin cuidado. Ahora este flaco, nacido en 1968, se ríe con ganas cuando su hijo, integrado a un colegio porteño, le recita que las Malvinas son argentinas. “Antes me hubiera arrodillado para explicarle que esto no es exactamente así. Ahora me alegra que él encuentre una forma de pertenecer a su nuevo grupo, lo cual me parece mucho más importante.”

Claro que, para James, aquella guerra sin televisión y de lógica surrealista fue su segunda gran hecatombe. Tres años antes, sus padres se habían separado, su madre formó pareja con un argentino que trabajaba para YPF en los primeros ochenta y él, por una especie de pena solidaria, fue el único de los cinco hijos que se mudó con el padre. Terry Peck, el único héroe de guerra isleño, fue el condecorado ex jefe de policía que tuvo una participación importante como guía y referencia de los soldados británicos a través de las islas. Este miembro de la Falkland Islands Defence Force, acérrimo patriota, terminó filmando la película La mano di Dio, del italiano Umberto Nigri, que se centra en su gran amistad con Miguel Savage, ex combatiente argentino que hoy mantiene una relación entrañable con su hijo James.

“La guerra fue la continuación de una herida que ya se me había abierto, y la viví con mi padre combatiendo. Había soldados en casa, apuntando armas hacia mí, pero era todo como irreal, algo tan loco que te deja en un estado de shock permanente. De niño no pensás qué puede pasar, es un poco como una fiesta, aunque suene raro, algo excitante, sin reglas, y a la vez terrorífico... Hoy los chicos de esa edad ven todo en televisión, pero en ese momento éramos una comunidad muy inocente, no estábamos condicionados. Y de alguna forma, si no sabés lo que puede pasar, porque jamás viste algo parecido, no tenés miedo. Lo único que nos preparó fue un mensaje del gobierno inglés transmitido por radio la noche anterior a que las tropas argentinas llegaran en barcos: ‘Una fuerza invasora llegará por la mañana. Sea lo que sea que estén haciendo, no bajen a mirar’, dijo el locutor. Es que en una ciudad pequeña como Stanley la gente suele ponerse a mirar y señalar con el dedo. Cuando algo pasa, detienen el auto y se plantan a mirar como vecinos indiscretos.”

¿Y cómo empezó James a pintar imágenes de la guerra? ¿Quería llegar a alguna parte? “No, un día me encargaron algo para ilustrar que terminó transformado en un soldado. Tenía que ver conmigo, porque uno usa el lenguaje, ¿no? Las imágenes, lo que ves, son vehículos de los que uno se cuelga. Y dejé que las cosas me afectaran: una canción, algo que veía en el diario, algo que escuchaba. Estaba alerta y sentía que debía estarlo, que bajo todo eso había cierto sentido de justicia: para mí, incluso como marido de una argentina, para los soldados, para mis padres, era mi manera de decir algo sobre todo eso. Cuando le preguntaron a Gauguin por qué pintaba dijo: ‘Por venganza’. De alguna manera, pienso que algo de eso hay. De todas formas, es difícil intentar una denuncia. Querés cambiar el mundo pero sólo podés cambiarte a vos mismo, ¿no? Al final sentí que los soldados que aparecían en las pinturas ya me estaban matando, que me estaba transformando en una caricatura. Por eso paré por un tiempo. Y luego los soldados no volvieron más.”

Doce años, entre 1995 y 2007, había pasado Peck construyendo una obra que pone la piel de gallina. Eran grandes telas con grandes espacios vacíos dominados por una mirada lejana, quizá la del chico que veía desde afuera escenas de muerte y de frío y de nada. Pero la nada que él pudo atrapar es pura tensión, con las figuras monocromáticas –negras, grises– como siluetas, o manchas inmóviles en un clima de tiniebla por todas partes. Están los soldados argentinos como largas formas oscuras terminadas en cascos, sin rostro, que borrosa pero ciertamente están ahí. Cascos, aviones a la distancia, huellas indescifrables en el suelo, galpones oscuros que se recortan sobre un horizonte desolado, en cuyos tejados se lee el siniestro POW (Prisoners of War), la advertencia antibombardeos. Y luego están las sillas vacías. O las hamacas abandonadas que se mecen al viento, más desgarradoras que cualquier fotografía de guerra.

En 2002, la llegada del primer hijo que James tuvo con la argentina María terminó en la tapa de Clarín (“Malvinas: casi una invitación a nacer en otra parte”), en el inglés The Guardian (que habló de una versión moderna de Romeo y Julieta en el Atlántico sur y de “lo más parecido al primer caso de derechos humanos de la isla”) y con movileros apostados en la puerta de un edificio porteño donde se alojaron. El gobierno kelper puso tantas trabas para la atención y el registro del bebé que la pareja tuvo que viajar con panza de ocho meses a parir en Buenos Aires. “Creo que fue una manera de señalarme que estaba yendo demasiado lejos. Ahora las cosas están más relajadas. El otro día le pinté la bandera argentina en las mejillas a mi hijo para un partido de fútbol. Ya no hay problema con esas cosas. Es lo de siempre: si no estás de un lado u otro la gente se pone nerviosa.”

James y María se habían conocido, precisamente, durante una exposición suya en ArteBA, edición 2000. Pocos meses más tarde, decidieron intentar vivir juntos en las islas, donde James tenía un hijo de su matrimonio anterior. Primero se instalaron en el campo que los kelpers llaman, argentinismo mediante –así como dicen “chey” y toman mate–, camp. Querían mantenerse a distancia de las miradas.

–Sos el único artista público de las islas, pasaste una década pintando la guerra, te casaste con una argentina, tus dos hijos menores nacieron acá y ahora estás instalado, ¿no te detestan?

–No, no diría eso. Pero es una comunidad muy cohibida y opresiva. Cuando empecé a pintar cosas de la guerra me miraban como diciendo ‘Y éste qué hará ahora, ¿plantará la bandera argentina?’. Es como caminar sobre hielo. Tuve que tapar las ventanas de mi estudio para que no se asomaran a mirar qué hacía. Siempre es más deseable ser aceptado por tu comunidad. Pero si supe sentir rencor por todo eso, ya no lo siento. Entendí que yo hacía cosas que no entendían, ése era el mayor problema. Además, nunca sentí la obligación de colgar la bandera inglesa en la puerta de mi casa, como hacen muchos, para demostrarles que soy como ellos. Y las cosas cambiaron antes y después de la guerra, claro.

–¿Cómo vivió en las islas tu madre, con su pareja argentina, y cómo, después de la guerra, lo hicieron ustedes?

–Mi madre fue muy feliz con su marido argentino. En ese tiempo, antes de la guerra, había tres o cuatro familias como la suya. Pero su relación terminó cuando terminó la guerra porque él volvió al continente y ella se quedó allí. No pudieron volver a verse nunca más, porque se prohibió la entrada a los argentinos hasta el 2000. Antes de la guerra se toleraban más cosas. El jugaba al fútbol en el equipo de las islas, todos bebían juntos, se formaban parejas. La guerra fue una cuchillada entre las personas. Y después, la lectura era otra: te estabas casando con el enemigo, con quien habíamos ido a la guerra. Fue difícil para nosotros dos instalarnos allá. Pero creo que aprendí, con el tiempo, que ninguna de estas cuestiones puede hacerte daño, físicamente. Que al final da lo mismo el lugar. Soy como un exiliado en todas partes. Es un poco como vivir en el horizonte. Y en un sentido es bueno, porque disfrutás cosas en un nivel distinto al de quien está completamente instalado.

¿Cómo influye ese exilio en tu trabajo?, ¿te sentiste alguna vez un artista político, comprometido?

–No sé, dicen que los artistas no tienen países. Siempre estuve en el exilio. Mi historia es política, no puedo hacer nada contra eso. Pero estamos acá, no pedí estar, nadie lo pide. Supongo que, con la pintura, traté de mejorar las cosas. Tender un puente, generar algún entendimiento, pensar que es posible dejar a un lado la cuestión política. Que, aun bajo el paraguas de lo más grande que nos supera, podemos evitar transformarnos en víctimas de la guerra. Quise negarme a ser una baja, una víctima más. Y terminé con muy buenos amigos, conscriptos, argentinos. Mi trabajo ya no es obsesivo. Se ve que pintamos por diferentes razones, y a veces puede ser estúpido, como decía Duchamp: “estúpido como un pintor”. Pero ahora me distancio de lo que hago, busco una simpleza, sustrayendo, cortando, a veces quedándome con nada, porque nada es mejor que ruido, y hay demasiado ruido. Es como la canción de Radiohead, “How to disappear completely (and never to be seen again)”. Bueno, quizá no completamente, pero sí está bueno desaparecer un poquito.

–El tatuaje de tu muñeca dice “Love is not some kind of victory march” (“El amor no es una clase de marcha victoriosa”), de la canción “Hallellujah” de Leonard Cohen.

–Para mí Cohen es más importante que Jesucristo. Todos estamos perdidos en una celebración sin esperanza, aunque a veces es muy hermosa.

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