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Domingo, 24 de octubre de 2010
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> José Carbajal (1943-2010)

Borracho pero con flores

Por Mariano del Mazo
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A fines de los ’90, en un bar de uruguayos de la calle Defensa, en San Telmo, declaró a eso de las diez de la noche, frente a un bife de chorizo con ensalada, que había dejado de tomar, que solamente bebía “en alguna ocasión”, pero que casi no tomaba. Seis horas más tarde se lo podía ver, temerario arriba de una escalera, manoteando las últimas botellas de Carcassone de los estantes más altos. Años después –febrero de 2004–- recordaba la anécdota en su pequeña casa de Villa Argentina, Atlántida. “Te dije que casi no tomaba. Le doy mucho valor a la palabra casi”, se reía. Esa casa de verano de Villa Argentina la había comprado gracias al formidable aumento de las regalías del candombe “A mi gente”, que había grabado Soledad Pastorutti en 1998. “En ese rincón estoy preparando el altar de la Sole”, señalaba con el dedo debajo de un plátano.

Ese día de febrero fue largo. Preparó una memorable colita de cuadril a la parrilla, metió mano en la computadora a un texto del espectáculo que estaba preparando, acompañó a su hijo Antolín al mar, improvisó una clase de flora y fauna de su jardín (de santarritas dobles a chingolos), destapó un cabernet nacional (“mejoró el vino uruguayo”) y habló mucho. De su infancia en Juan Lacaze, territorio idealizado omnipresente en la médula de su obra. De su etapa de obrero textil. De los años de exilio porteño, entre 1970 y 1973, cuando llegó a compartir pensión con José Larralde. De sus peleas con Alfredo Zitarrosa en México (“El Flaco era muy comunista; yo, muy anarco. Nos queríamos mucho. En esa época todos nos peleábamos con todos. Yo usaba de escudo mi origen obrero, era el único que había trabajado en una fábrica. Una buena chicana para comunistas”). De sus cinco hijos. De Anke, su mujer, una profesora holandesa especializada en arte latinoamericano con la que se casó en Atlántida el 31 de diciembre de 1999 a las doce de la noche. De su vida de casi tres décadas en Amsterdam. “Al principio me costó. Solía tocar en un antro llamado Paradise, que se llenaba de punks. Debajo del pelo parado, eran unos guachos divinos que me adoraban porque veían en mí algo raro, exótico, deforme.” La devoción que provocaban los recitales de El Sabalero en los punks holandeses de finales de los ‘70 es una de las mejores anécdotas que cuenta Jaime Roos, por entonces otro de los uruguayos sueltos en Amsterdam.

La figura de José Carbajal, El Sabalero, quedó en aquellos años suspendida en tensión entre el genial pulso milonguero de Zitarrosa y el canto panfletario de Daniel Viglietti. Hombre del interior, se hizo fuerte en un registro melancólico y costumbrista; esa nostalgia provinciana, por momentos exagerada hasta el borde del golpe bajo, aparecía atravesada por un trazo social siempre certero. El pantalón cortito, bolsita de los recuerdos de “Chiquillada” funciona como un buen ejemplo del tono de toda su obra si se lo enlaza con otros clásicos como “A mi gente” y “Borracho pero con flores”, que finalmente se cristalizaron como símbolos de la recuperación democrática en el Uruguay, con su mensaje de regreso y reencuentro. Pero más allá de los avatares políticos que tiñeron el Canto Popular Uruguayo de esa época, la infancia, el barrio Villa Pancha y el tiempo perdido eran sus temas recurrentes. La casa encantada fue el título de un espectáculo de mediados de los ‘90 en el que combinaba relato y canciones. El eje narrativo era el regreso a su casa natal de Juan Lacaze y las sensaciones ante una construcción ya espectral, dominada por la ausencia. Había que verlo a El Sabalero en un teatro de Once sacudiendo la porra, vociferando catárticamente como si fuera el gemido de un león moribundo: “¿Dónde está la casa con pájaros y plantas y hermanos y veredas barullentas? ¿Dónde está mi vieja regando las cretonas? ¿Dónde está la casa encantada?”. Este recitado/canto devastador se puede escudriñar en el álbum en vivo de ese show que se editó en 1994 por el sello Orfeo. Ahí se confirman las claves de su interpretación: decidor dulce y áspero al mismo tiempo, de voz grave, subrayaba las “eses”, alargaba ciertas vocales y sabía dejar trémula a la platea. Su expresividad conscientemente desbordada limitaba con el arte dramático. Otro gran momento de su obra es Entre putas y ladrones (1991), un álbum consagrado a la poesía del argentino Higinio Mena.

Sin embargo, en muchos aspectos, El Sabalero no se parecía a lo que cantaba. Trabajaba como un literato: ficcionalizaba a partir de recuerdos o de ensoñaciones y pese a aquella noche de San Telmo, trataba de cuidar su cuerpo. Decía que la música le importaba poco: “Soy normalito, no me rompe la vida esto del canto y la música. Yo no me junto con mis amigos a hablar de armonía. Me siento más cómodo escribiendo cuentos que canciones”. Y en ese sentido, en no parecerse a la imagen estereotipada de mostrador y grapa que proyectaba, era un sibarita. Chef exquisito, soñaba con poner un restaurante en Holanda. Se le iba la vida en conseguir una especia, una raíz, para preparar cierto plato oriental; podía dar cátedra de variedades de hongos, adoraba el perfume del romero y ya veterano le apasionaba el turismo aventura. Había planificado su vejez: extenuado del largo puente Holanda-Uruguay, los últimos años de su vida los quería pasar en su “rancho” de Villa Argentina. Pero tanta baqueta minó su salud. Había tenido un par de avisos. Murió a metros del mar, entre vecinos que lo llamaban don José, chingolos y gatos silvestres, en la casa que quería. Su verdadera casa encantada.

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