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Domingo, 31 de octubre de 2010
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Cine > Agora de Alejandro Amenábar

Los esclavos del saber

Alejandro Amenábar intentó su película más ambiciosa hasta el momento: una ambientada en la antigua Alejandría, protagonizada por una filósofa histórica, en un momento en que las tensiones entre el viejo Imperio y el naciente cristianismo se cargan hasta la violencia. Y lejos del patinón o siquiera de la corrección, Agora es una increíble reconstrucción de época que además habla con lucidez de la política contemporánea.

Por Hugo Salas
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Desde “la producción más ambiciosa de España” o “una obra cinematográficamente perfecta” hasta “un culebrón insoportable”, todas las apreciaciones han sido vertidas sobre Agora, la última película de Alejandro Amenábar. Realizada íntegramente en inglés, al igual que Los otros (2001), comparte con ella y con sus demás películas –Tesis (1996), Abre los ojos (1997) y Mar adentro (2004)– la pregunta que bien podría ser considerada el eje que ordena su trabajo: ¿es posible aún construir, dentro del cine industrial, películas verdadera y no declamatoriamente “serias”, capaces de formular algún planteo? Semejante proyecto lo sitúa en los antípodas del circuito alternativo, independiente o experimental, que supone posible hacer del cine un medio artístico renunciando a su condición original de discurso para las masas, pero también en las del actual cine industrial, en su mayor parte resignado a no ser más que una usina de entretenimiento.

En esta oportunidad, Amenábar deja de lado sus habituales planteos íntimos, los espacios cerrados, y se lanza al fango de la gran reconstrucción histórica, para colmo de males, en el marco de uno de los géneros más bochornosos de la historia: el peplum (resucitado en los últimos tiempos por Gladiador y Alexander). No obstante, a diferencia de lo que suele ocurrir en tales películas, situadas en los momentos más fastuosos de Roma o de la expansión helénica, la acción de Agora se sitúa en la Alejandría de fines del siglo IV y principios del V, momento en que, acompañando la división del Imperio, la coexistencia entre paganos, judíos y cristianos se altera de una vez y para siempre, paso clave del tránsito entre la Antigüedad tardía y la Edad Media.

En este contexto, filmado con ese preciosismo fotográfico apabullante y dramático que caracteriza las películas del español, encontramos a la joven filósofa, científica y maestra Hipatia. Su lugar en el ágora, espacio de la vida política y civil por excelencia, así como su relación con los hombres y la ciencia, constituyen el núcleo de esta película que, en realidad, retrocede a la Antigüedad para plantear una metáfora sobre el lugar de los odios y fanatismos en la vida política. Y lo hace, desde una posición beligerante que le ha valido en España incluso el mote de “anticristiana” y hasta le ha dificultado conseguir distribuidor.

La Hipatia historica

No son muchos los documentos que han sobrevivido sobre esta particular mujer y ninguno de su autoría (si bien se sospecha que parte de sus Comentarios nos han llegado interpolados en la Aritmética de Diofanto, y algunos otros fragmentos en la obra de su padre). Lejos de ser un accidente, ésta parece la norma respecto de la Antigüedad tardía, y de allí que resulte mucho más misteriosa que las épocas clásicas. Según las fuentes conservadas, era la hija de un importante filósofo, Teón, y dedicó por completo su vida a cultivar las ciencias (recordemos que en la época esta denominación abarca, de manera conjunta e indisoluble, tanto a las disciplinas que aún hoy consideramos científicas como a la filosofía), a tal punto que renunció al matrimonio. Se formó en Atenas e Italia y regresó a Alejandría para ocupar formalmente lo que podríamos llamar la cátedra de filosofía neoplatónica. La mayor parte de su obra habría consistido en estudios sobre astronomía y geometría.

De manera excepcional, en una época en que las mujeres aún tenían nula participación en la vida pública, recluidas a las “tareas domésticas”, Hipatia gozaba de un gran ascendiente sobre los asuntos políticos de la ciudad y era consultada con asiduidad por gobernantes y magistrados. Fue, de hecho, maestra de buena parte de la aristocracia que dominó su época, y se la consideraba un “modelo de virtud”, denominación que en la época básicamente implica un lugar de prestigio y sabiduría. A pesar de todo ello (o quizá justamente por ello), fue asesinada en 415, durante la Cuaresma, por una turba que la lapidó, la descuartizó y quemó su cuerpo, acusada de conspirar contra el obispo Cirilo, patriarca de la ciudad. La filósofa tendría entonces unos 60 años.

Al día de hoy, continúa la controversia sobre la responsabilidad última de Cirilo en el brutal asesinato, pero sin duda el linchamiento respondió a las constantes luchas de poder entre el cristianismo y el poder imperial, en la progresiva ascensión hegemónica de esta peculiar religión monoteísta que habría de convertirse en uno de los principales actores políticos del Medioevo. Esto sirvió para que muchas figuras, ya desde Damascio en el siglo VI, pasando por Jansen y Voltaire hasta llegar al Romanticismo, vieran en la historia de Hipatia una alegoría del enfrentamiento entre la racionalidad y el oscurantismo religioso, en particular la opresión católica.

La Hipatia de Amenabar

A partir de allí se erige Agora, a caballo entre la verdad histórica y el mito, para llevar adelante un planteo inquietante. Míticas son, sin duda, la belleza y la juventud que Hipatia conserva a lo largo de toda la película (sin duda metafóricas, como encarnación misma de la sofía), como así también resulta excesivamente entusiasta suponer que podría haber llegado a avizorar las órbitas elípticas de los planetas que Kepler recién planteará en el siglo XVII. En un punto, Amenábar y su guionista, Mateo Gil, deciden hacer de ella una representante del amor por el saber y la investigación, además de una pacifista, capaz de advertir el particular quiebre que está a punto de sobrevenir, y de igual manera eligen entender la Edad Media como una etapa que de algún modo “atrasó” el avance de la ciencia.

Hasta aquí, la razón podrían tenerla sin duda los grupos católicos que han acusado públicamente al director de cierta animosidad en su contra, a lo que el propio Amenábar ha respondido afirmando su ateísmo. No obstante, uno de los mayores hallazgos de Agora es el de demostrar que aquel encantador mundo de la Antigüedad, signado por el reinado de las artes y la filosofía, era dependiente de una economía asentada en la explotación de esclavos. Por medio del personaje de Davo, sujeto a servidumbre en la casa de Hipatia, igualmente enamorado de ella y del saber, la película reintroduce un problema fundamental: que así como el cristianismo supuso, en efecto, una confrontación violenta asentada en la intolerancia que traía consigo la afirmación de un único dios, del mismo modo supo encontrar un apoyo masivo en la población en tanto su discurso se hacía eco de un enfrentamiento de clases. En tal sentido, es revelador el momento en que los paganos, rodeados por una turba cristiana enfurecida que no cesa de crecer, se preguntan ¿de dónde salieron tantos?, en un tipo de pregunta que, hasta el siglo XX, va a repetirse cada vez que clases postergadas o invisibilizadas hagan su irrupción en la escena pública.

He allí el mayor mérito de Agora, que no resuelve nunca el conflicto entre una antigüedad culta pero esclavista y un cristianismo solidario pero misógino y ávido de poder, a tal punto que Hipatia, con toda su inteligencia, alcanza a vislumbrar las órbitas elípticas pero no logra ver aquello que la une, en su condición de mujer, al esclavo. El final, de indudable inspiración romántica, vuelve a introducir un tópico fundamental en Amenábar: la importancia radical y decisiva del acto de dar la muerte, aquí reinterpretado en toda su dimensión política. Como puede verse, un poco más que “una de romanos”.

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