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Domingo, 14 de noviembre de 2010
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Casos > La sorprendente represalia en una muestra de graffitis apropiados

Pared contra pared

El peruano José Carlos Martinat viene exponiendo en diversas galerías graffitis apropiados. Y esto quiere decir literalmente apropiados: los trata con químicos en las paredes de la ciudad donde los encuentra, desmonta trozos de esas paredes, deja un hueco y expone lo que se lleva en una galería. Pero cuando lo hizo en la galería Liprandi, hubo una variable que no contempló: lo que se apropió en las calles de Buenos Aires no eran graffitis sino street art con dueños concretos. Dueños que tomaron por asalto la galería en un operativo comando digno del Guasón.

Por Claudio Iglesias
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Si a alguien le propusieran apropiarse de un graffiti, seguramente pensaría en pintar uno sobre un graffiti ajeno, o en usar la idea de otro para dale forma a uno nuevo. Pero nadie imaginaría arrancar literalmente un trozo de pared de dos metros de lado que previamente debe ser tratado con resinas durante un largo proceso en la vía pública y con bastante infraestructura. El resultado sería un ominoso rectángulo de pared hueca y un graffiti que pierde su hogar para siempre. José Carlos Martinat (1974) entiende la apropiación de esta forma tan literal y, en algún sentido, sobrecogedora. El título de la brevísima muestra que el artista peruano inauguró en Buenos Aires, Ejercicios para galería, además nos aclara cuál es el destino de las imágenes: colgar de ganchos en una sala de exhibición, como guerreros de una raza vencida, a la espera del comprador o del diletante que las examine. Una serie de maquetas de espacios públicos en miniatura para “vandalizar” con marcador y unas cuantas paredes despellejadas de la misma galería completaban la muestra, en cuya inauguración en la galería Ignacio Liprandi ocurrió lo que debe haber sido la primera acción mundial contra la trata de graffitis organizada.

Martinat no se imaginaba muchas cosas: ni que los dueños de las imágenes elegidas tuvieran una afección autoral por sus criaturas, ni que los vecinos de los barrios donde los graffitis fueron secuestrados iban a extrañarlos al ver paredes descascaradas donde había colores y anécdotas, ni que todos los involucrados iban a llenar el muro de Facebook de la galería de comentarios, insultos o amenazas, incluso antes de la inauguración. Tal vez no imaginó tampoco que no estaba extrayendo “graffitis” en sentido estricto sino piezas de street art, una expresión cultural absolutamente consensual que ya no tiene nada de vandalismo, marca de identidad subalterna, grito tribal o lo que se quiera. Tampoco debe haber imaginado la acción ideada por sus contrincantes, los graffiteros expoliados, tan fecundos en recursos como él a la hora de poner en juego derivados de la industria química: entrar en la inauguración en grupo, vaciar en las salas el contenido de todos los matafuegos del edificio, generando una atmósfera de humo blanco, graffitear las paredes (esta vez en serio: spray rojo, texto monocromo y nada de pistolitas de pintura), arruinar la camisa del galerista y la lente del artista que no podía dejar de sacar fotos y abandonar la escena rápidamente, tras darse el gusto de hacer la cosa más malévola y digna del Guasón que un artista callejero puede imaginarse (sólo que sin gas de la risa, sin grabador y sin MoMA).

Así quedó la galería de Ignacio Liprandi (acá con la camisa manchada) tras el ataque comando de vecinos y street artists de Buenos Aires: vaciaron los matafuegos del edificio, pintaron con aerosol sobre paredes y personas y se esfurmaron. Lo consideran un ojo por ojo.

Al lado quedaron, aleladas, las maquetitas del Congreso y la Secretaría de Inteligencia en las que el artista invitaba a dejar risueñas pintadas de marcador. Verboseos contra Macri y recuerdos a algún coleccionista estuvieron en la pobre cosecha de comentarios. El muro de Facebook, en cambio, siguió creciendo y diversificando sus nichos de público: graffiteros en plan amenazante, vecinos indignados (“¿tiene derecho este tipo a arruinar las calles y apropiarse de algo público de una ciudad que ni siquiera es la suya?”), profesores de arte con citas abajo del brazo, trolls ocasionales y defensores del patrimonio tratando de aparatear la situación en su provecho alimentaron una sopa de comments llena de referencias a Cindy Sherman, argumentaciones pseudo jurídicas y consabidas menciones a Tinelli (para parafrasear la ley de Godwin: si se prolonga lo suficiente, toda discusión cultural en la Argentina acaba en una comparación con Tinelli). La muestra fue levantada, pero la polémica siguió circulando en un espacio que el artista no previó. Martinat ahora tiene otra muestra en San Pablo, una ciudad en la que el conflicto entre el sector formal del arte contemporáneo y el segmento de la cultura de los “pixadores” está mucho más a flor de piel y tiene larga historia (incluyendo dos ciclos de virtuosismo vandálico, escándalo y causas penales en las últimas ediciones de la Bienal). Es de temer, por lo tanto, que si se mete con los graffiteros de esa ciudad le pinten algo más que la cámara.

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