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Domingo, 23 de enero de 2011
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Personajes > Por fin una buena con Kate Beckinsale

Con su blanca languidez

Por Mariano Kairuz
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Hace unos años ya, desde que alguien tuvo la peregrina idea de que la inglesa Kate Beckinsale era una actriz ideal para combatir vampiros y hombres lobos, que el cine parece haberse olvidado de que antes ella era capaz también de hacer de persona real. No es que tengan nada de malo, ni la cazadora de hombres murciélago que interpretó en Van Helsing, ni la vampira que se enfrenta a la familia licantrópica de la saga Inframundo (que pronto estrenará cuarta parte nuevamente con ella como protagonista); excepto tal vez que ella no proyecta una imagen muy feroz o amenazante que digamos; pero a veces puede ser divertido verla en esos papeles tan a contratipo, y seguramente le han servido para ampliar su club de fans más allá del drama de corset y de los fans de las inglesitas elegantes de paseo por Hollywood. La cuestión es que la dejaron de tener en cuenta para otras cosas. Y cuando hace un par de años filmó Nothing But The Truth, y demostró que todavía corría sangre por sus venas, casi nadie se enteró.

Nothing But The Truth salió en dvd localmente hace unas semanas bajo el título Identidad protegida. Formalmente, viene a ser algo así como un telefilm eficiente, de esos que se ven con interés hasta el final, a pesar de un guión esquemático y su nulidad en el plano visual. Mayormente, porque a los 15 minutos de empezada ya está claro que esto es algo más que otra anodina “película-de-la-semana”. Enseguida aparecen fuertes resonancias de mundo real, y no es por nada. Nothing But The Truth cuenta la historia de una periodista de un diario influyente encarcelada por negarse a proteger a una fuente que le ha revelado la identidad de una agente encubierta de la CIA. El guión del también director –especializado en thrillers políticos– Rod Lurie, está obviamente inspirado en el caso de Judith Miller, la periodista del New York Times que alcanzó cierta notoriedad por haber publicado sin confirmar la versión oficial sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, y que poco después pasó una breve temporada tras las rejas por negarse colaborar en una investigación sobre la filtración de la identidad de una agente de inteligencia. La producción de la película insistió por supuesto en que esta no es la historia de Miller, lo cual no impidió que algún periodista señalara lo ridículo del trueque de Bagdad por Caracas que borronea las referencias reales. Pero el tema sigue siendo, por supuesto, la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, contra las políticas salvajes implementadas en nombre de la seguridad nacional tras el 11-S; y si algo mantiene andando la película hasta el final es la convicción de dos de sus protagonistas: Alan Alda, como el inquebrantable abogado defensor de esta falsa Miller, y Kate Beckinsale, dejándose desmaquillar y hasta (casi) demacrar escena a escena, en la piel de la periodista-con-principios. El tipo de tour-de-force que cada tanto emprenden las actrices lindas (menos intenso pero en el estilo de Charlize Theron en Monster, digamos), es cierto, pero no es poca cosa para la mujer que un año después la revista Esquire ponía en tapa de su edición “Las mujeres vivas más sexies”. Kate fue incluso nominada para el premio de los críticos (Critic’s Choice) por esta actuación, pero, tal vez como coletazo de la crisis global del 2008, la distribuidora se presentó a quiebra y la película salió directamente en dvd en su país. “Tantas veces recé para que quebrara la productora de una película que hice –se lamenta Kate–, y justo viene a pasar con una que me encanta. Siempre son las que te avergüenzan las que terminan cubriendo el lado más visible de los colectivos.”

Y tal vez convenga no preguntarle demasiado acerca de cuáles son esas películas que quiso que jamás se estrenaran, pero tampoco hay que escarbar demasiado lejos para apreciar las extrañas transformaciones que ha pasado Beckinsale en su carrera. Nacida en Londres en 1973, hija de una actriz de teatro y de un muy popular actor de la televisión de su país que murió inesperadamente joven (de un ataque al corazón, a los 31, cuando ella tenía cinco años); Kate tuvo su primera, bastante luminosa aparición a los 19, haciendo Shakespeare, dirigida por Kenneth Branagh y recibiendo entre tomas consejos de Emma Thompson. Tras Mucho ruido y pocas nueces pareció condenada a un destino de dramas de época, que consiguió esquivar pero no por mucho; sólo para especializarse en chicas “bien”, impecables y hasta un poco irritantes del mundo contemporáneo, en películas como Ultimos días del disco, en esa suerte de Expreso de medianoche ligera con muchachas occidentales en Tailandia que fue Inocencia robada, y hasta cierto punto en la notable Laurel Canyon, de Lisa Cholodenko. Su participación en películas como Pearl Harbor no fueron sino un intento de ponerse en el mapa, pero lo que nadie puede explicar es de quién fue la idea de convertirla en action-hero, poniéndola a cazar vampiros, hombres lobos, o criminales peligrosos en el hielo (en el tan entretenido como olvidable thriller Terror en la Antártida, del año pasado), o a en-car-nar a Ava Gardner, haciendo un aporte a ese despropósito que fue El aviador, de Martin Scorsese.

Felizmente casada (con el cineasta que la convirtió en mujer-vampiro), madre orgullosa de un hijo de una pareja anterior (el gran Michael Sheen, Frost de Frost Nixon), se reconoce aburrida para la prensa, por su vida familiar de estilo conservador, su recato, su falta de escándalos sexuales o de otro tipo; así que cada tanto alguna publicación, a falta de otra cosa, vuelve a desempolvar los improbables rumores sobre una época en la que podía ser la chica mala del set y, enojada con un director, fue capaz de mearle dentro del termo de té. De algún modo ella sabe que, hasta que le llegue otro papel como el de Nothing But The Truth y el público esta vez sí pueda verla, su natural belleza –esa belleza que, depende el ángulo, alcanza a exhibir algo de su rasgado encanto, herencia de su octavo de sangre birmana por parte de padre– está ahí para compensar su blanca languidez.

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