Los WikiLeaks nacieron de un choreo. De un tipo que hoy está en la cárcel y la está pasando muy mal: el soldado Bradley Manning. Dicen que su único ejercicio es caminar en una habitación vacÃa. Lo del choreo no está probado, pero parece que saben que fue él y pueden demostrarlo, aunque no pueden sacarle a quién le pasó la merca. Los documentos sustraÃdos son cientos de miles de cables, correo militar de las guerras de Irak y Afganistán, y despachos diplomáticos de todo el mundo del gobierno estadounidense. Millones de empleados públicos como el soldado Manning podÃan acceder a ellos desde sus computadoras. Llegaron a un tipo que maneja un sitio seguro para hackers llamado WikiLeaks, que se encargó de difundirlos por el mundo.
Cuando conocà a Julian Assange, fundador del sitio, en un castillo inglés, lo que más le preocupaba era que no publicara nada que pudiera perjudicar a Manning. Nada que pudiera usarse en una Corte estadounidense para demostrar que la información supuestamente sustraÃda por Manning habÃa puesto en peligro la vida de alguien en la Argentina. Assange no me lo dijo, pero me dio a entender que Manning era el primer mártir de la causa, llámese revolución, ideologÃa, nueva forma de comunicar, ciberposperiodismo.
Hablamos, tomamos café y su ayudante me mostró un documento para publicar WikiLeaks en Página/12. Llamé al diario, firmó y firmé dos copias, una para cada uno.
Era mi primer viaje a Europa, pero no podÃa pasear con los documentos. Aunque después me di cuenta de que podrÃa haber googleado el lugar, o seguido la huella de los paparazzi, el viaje habÃa sido una pelÃcula de espÃas. Llegué siguiendo instrucciones trianguladas por teléfono desde un paÃs sudamericano por un miembro de la organización, que a su vez se comunicaba vÃa chat encriptado con la gente del castillo.
Me entregaron un pendrive y me dijeron que la clave para abrir los archivos me la darÃan en Buenos Aires. Me dejaron en la estación de Beccles media hora antes de que pasara el último tren. Esa noche, mi única noche en Europa, no quise salir para no toparme con ningún espÃa. Pasé la noche en un hotel de Londres durmiendo con el pendrive en el bolsillo, por las dudas, para que no entre nadie en el cuarto y me lo reemplace cuando me ganara el sueño. Al dÃa siguiente paseé por el Támesis con el pendrive en el bolsillo, me tomé un tren y volvà a Buenos Aires. Cuando me llegó la clave y los pude abrir, no lo podÃa creer. Dos mil quinientos diez cables partiendo de o con destino a la embajada estadounidense de Buenos Aires, todos ordenaditos en planillas de Excel.
Es cierto, los cables están llenos de chismes, recortes de diarios e historias archiconocidas. Sólo dicen lo que cuenta un montón de gente que piensa de determinada manera. Pero no hay duda de que son reales. Además son verosÃmiles en tanto que la gente que aparece en ellos, al no pensar que está hablando en público, tiene menos razones para mentir.
Cinco meses después de empezar a leerlos puedo decir que los WikiLeaks están manchados desde su origen, por más que venerables instituciones del periodismo como The New York Times, The Guardian, Le Monde, El PaÃs, La Jornada, Página/12 o Editorial Su- damericana los hayan pasado por el laverrap de la credibilidad y la respetabilidad.
Manchan a los estadounidenses y a los argentinos. A quienes los chorean, a quienes los reparten, a quienes los escriben, a quienes los editan, a quienes los publican y a quienes los leen. ¿Querés saber lo que dicen los poderosos entre cuatro paredes en la sede local del paÃs más poderoso del mundo? Bancátela. Ya cruzaste la lÃnea.
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