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Domingo, 23 de octubre de 2011
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Personajes > Steven Tyler, voz de Aerosmith

Esta boca es mía

Por Mariana Enriquez
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Hay cierta verdad, pero mucha injusticia en la noción más apresurada sobre Steven Tyler: que es un Mick Jagger de segunda mano. Están las similitudes, por lo demás, muy claras: la impresionante bocota –hubo un mito que hablaba de una cirugía estética para lograr el parecido de los carnosos labios–, la androginia y el carisma de frontman rockero hipersexuado. También las canciones de la primera época, clásicos stone como “Mama Kin” o “Chip Away the Stone” y la sociedad con el guitarrista Joe Perry: si Jagger-Richards se hacían llamar los Glimmer Twins (Los Gemelos Brillantes), Tyler-Perry se bautizaron los Toxic Twins en honor al altísimo consumo de sustancias que compartieron durante toda la década del ’70, años del primer reinado con Aerosmith.

Pero fue justamente durante esos indulgentes años ’70 que Aerosmith y Steven Tyler encontraron su sonido y su imagen propios, lejos de los Stones y desde Boston –ciudad muy poco rockera–, inventando una forma de rock norteamericano poco prestigiosa, pero muy auténtica, con algo del glam de Alice Cooper y KISS, más el amor por el blues, más las power ballads, híbrido de Queen y Led Zeppelin, es decir, la quintaesencia del rock setentista, adorado en el interior del país y mirado con desprecio en las ciudades finas. El tipo de rock que moldeó a una generación y el que escuchó Axl Rose en Iowa y Kurt Cobain en Seattle (en sus diarios, el líder de Nirvana citaba a Rocks –1976–, de Aerosmith, como uno de sus discos favoritos).

Y Steven Tyler, con sus catsuits de leopardo, sus pantalones de cuero colorado, sus brillos, sus chalinas, su extraordinaria voz –fue y sigue siendo uno de los mejores cantantes de rock del mundo–, se fue convirtiendo en un icono bastante extraño, un chico de Yonkers, Nueva York, hijo de un pianista clásico, bautizado originalmente Steven Victor Tallarico, un chico de la Costa Este que parecía nacido en Sunset Strip, con los micrófonos flameando de suaves telas indias y legiones de groupies en su backstage. Tres de ellas marcaron su vida. La primera: Julia Holcomb, de 16 años, cuyos padres le dieron a Tyler (de 27) la “tenencia” para que pudieran estar juntos durante la gira. El romance se acabó cuando Julia quedó embarazada y atravesó un parto inducido muy traumático mientras estaba en el hospital recuperándose de un principio de asfixia (le había prendido fuego a su casa). Un asunto escabroso por donde se lo mire. Después, Tyler se enamoró enseguida de Bebe Buell, que también quedó embarazada, pero ella se lo ocultó. Le atribuyó la beba a su novio de entonces, Todd Rundgren, y recién cuando Steven estuvo limpio de drogas dejó que se encontrara con su hija, la hermosa actriz Liv Tyler. Y, finalmente, Cyrinda Foxe, ex estrella de Warhol y ex de David Johansen (cantante de New York Dolls), madre de su otra hija, la también bella Mia Tyler. Steven, mientras tanto, atravesaba un número insólito de sobredosis, olvidaba años de su vida y estaba de gira más tiempo de lo que un humano debería estarlo. Y era capaz de escribir grandes canciones. De la primera era de Aerosmith es “Dream on”, la power ballad modélica, y “Walk this Way”, un rock con influencias de funk que, gracias a la versión en dúo con Run DMC, abrió la puerta para que el rap se hiciera masivo o, al menos, para que fuera masivamente escuchado por chicos blancos (es decir que sin Steven Tyler no existirían los Red Hot Chilli Peppers, ni Jay Z, ni Eminem, quien devolvió el favor en la canción “Sing for the Moment” de su disco The Eminem Show, donde samplea, justamente, “Dream on”).

La segunda edad de Aerosmith después de varios desastres personales y musicales comenzó en 1987, cuando los tomó de la mano el exitoso productor Bruce Fairbain y les agregó pop sin caramelizar ni idiotizar el sonido de la banda. Con Permanent Vacation fueron más banda de estadio que nunca; pero la locura llegó con Pump (1989), que vendió 7 millones de discos –canciones como “Janie’s Got a Gun”, la increíble balada “What it Takes”, “Love in an Elevator”, “The Other Side”–; y finalmente el megaestrellato con Get a Grip (1993): 15 millones de discos, canciones como “Livin’ on the Edge”, “Crazy” o “Crying” y videos que los presentaron a una nueva generación protagonizados por un verdadero sistema estelar teen de la primera mitad de los ’90: Stephen Dorff, Alicia Silverstone, Edward Furlong, Jason London, además del debut de Liv Tyler en la pantalla como una alumna de escuela católica que hace strip dance (muy liberal papá, por decirlo de alguna manera), e inolvidable esa gloriosa chica, apenas legal y también de Josh Holloway, que entonces era apenas un jovencito hermoso y con los años sería Sawyer en Lost.

Y Tyler lentamente se convertía en un drogadicto adorable, con un estilo femenino y algo simiesco, extrañamente sexy y atractivo. Ahora, a los 63 años, traspasó otra frontera: recuperado de una importante cirugía de garganta, de una caída del escenario que casi lo deja cuadripléjico y de un brutal tratamiento con interferón para paliar el daño de las hepatitis B y C que carga desde hace años, se encontró sin banda –Aerosmith estuvo inactiva unos cuantos años, se trata de un combo muy disfuncional– y le pidió un trabajo a su manager. Cualquier trabajo. Le ofrecieron ser jurado de American Idol. Aceptó. Su participación es una divertida delicia: sigue teniendo una sonrisa increíble, sigue cantando como un demonio, tiene algo dulce y desorientado que le permite comerse con los ojos y piropear con un cero en corrección política a chicas de 16 años y que nadie amenace con mandarlo preso (incluso teniendo en cuenta su, digamos, antecedente con las jovencitas). Su ropa sigue siendo extraordinaria, desde los camafeos con imágenes de Mark Ryden hasta el exceso de animal print y, sí, esas chalinas vaporosas que parecen volar. Acaba de sacar una línea de ropa que se venderá en Macy’s, signo inequívoco de popularidad. Y acaba de editar su autobiografía, la apasionante Does the Noise in my Head Bother you?, donde cuenta mucho más de lo conveniente y, sin embargo, no puede sacarse de encima el amor de fans, televidentes y casi cualquiera que lo conozca porque aunque a Steven Tyler lo llamaron durante años Demonio Gritador, por sus agudos, lo deberían haber llamado Demonio de Carisma, porque es irresistible. Incluso cuando se pone plumas y canta canciones empalagosas y horribles como su superéxito “I Don’t Want to Miss a Thing”, de 1998, su momento Celine Dion.

Aerosmith volvió a reunirse y a meterse en el estudio, tras muchas conversaciones y negociaciones, y la gira que están haciendo, previa al nuevo disco, los trae a la Argentina. Y ahí, sobre el escenario, el talento y encanto algo degenerado de Steven Tyler será impresionante y absolutamente único, para nada segundón, clon de nadie, tan lejos de Jagger, tan cerca de su propia leyenda.

Aerosmith toca el 28 de octubre en el Estadio Unico de la Plata.

Entradas desde $ 350.

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