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Domingo, 30 de octubre de 2011
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Arte > Los ensayos y las notas de María Gainza

Miss Elipsis

Hace ocho años, María Gainza empezó a escribir sobre artes plásticas en las páginas de este mismo suplemento, y el efecto fue inmediato: la escena artística parecía haber encontrado a una crítica capaz de entender la época de un modo descontracturado, sensible y riguroso a la vez. Ahora, con esos y otros ensayos reunidos en Textos elegidos 2003-2010, el ensayista Rafael Cippolini expone por qué esa mirada que supo moverse entre los artistas jóvenes, contemporáneos en su plenitud y la actualización de glorias consagradas, es la que ha signado con justicia el modo de observar el arte argentino en la primera década del siglo XXI.

Por Rafael Cippolini
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La irrupción de María Gainza fue fulminante. Valga el oxímoron: una tromba, aunque discreta. Empezamos a leerla en este mismo suplemento hace ocho años y no teníamos idea de dónde venía, ni adónde iba, pero marcaba una diferencia: una voz, un estilo singular y divertido, preciso, cargado de referencias que saltaban del cine a la literatura, de la televisión a la Historia universal, invariablemente atenta a (Nabokov dixit) “los divinos detalles”.

No tardamos en darnos cuenta de que estaba inventando, y no sólo para el público de Radar, un nuevo tipo de lector del género “Ensayo sobre artes visuales”. La fisonomía de los materiales lo dictaba: mucha conexión (una obra y su artista leyéndose desde una y otra y otra trama de sentidos) y siempre el quantum de información que necesitábamos. Ni de más, ni de menos. Textos elegidos 2003-2010 (diseñado por el artista uruguayo Alejandro Cesarco) es un recorte que suma además de las notas publicadas en este medio, tres escritas para revistas (Otra Parte, Artforum), dos textos de publicaciones monográficas sobre artistas, otro más para un catálogo presentado en la 51ª Bienal de Venecia y un inédito que da perfectamente cuenta de esto.

Ya sabemos, en cada década, incluso más mecánicamente de lo que suponemos: el canon se renueva. A veces de modo contundente –la revaloración en los últimos años de la producción de León Ferrari es claro ejemplo de esto–; otras, a través de rescates cuya asimilación es más lenta para el contexto. Con sólo repasar muchos de los incluidos en el libro –Federico Peralta Ramos, Roberto Aizenberg, Manuel Espinosa, Rodolfo Azaro y Alfredo Guttero– entendemos la necesidad de hurgar en razones que vayan más allá (y más acá) de las especulaciones historiográficas y de mercado. En este punto, el tejido de sensibilidades que el libro rescata desde la prosa de Gainza es muy útil. Su posición es mucho menos superflua que un mero regodeo por valores pasados: al contrario, presentiza sus propuestas, las vuelve imprescindibles para descifrar el estado actual del arte, no sólo argentino. Sus puntos de partida son exhibiciones, pero éstas se transforman de inmediato en algo más amplio: en un termómetro cultural. Es una de las lecciones –¿acaso involuntarias?– de este libro: todas las obras conviven en un mismo momento, en un mismo horizonte, formando un gran mosaico de estéticas que se potencian incluso molestándose o ignorándose. También forman parte del casting indispensables como Jorge de la Vega, Víctor Grippo, Delia Cancela, Antonio Berni y Gyula Kosice, porque tampoco ellos, autores de tantas de las piezas históricas indefectibles y profusas en consenso, son los mismos que en décadas pasadas. Si fuimos comprendiendo que cada obra (y trayectoria de artista) sólo sobrevive saludablemente cuando es reasimilada y reapropiada por nuevas generaciones, cada uno de los textos en cuestión dan pistas sobre estos abordajes, siendo ellos mismos un compilado de alternativas.

La pertenencia a una época no es sólo una fatalidad, también es –en lo que a estilo se refiere– una elección. En este sentido, el universo de Gainza es muy siglo XXI, incluso alimentándose de recursos que podrían parecer acrónicos. Sin embargo, cuando se acerca a sus co-generacionales, su actitud no cambia. No expone ni más ni menos entusiasmo. Se permite sospechar: comparte sus dudas con el lector, incluyéndolo de otro modo. Por ejemplo: “De lejos, las pinturas de Juan Tessi son fáciles de desechar. Tienen todo lo necesario para molestar al espectador. Un rejunte de tópicos visitados hasta el cansancio”, para, paso seguido, revisar: “Miradas rápido, uno creería que son más de lo mismo y el error sería grande. Porque las pinturas de Tessi capturan con intensidad y brillantez ese limbo angustiante que es la adolescencia prolongada, el último lugar de la Tierra al que uno querría regresar en otra vida”.

Sin notas al pie, sin un pesado cúmulo de bibliografías que vengan a sostener un aparato crítico, agradecemos que aún existan quienes posean tal maestría en la elipsis.

Y esa elipsis nunca la abandona y va tanto más allá. No olvidemos que los años 2000, en lo que nos refiere, tuvieron algún tipo de novedad en ramona, la desaparecida publicación que desató una verdadera compulsión masiva por escribir sobre arte (esto, bastante antes de que fuera su editor). Durante años, cada número fue una avalancha de colaboraciones de todo tipo, artistas, críticos, historiadores, sociólogos, curadores, coleccionistas, todos escribiendo sobre todos. Ahora bien, ¿qué clase de crítica resultaba del aluvión? Todos esos textos, muchos abusivamente deformes, nos refrescaban de la obsecuencia del paper, de sus recetas, de sus claves sólo aptas para anoticiados. Sin embargo, Gainza, tanto ayer como hoy, se mantenía al margen y creaba su propia zona, que en todos los casos resultaba más atractiva, punzante. Y muchas veces delicadamente demoledora. Todavía, su mirada sigue siendo menos complaciente de lo que una lectura rápida podría indicar.

¿Quieren saber qué pasó en las artes visuales en los primeros años del siglo? Lean o relean estos Textos elegidos. Primero, porque no prometen –y menos aún se proponen– el análisis de ninguna totalidad: un más o menos breve número de ejemplos le alcanzan. Unas pocas obras de Daniel Joglar, Catalina León, Adrián Villar Rojas y Matías Duville, entre otros, le bastan y sobran para dar minuciosa cuenta de una década. Más aún: el efecto se multiplica en sus aspectos más incisivos cuando se acerca a estos artistas treintañeros simultáneamente a otros de trayectoria más extensa e igualmente activos en el período en cuestión, como Diana Aisenberg, Jorge Macchi y Fabio Kacero.

Mención aparte, su estudio sobre la vida y obra de Alejandro Kuropatwa merece un sitial de honor en cualquier historia de la crítica de arte en Latinoamérica. ¿Por qué? Repito: por su voz. Porque tiene un carácter que no es un sampler de Artforum, ni de October, porque sus citas son elegantes y no concluyen en los insulsos justificativos bibliográficos que funcionan de comodines en la mayoría de sus colegas. Dije que sus referencias están siempre aggiornadas. Esto no contradice que en sus modos tenga mucho de una clásica dama de letras. Agita y hasta demuele con modales invariablemente irreprochables.

No menos cierto, este libro es un paréntesis. Hace un tiempo que Gainza parece haber dado por concluidos –¿indefinidamente?– sus reseñas sobre arte. ¿Volverá a la carga? Nos gusta imaginar que sí. De momento, nos contentamos con estas páginas. Nos hace falta. Ojalá en un futuro (un futuro que sin dudas ya comenzó) la década pasada, en lo que refiere a las artes visuales en la Argentina, sea conocida como “la década de María Gainza”. Ni más ni menos. Porque nadie la describió como ella supo hacerlo.


Textos elegidos 2003-2010
María Gainza
Capital Intelectual
224 páginas

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