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Sábado, 31 de diciembre de 2011
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Arte > Guillermo Faivovich: radiografía del diálogo artístico roto

El arte de la conversación

La historia del arte es un largo diálogo entre generaciones, obras y épocas. Con una serie de fotos a las tapas de la colección Pintores Argentinos del Siglo XX del Centro Editor de América Latina y seis cuadros de pintores que alguna vez ocuparon el centro del arte nacional, Guillermo Faivovich expone en Pinturas y Fotografías cómo esa conversación se ha vuelto aleatoria, saturada y amnésica hasta la vacuidad.

Por Claudio Iglesias
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Durante muchos años la historia de la cultura occidental fue concebida como una conversación que ocurría a lo largo de las décadas: artistas, intelectuales y científicos producían obras y cuestionamientos que iban generando diálogos de distinto tenor interpersonal, entre el susurro y el griterío. Un momento de la historia cultural puede efectivamente ser concebido como una charla en la que un grupo de interlocutores comparte un vocabulario y unas temáticas; a veces, esta conversación adquiere una fecha y un lugar: es el caso de la famosa Western Roundtable on Modern Art de agosto de 1949, de la que participaron Marcel Duchamp, Frank Lloyd Wright y Arnold Schoenberg, entre otros; o bien la Conferencia de Solvay de 1911, donde se reunieron científicos como Lorentz, Poincaré y Einstein. A veces, son las mismas obras las que desde remotos puntos del planeta entran en contacto casi sin quererlo. También la historia del arte de un país puede parangonarse con una charla que se extiende en el tiempo, con informaciones y puntos de vista que alternativamente se dejan de lado y se recuperan (ver, por ejemplo, discusiones como la de la reapropiación periférica del arte de los países centrales: algo parecido a una discusión de pareja centenaria). Hoy en día, esta noción de la historia como conversación enfrenta un doble desafío: por un lado, la conversación está saturada. A imagen y semejanza de los mercados financieros y las tecnologías de la información, el arte y la cultura se han convertido en redes inconmensurables que se desbordan a sí mismas desde todos los puntos, sin que nadie pueda tener una mirada global de la situación. Por el otro lado, y como consecuencia de ello, la conversación contemporánea es amnésica por definición. La multiplicación exponencial de las voces va de la mano con un rango de atención cada vez más corto. Como ocurría en los foros de Internet de hace unos años, el arte termina pareciéndose a un diálogo entre charlistas sin memoria que a cada rato vuelven a preguntarse su nombre, su edad y su lugar de residencia. Fuera de esa situación discursiva, de esta gigantesca charla (llámese sociedad de la información, esfera pública o arte contemporáneo) sólo hay silencio y desconexión. Más allá del barullo de información incontrolable que circula a través de ferias, bienales y otras plataformas de la cultura, la historia va depositándose en restos sin sentido, como pedazos de una fotografía hecha papel picado en la que la información resulta irrecuperable.

La posibilidad de traducir este estado irregular y frenético de la conversación a un principio de exhibición es uno de los ejes de la muestra de Guillermo Faivovich, Pinturas y Fotografías. En la galería Mite y en una de las paredes de la librería Purr (ambas situadas en el ya inefable Patio del Liceo), Faivovich dispuso dos argumentos contradictorios y complementarios para diagnosticar la historia del arte local como una conversación cuyos detritus son irreconocibles. La muestra comienza por una serie de impresiones fotográficas de las tapas de la colección Pintores Argentinos del Siglo XX del Centro Editor de América Latina, prolijamente enmarcadas y dispuestas en una grilla en la pared lateral de la librería. El legendario proyecto de organizar la información relativa al arte local en fascículos coleccionables de tirada masiva y de aspecto homogéneo se ve reforzado por el carácter standard de la apropiación de Faivovich: tomas de estudio frontales sobre fondo blanco, convenientemente enmarcadas, organizadas en una grilla. En el panel de yeso de una galería, una feria o una bienal, el trabajo podría pasar por un ejemplo más en lo relativo al debate sobre el apropiacionismo: un comentario marginal en una charla cosmopolita y ya larga en la que han intervenido decenas de artistas y teóricos, desde Richard Prince y Hal Foster en adelante. En la librería de arte más recurrida de la ciudad, el efecto es bien distinto. Al momento de la inauguración era posible sentarse frente a una de las mesas de la librería y hojear libros de artistas internacionales consagrados como Liam Gillick y Wade Guyton. En una palabra, libros actuales, que es lo que uno espera encontrarse en una librería de arte contemporáneo: libros sobre aquellos artistas que definen el estado de la conversación o el estado del arte como conversación (es decir, lo que ineludiblemente tenés que saber si participás de una cena o una reunión con artistas en cualquier lugar del mundo). Pero en las fotos de Faivovich aparecían aquellos que no forman parte: los aislados, los olvidados, esos artistas demasiado viejos o demasiado locales como Policastro, Cogorno, Ari Brizzy y muchos otros, presentes en un canon obviamente discutible (pictórico, nacionalista, masculino...) como el que ofrecía el proyecto del CEAL. Si la recuperación de estos nombres en un formato tan vehementemente canonizado y actual como el de la imagen apropiada serialmente ya puede generar cierta preocupación, su vecindad en la librería con títulos como 50 artistas contemporáneos que se deben conocer es, por decirlo así, intrínsecamente angustiante. Y exista o no justicia poética en la comparación de lo que estamos dispuestos a recordar con aquello que fácilmente se reconoce como olvidable, lo que la pieza deja entrever es cierta obligatoriedad de la entropía: lo ineludible hoy es pasto para el olvido, un señuelo para la erosión tan tentador como una línea trazada en la arena. Reconociendo el sistema del arte como una situación discursiva en la que circula información estandarizada y en permanente actualización, Faivovich proyecta, en las imágenes de esos libros que hoy se obtienen en mesas de saldo, una suerte de vanitas compuesta de apellidos: aquellos que hoy vale la pena conocer ya son, en potencia, fósiles de los que la historia va a olvidarse pronto. En una cultura tan pendiente de su propia actualidad como la contemporánea, ¿puede sugerirse algo parecido sin una importante dosis de humor negro? Entregarles una declaración de obsolescencia anticipada a los visitantes de una exposición requiere de una actitud simultáneamente neutra e ingenua. Lo contrario llevaría al terreno inmune del chiste buscado. Requiere también de cierta valentía; cierta capacidad de darle la bienvenida al desastre. Si Faivovich puede ser muy discursivo a pesar de prescindir de esas largas declaraciones típicas de los proyectos artísticos pretendidamente inteligentes, también puede ser muy afable en su manera de acercarnos a conclusiones desesperantes y, como un buen aguafiestas, dejarnos sin nada que celebrar, con una copa de vino en la mano.

En la segunda parte de la muestra, la contraparte de las fotografías, esta actitud de cierta frialdad empática con el cataclismo alcanza un desarrollo simétrico y aun mayor. En la pared lateral de la galería (ubicada en el segundo piso del Patio), Faivovich dispuso de seis pinturas de artistas situados al borde del anonimato, aunque puedan haber tenido prestigio en vida (uno de ellos, incluso, fue el representante argentino en una edición de la bienal de Venecia). La instalación de los cuadros es enfáticamente irregular; sus universos son incompatibles entre sí. No son exactamente obras centrales; de hecho, en su mayor parte proceden de livings de amigos y familiares. (Faivovich dirá que la historiografía “nunca llega al living”.) No hay ningún señalamiento, ninguna información, nada que reúna a las imágenes por fuera de la colgada azarosa, impropia y juguetona. Con una exhibición en dos partes simétricas, que en algún punto recuerda ciertas obras de Simon Starling, Faivovich parece decir qué ocurre con aquellos artistas que han caído fuera del círculo de la conversación, utilizando otro tipo de argumento apropiacionista: si las fotos de cubiertas en la librería proponen dos estados de la información, el de la actualidad y la obsolescencia, las pinturas prestadas parecen haber atravesado definitivamente el proceso de erosión de la información. El efecto es particular por lo caprichoso y distante; las pinturas, imágenes absolutamente desprovistas de contexto que se imprimen en la retina como la luz de estrellas muy lejanas y ya apagadas, forman algo así como lo contrario de una constelación: una figura carente de sentido cuyos vértices son seis definiciones posibles de lo que en algún momento (estimativamente, entre mediados y fines del siglo pasado) era considerado arte. Hoy, esas definiciones parecen palabras sueltas de un diálogo irremediablemente perdido; y el artista arqueólogo que deambula entre ellas con jovialidad parece dispuesto a decirnos que nuestras propias conversaciones, nuestras definiciones y nuestro “ahora” tan estridente y mundano no es más que un conjunto potencial de inscripciones indescifrables.


Guillermo Faivovich
Pinturas y Fotografías
Mite, Santa Fe 2729, locales 21 y 30,
hasta el 12 de febrero

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