Esa mañana terminaba la Dictadura. Muchos no habÃamos tomado aún el primer café en Democracia.
Todo parecÃa nuevo, hasta los pobres. El cielo parecÃa especialmente programado para la ocasión.
Jorge y yo nos adelantamos hasta la esquina de Avenida de Mayo y Bernardo de Irigoyen. Yo miraba el piso, el macadam ultrajado por las zapatillas y zapatos de la Nueva Era. Y las palomas, como siempre, no entendÃan nada. Esta era una multitud distinta, esperanzada, tras una década de movilizaciones crispadas. Mi hermano medio que se subió al verdoso cerco del subte y sacudió mi vista extemporánea hacia tantos pies con un ¡ahà vienen!
Aceleramos hacia Plaza de Mayo, la caravana era lenta pero no habÃa que confiarse. Mucha gente ya estaba esperando allá. A la altura de la Catedral ya vimos el descapotable. Le llovÃan papelitos y ovaciones correligionarias.
Apuramos el paso, yo iba adelante y miraba a cada rato hacia mi hermano, que me seguÃa entre la densidad humana cada metro más densa.
A los codazos, y ya tomados de la mano, avanzamos hacia la Casa de Gobierno, dentro de la cual convivÃan ya los infectos verdes con los recién venidos grises.
Pensar que esta plaza, hace un año y ocho meses estaba llena de muchos de los que hoy están ahÃ, victoreando en esa ocasión una altivez de pacotilla, y un año y medio antes se llenó de gentes rabiosas que habÃan aplaudido la tragedia, y ahora se darÃan cuenta del último cheque en blanco que habÃan entregado, los imbéciles estafados.
Hoy volvÃan a llenar la Plaza, muchos de ellos. Se persignaban frente a la Catedral, rebillikenizaban el Cabildo y renovaban su fe en el mastodonte rosado.
La cuestión era que nosotros dos, virginales, el pelo mojado, la mirada lÃmpida, estábamos ahÃ, casi en las escalinatas que dan a Rivadavia.
Y allá llega el auto, y los custodios contienen un vacÃo para que baje el flamante presidente.
Cada uno defiende como puede su posición para ver a AlfonsÃn de cerca. Es un diciembre histórico, amerita ser un chusma, llevamos los ojos como cámaras fotográficas.
Apretujados, ya nos lleva la marea. ¿Dónde nos metimos?
AlfonsÃn pasa con su pelo demasiado oscuro, su bigote seguramente perfumado, y todos lo quieren tocar. El, seguido de su mujer y el vicepresidente, ya pisan la escalinata.
Jorge y yo ya no tenemos los pies sobre las baldosas. La marea nos está subiendo.
A dos espaldas de nosotros está el flamante presidente, es decir, tres escalones más arriba. Ahà va AlfonsÃn, hacia su hora más feliz.
Y la veo, y me sorprenderá recordarla asÃ, a la primera dama. Fijo mi vista en su sombrero, en su aspecto. Es una dama antigua, atrasa cuarenta años. No me sorprenderá tanto VÃctor MartÃnez, su aspecto grisáceo-castrense, que traerá tantas sospechas. Ni, más allá, esperando en la puerta, a un desdibujado representante de los genocidas en retirada, Bignone, que no ve la hora de entregar el bastón. Es esa señora, cuya imagen guardaré, y me servirá años después para diseñar la reaccionaria MarÃa Lorenza de Los AlfonsÃn, en la revista Humor.
Y vamos, increÃblemente nosotros, entrando en la Casa Rosada en la mejor hora, colados sin quererlo, hasta la calma del Patio de las Palmeras, y ahà nos frenan, y nos guÃan hacia la entrada de Balcarce, la de los granaderos, la grande, por donde vemos, como una escenografÃa teatral, con luces que iluminan a todos los actores, a la gran masa del pueblo, y nosotros, dos de los primeros colados de la Democracia. Nos miramos, pÃcaros, y salimos corriendo, saludando a todos, dos hermanitos que entraron por el ano del edificio y salieron por la boca de la Historia.
Y le pedà a mi hermano Jorge Repiso Tannure que narrara la misma anécdota, sin haber leÃdo la mÃa. Esta es: DÃa lÃmpido, inolvidable para mÃ. Recién salido de la conscripción y con semejante panorama. Salà con Miguel desde nuestra casa en los suburbios y terminamos en la plaza frente al Congreso. El nuevo presidente se dirigÃa al pueblo después de su jura.
Algo pasó, y salimos caminando por la vereda par de Avenida de Mayo rumbo a Plaza de Mayo. Papelitos, fiesta en las caras, mi hermano con los dos dedos en V al aire. La Plaza estaba como siempre, llena, sonaban los parlantes entre la multitud, y en Balcarce 50, unas verjas desde donde podÃan verse de a pie al presidente del Perú y a Elva Roulet. Recuerdo todo como impregnado de sol. Pantalones verdes, zapatillas blancas y un libro en la mochila.
¡Dale, vamos! me dijo el compañero de aventuras y fuimos avanzando de a poco, hacia la explanada. Mientras conseguÃamos hacer tres pasos, AlfonsÃn y esposa a bordo del descapotable devoraban metros por la avenida a contramano. Subimos las escaleras, éramos miles. Logré colocarme a la par de un granadero que por momentos perdÃa su vertical. Nunca sabré cómo ocurrió.
AlfonsÃn se acercaba, patovicas de traje barato a los gritos y papeles flotando en el aire. El horizonte eran puras cabezas y boinas. El presidente, todavÃa con pelo negro, se esforzaba por subir las escalinatas, traspuso el alero de ingreso y detrás de él, todo el mundo.
No sé si empujamos o fue la gente la que nos impulsó. Tumbamos al guardia de honor, ingresando a dos pasos detrás del personaje que entrarÃa en la historia. Los dos, y tantos más, caminando al mismo ritmo por el Salón de los Bustos. PodrÃamos haberle tocado el hombro, pero preferimos ingresar en su misma cadencia.
Lo vimos ir, junto a su mujer. Mi última visión es la capelina de la primera dama. Alguien nos retuvo, pero nos trató bien. Fueron diez minutos en una sala que tenÃa ventanales con vista a la multitud. Sonamos, me dije, ahora en cana.
Pero no, era un dÃa perfecto. Todos se trataban bien. Como si durante esa jornada no hubiera nada en el paÃs que pudiera empañar la expectativa.
Nos invitaron a salir, y pasillo a derecha e izquierda, nos encontramos de cara a miles y miles que miraban hacia un balcón que muchos, legÃtimamente o no, utilizaron antes.
Me sentà parte de la historia, espero que alguien haya fotografiado a esos dos jóvenes desaliñados, con cara de cumpleaños.
Nos volvimos a casa en el 91, más tarde. Como dije antes, llevábamos un libro sobre la guerra de las Malvinas. Se imponÃa una revisión de todo lo padecido.

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.