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Domingo, 5 de febrero de 2012
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Cine > Un ciclo dedicado a Keisuke Kinoshita, el gran desconocido japonés en Argentina

Entre Tokio y Kioto

A pesar de ser una de las figuras más importantes del cine japonés de la posguerra, un director prolífico y variado pero constante en su calidad, que trabajó con los mejores actores de su época, reflejó la desesperanza, el escepticismo y las tensiones entre el viejo y el nuevo Japón, y anticipó logros formales de las vanguardias posteriores, Keisuke Kinoshita fue prácticamente desconocido fuera de su país durante décadas y todavía lo es en Argentina. La Sala Lugones empieza a remediarlo ofreciendo esta semana ocho de esas películas entre dos mundos, ninguno del todo mejor que el otro.

Por Paula Vázquez Prieto
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En el ciclo de la Sala Lugones se presenta este mes la obra de dos grandes directores del cine clásico japonés: Kenji Mizoguchi y Keisuke Kinoshita. El primero, cuyas ocho películas exhibidas la semana pasada constituyen la columna vertebral de su prolífica obra –se incluyó su primer largometraje sonoro, El país natal, inédito en Argentina–, es uno de los nombres más repetidos entre los conocedores de la cinematografía japonesa. Kenji Mizoguchi (1898-1956) detenta merecida fama y renombre junto a otros de los exponentes del clasicismo nipón tales como Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu, todos celebrados por la crítica internacional como los principales hacedores del despegue del cine oriental en la posguerra.

Keisuke Kinoshita, en cambio, es hoy uno de los grandes desconocidos de aquella época prometedora. Prolífico en sus primeros años, filmó más de 42 títulos en sus primeros 23 años de carrera como realizador, que se extendió hasta la década del ’80, fue celebrado por la crítica y el público puertas adentro, pero su fama no trascendió las fronteras japonesas y recién en las últimas décadas algunas de sus películas han circulado en ediciones en DVD –sobre todo en Francia– y se han exhibido en cinematecas.

Nacido en 1912 en Hamamatsu, una ciudad ubicada entre la vieja Kioto y la moderna Tokio, Kinoshita parecía predestinado desde sus comienzos a ubicarse a mitad de camino entre el clasicismo y la modernidad. Fascinado por el cine desde pequeño, se introdujo en el mundo de los grandes estudios a fuerza de dedicación y tenacidad –su padre se oponía a su deseo de trabajar en el mundo del cine– y se convirtió en novel asistente de dirección de Yasujirô Shimazu, uno de los popes de los estudios Shôchiku, estudio para el que el mismo Kinoshita trabajaría la mayor parte de su carrera (en la década del ’30 la organización de los estudios japoneses adquirió una estructura vertical similar a la de Hollywood). Su formación junto a Shimazu, padre de los llamados gedaigeki o dramas contemporáneos, le brindó un profundo compromiso con la situación del Japón de aquellos días, sobre todo desde el punto de vista humano. Al igual que Kurosawa, comenzó a dirigir en los primeros ’40 y los años duros de la guerra y la desazón y desesperanza de la inmediata posguerra dejaron una fuerte impronta en sus primeras películas.

Su tono ligeramente satírico le permitió abordar con inteligencia el eterno conflicto entre la inocencia rural y la viveza urbana ya desde su exitosa ópera prima, El puerto de las flores, donde dos estafadores convencen a un pueblo de isleños para financiar una compañía naviera en pleno esfuerzo bélico. Sin embargo, no todas fueron flores en su relación con la industria fílmica japonesa: también se las tuvo que ver con los censores. Como señala Donald Richie en A hundred Years of Japanese Film, en la escena final de Rikugun (1944) –rareza no exhibida en el ciclo– una madre corre desesperada al lado del tren que lleva a su hijo a la guerra. Ella está tan evidentemente dolida que los censores exigieron que la escena fuera eliminada porque se suponía que las madres japonesas debían estar orgullosas de enviar a sus hijos al frente de batalla. Kinoshita luchó y la escena permaneció; su mirada agria y desencantada sobre la guerra nunca cambiaría.

Admirador del francés René Clair, fue un gran artesano al acuñar un estilo visual único que trasladó a los diversos géneros que abordó, desde las comedias satíricas, hasta los dramas contemporáneos y las tragedias históricas. Escribía casi todos sus guiones, trabajaba siempre con el mismo equipo técnico, y colaboró con algunos de los mejores actores de la época como Sano Shuji y Sada Keiji. Con los años, evolucionó de un montaje acelerado, más influido por Clair, hacia largas tomas contemplativas que le permitían una estudiada observación del comportamiento humano.

La veta moderna en el estilo de Kinoshita se hizo evidente a partir de los ’50. En La tragedia de Japón (1953), para muchos su obra maestra junto con La balada de Narayama (1958) –basada en la novela de Shichiro Fukasawa adaptada nuevamente en 1983 por Shohei Imamura–, la estructura narrativa experimental no sólo alterna dos tiempos, el final de la Segunda Guerra Mundial y el presente 1953, sino que combina fragmentos documentales con imágenes fijas de periódicos de la época, y fue un anticipo de muchas de las búsquedas formales que las vanguardias europeas consagrarían a finales de la década. En Ráfaga de nieve (1959), antecesora olvidada de la Nueva Ola japonesa en las puertas de los ’60, ensaya la forma de un rompecabezas a partir de una serie de flashbacks que van desentrañando la historia de una mujer que ha sobrevivido a un pacto suicida con su amante para dar a luz al hijo de ambos y luego verse sometida por la rica familia de su amor perdido.

Si bien ya había incursionado en el Fujicolor en 1951 con Carmen vuelve a casa, el primer film japonés en color, su experimentación en ese terreno hizo cumbre en El río Fuefuki (1959). Con una estética teatral que evoca la pintura tradicional japonesa sobre tablas de madera, la película cuenta la historia de cinco generaciones de granjeros empobrecidos durante el siglo XVI, cuya suerte cambia cuando los jóvenes deciden dejar la vida campesina y convertirse en guerreros. La omnipresencia de la guerra, de la muerte, de la pérdida, se enfatiza con los colores brillantes que destacan de manera artificial sobre la superficie limpia del blanco y negro. En su crítica feroz al divorcio entre el Japón tradicional y el nuevo Japón individualista absorbido por los peores aspectos de la cultura consumista norteamericana, Kinoshita mira con lúcida atención la creciente influencia occidental en el nuevo sentir de una época donde el materialismo se convierte en el motor perenne de la tragedia.


Dedicada a Kenji Mizoguchi, la primera parte del ciclo Dos maestros del cine japonés terminó ayer. Hoy comienza la segunda sección, consagrada a ocho films inéditos de Keisuke Kinoshita, que se extenderá hasta el próximo domingo, 12 de febrero, en la sala Lugones, Av. Corrientes 1530. Más información en www.teatrosanmartin.com.ar.

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