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Domingo, 12 de febrero de 2012
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Teatro > Estado de ira, de Ciro Zorzoli, vuelve a escena

Por qué adaptar los clásicos

Por tercer año consecutivo se reestrena una obra cuyo tema es la urgencia de un grupo de actores por montar en una noche una obra de Ibsen, mientras su actriz gana cuanto premio hay para el teatro en Buenos Aires y la obra gira y viaja cosechando reconocimiento. ¿Cuál es el secreto de su éxito? Una capacidad notable para reflexionar sobre el teatro al ritmo de una comedia loca sobre actores.

Por Mercedes Halfon
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¿Qué es un actor? Una respuesta: el corazón del teatro. El nexo entre el director, el autor –si es que lo hay– y los que miran. Es la parte carnal, palpable, de la escena, pero también es lo inaprensible, efímero, porque cuando se apagan las luces, el que viene a saludar es ya otro, no el mismo que vimos sufrir o amar un segundo atrás. Por eso: ¿qué es un actor? Otra respuesta: Estado de ira. La obra de Ciro Zorzoli, que se repone por tercer año consecutivo, se hace esa misma pregunta y la contesta de la mejor manera posible, que es, precisamente, arriba de un escenario.

La obra se estrenó hace dos años en el Complejo Teatral de Buenos Aires y hoy está en calle Corrientes. Un pasaje no demasiado inhabitual para otros espectáculos, pero que llama la atención en este caso porque la obra pone en escena algo de la tensión que existe entre estas dos esferas de producción. Todo sucede una noche, en una dependencia pública, en la que un grupo de actores-empleados ensaya Hedda Gabler.

En las pocas horas que dicta el reglamento, estos intérpretes deberán preparar a una primera actriz, Antonia Miguens, para el reemplazo del rol protagónico. Sólo tienen esa noche para que ella aprenda las marcaciones, las posiciones, los desplazamientos y las entonaciones que se pretende que le imprima al texto del archiclásico noruego Henrik Ibsen.

La obra empieza con Eugenio, lo más parecido a un director que tiene el grupo de los estatales, saludando al público. Como las luces de la sala están encendidas buena parte de la función, la platea ocupa un lugar en la ficción de ese ensayo: se la participa, se le pide disculpas, se la vuelve parte de la trama. Luego llega Antonia y ambos se cambian en el escenario, que es una suerte de sótano donde se encuentran toda clase de objetos y escenografías –cascos de la Primera Guerra Mundial, caballos de madera– menos la de Hedda Gabler. Todo –las luces, el espacio, los actores– está dispuesto para que el teatro muestre su hilacha. Y es innegable que hay algo sumamente atractivo en asistir a esa intimidad. Ver cómo las cosas funcionan desde adentro. Si hubiera que detallar las razones del éxito de Estado de ira, de los premios, los reestrenos y los viajes, habría que mencionar ésta, entre las muchas virtudes que posee la obra. Presenciar el armado, el otro lado de la escena, es algo que siempre ha interesado, por el mismo motivo que alguien abre un artefacto electrónico para ver sus piezas y engranajes, o se le pregunta a un mago cuál es el secreto de sus trucos. El teatro parte de una mentira y develar ese misterio es una de sus mayores atracciones.

La primera actriz, que comienza siendo muy reverenciada por los estatales, conforme avance el ensayo y sus dificultades, irá cayendo en la ignominia. Se le pide que repita tal cual un parlamento, levantando la mano derecha, dando una carta con la izquierda, hablándole a un actor que hasta hace unos segundos era otro, pero ahora cambió porque el primero salió a comer. Por eso, este ensayo teatral, esta deconstrucción de Hedda Gabler, va a ir mutando hacia una comedia delirante. Le dicen que se apoye en la ligustrina y hay una mesa ratona, que abra la carta y le dan una pavita.

Volviendo a la pregunta sobre la actuación, podemos decir que Antonia y los demás forman dos bandos, dos modos de pensar el mismo oficio: por un lado ella, que representa esa clase de actores rodeados de plumas, que son personajes muy adulados y reverenciados por la sociedad; por el otro, ellos, que son proletarios de la escena, seres anónimos que mantienen vivo el engranaje del teatro oficial. Ese es el antagonismo de base, sobre el que se imprimen otros: ella encarnando el “mito romántico del actor” que es insuflado por fuerzas que lo hacen irse de sí mismo o por lo menos intentarlo; ellos como cansinos simuladores, títeres cuyos hilos manipula el director, que en este caso no es más que un transmisor de las intenciones del autor. Y estas dicotomías internas repercuten sobre otras más profundas. Cuando una de las actrices pregunta si se les pagarán las horas extra que está haciendo, señala ese punto crucial en el que el arte también es un trabajo y, por lo tanto, toda idealización al respecto del oficio cae por su propio peso. Sin embargo, cuando le gritan a la primera actriz que se limite a los movimientos estipulados de antemano, ese pragmatismo se torna deleznable y conservador.

Antonia Miguens es interpretada por Paola Barrientos, que desde el estreno de la obra ha ganado prácticamente todos los premios a actriz protagónica que existen en Buenos Aires: Florencio Sánchez, Teatro del Mundo, Teatro 21-GeTeA y más. Su trabajo impresiona porque todas las capas del complejo relato de Estado de ira deben ser representadas por ella: la actriz haciendo de la actriz haciendo de Hedda Gabler. Diego Velázquez, por su parte, que hasta hace un tiempo brillaba también en Las islas, hace aquí de Eugenio, el correcto burócrata que la lleva por los vericuetos de la pieza. Velázquez, además, debe desdoblarse en varios personajes: es Eugenio haciendo de Jorgen Tesman y Ejlert Lovborg, respectivamente marido y amigo extraño de Hedda Gabler.

Pero lo mejor de Estado de ira es que toda su reflexión sobre los modos del teatro y los modos de la actuación la hace sin la menor solemnidad. Sin perder por un segundo el hilo de la narración vertiginosa. Parece una comedia loca sobre actores y actrices, pero no lo es. Parece un tratado sobre el teatro contemporáneo y los clásicos, pero tampoco lo es. Es algo en el medio. Algo muy vivo, iracundo, agudo y delirante. Como debería ser el teatro.


Lunes a las 21, en el Teatro Metropolitan, Corrientes 1343. Entradas: desde $ 100.

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