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Domingo, 2 de septiembre de 2012
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El jardín de las delicias

Un pueblo a orillas del mar fuera de temporada. La clase política urde sus negocios, los comerciantes sobreviven, los excluidos se vuelven dóciles a la prepotencia que los alimenta, y todos los habitantes se repliegan para pasar un año más en ese lugar que alguna vez pareció un paraíso y hoy es un infierno retorcido por la corrupción, la violencia, el rumor y la crueldad. Sobre ese mapa de lo que bautizó La Villa, Guillermo Saccomanno despliega, durante más de 500 furiosas páginas y 250 personajes, un viaje dantesco por las miserias que corroen la vida de un lugar como cualquier otro y de sus habitantes. Desde Villa Gesell, el pueblo en el que se instaló hace más de veinte años, el autor habla del entramado de experiencia y literatura con que armó Cámara Gesell. Y Marcelo Figueras oficia de guía y crítico de ese infierno con mar.

Por Marcelo Figueras
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De acuerdo con la tradición, aquelarre era el sitio donde las brujas se reunían para adorar a un macho cabrío de color negro y abrir, mediante su intercesión, un portal del infierno en la Tierra. Cámara Gesell, de Guillermo Sa-ccomanno, sugiere una variante contemporánea de aquellas prácticas. El pueblo costero que le sirve de escenario (“la Villa”) tiene su macho cabrío: Alejo, el mayor de los Kennedy, dueño de un estudio jurídico, mucho dinero y por ende de las voluntades de sus coterráneos. Tiene, también, sus brujas: las esposas y amantes de los Kennedy, capaces de todo con tal de permanecer dentro de su círculo áulico. Tiene un escenario perfecto: esa Villa que se pretende paraíso natural, pero sirvió, en su concepción, como refugio de nazis en desbandada. (Un pueblo con pecado original.) Tiene sus víctimas propiciatorias: los niños en general (la inocencia es perseguida con denuedo en Cámara Gesell, porque constituye un lujo que el relato no puede darse) y en particular un bebé, hijo de bolivianos, a quien se incinera en lo profundo del bosque. Tiene sus escenas esperpénticas. (Un ataúd cae de su soporte durante un velatorio, echando a rodar las piezas del cadáver desmembrado que acunaba.) Y tiene ese abandono que era condición sine qua non del ritual orgiástico, la entrega a los impulsos que están más allá de la razón. Como si las brujas y el macho cabrío quisiesen invertir el sentido del ecce homo, para que ya nadie pudiese decir “He aquí al hombre” y pensar en un buen muchacho como Jesús sino más bien en cuán parecidos somos a ratas. (Con perdón de las ratas.)

Cámara Gesell es una novela salvaje. Podría venir con una faja que dijese: Abandone su esperanza todo aquel que entre a estas páginas. Sería oportuno, además, desde que el personaje que nos conduce durante el paseo implacable por la Villa se llama (no hay inocencia aquí, ya fue dicho) Dante.

Nadie se salva, o prácticamente nadie, en esta tragedia pagana. Pobres y ricos, zurdos y fachos, artistas y mercenarios, ladrones y policías, no hay quien no pierda en esta Villa a la que “todos acuden buscando eso: paz espiritual” para encontrar tan sólo un infierno peor que aquel del que pretendían escapar. Al principio tiene lugar una cacería humana en pos de presuntos abusadores de niños, pero esto no debe ser confundido con un argumento. El episodio sirve, básicamente, para establecer que la Villa está llena de gente que ya ha traicionado aquello que finge defender. No es ésta una novela de anécdota central, no. Lo que hace Cámara Gesell es, más bien, observar cómo sus múltiples personajes libran una única, repetida batalla. Porque lo que marca su destino, sugiere Saccomanno, no es la suerte ni la ideología ni la vocación, sino la manera en que se entregan o se resisten al rol que le cupo a la especie humana en el retablo de la vida: aquel del animal poco dotado y miedoso, pero maleable (esta última característica no es menor, más sobre ella en breve), que se sobrepuso a la adversidad mediante la inteligencia y se compró en el mismo combo, casi sin darse cuenta, la crueldad y el egoísmo más flagrantes que había en oferta.

También es salvaje con sus lectores, Cámara Gesell. Más de una vez me pregunté por qué seguía leyendo, por qué no podía parar. ¿Simple consecuencia de mi morbo, del regodeo que solemos sentir ante el recuento de miserias ajenas? Pero al fin entendí que lo me compelía a seguir paseando por esa Villa infernal era otro aspecto del salvajismo de Saccomanno: aquel que concernía a su ambición.

El procedimiento narrativo de Cámara Gesell se parece al de El Bosco en El jardín de las delicias: construye infinidad de miniaturas que obligan a abalanzarse sobre el panel para que podamos leerlas. Es decir: nos fuerza a caer dentro del relato, a perder noción de que posee límites y creerlo insondable, para después –sólo después– permitir el paso atrás que construirá, ahora sí, un sentido general. Cuando uno contempla la miniatura particular (o sea: cuando uno pega la nariz al cristal de la cámara Gesell, ese procedimiento que permite estudiar a un sujeto sin interferir con su proceso) sólo ve su filigrana, su naturaleza alucinada, la violencia puntual que cuenta. Y en ese instante confunde, humanamente (los adverbios son incómodos, pero éste es imprescindible), la parte por el todo.

Pero el autor de Cámara Gesell, también humano y por lo tanto maleable, sabe más y mejor. Nuestra vista busca siempre la derecha del cuadro, allí donde El Bosco ubicó el panel del tríptico que cuenta el Infierno y parte sustancial de las delicias que ofrece esta existencia. Pero Saccomanno es consciente, al igual que el pintor, de que la composición carecería de equilibrio sin ese panel izquierdo que tiende a pasar inadvertido: aquel que cuenta el Paraíso, aquel al que la vista no vuela, sino al que se debe llegar para completar la lectura de la obra, para que no se escape su sentido. “Sería injusto creer que todo acá es miseria humana”, dice una de las voces narradoras. “Hay mucha bondad acá, pero la bondad no tiene prensa.”

La novela tiene el arranque más poderoso que haya leído desde Lush Life, de Richard Price (2008). Saccomano empieza desafiando al lector, a quien califica de “hipócrita... mi semejante”. (Las itálicas son del autor.) Y a continuación le dice que esa noche en que comienza a leer (porque Cámara Gesell es una novela para leer de noche, sin duda), algo está pasando en otra parte, es decir, fuera del libro mismo, más allá del universo (aparentemente) autocontenido de la narración. “... Alguien, un agrimensor progre, se está garchando a su nene, alguien, un mecánico, en una casa de chapa de La Virgencita, está fajando a su mina, alguien, un peón borracho, en el corralón acogota a otro peón borracho durante un partido de truco”, dice en lo que tan sólo es el comienzo de una enumeración que sigue ad infinitum.

Se podría creer que tanta infamia diluye responsabilidades, dada la extensión de una mugre que salpica a todos. Alguien dice por allí, en efecto: “Un país que ha tenido campos de concentración está podrido hasta el tuétano. Todos somos gusanos”. Pero asumir literalmente esa idea sería confundir la voz del personaje con el autor. Y eso supondría un error, porque Saccoma-nno trabaja desde la primera página para trascender “la resignación de los vencidos”, apostando por nuestra capacidad de sentir indignación. La razón por la que pincha tantas pústulas es, sospecho, que todavía confía en que nuestra maleabilidad nos modificará en una dirección menos jodida que las ya fatigadas.

Quizá radique allí la ambición más grande de Saccomanno. Jugarse por la creencia de que la novela todavía puede dialogar con la calle, con la Historia que estamos viviendo sin percibir su mayúscula, con aquello que ocurre “mientras estás empezando a leer este libro” y, por supuesto, con aquello que estará ocurriendo cuando se lo termine. No contenta con cuestionar la condición humana y nuestro tiempo, Cámara Gesell pone en tela de juicio el mecanismo esencial de la narrativa, que reserva para el lector un sitio aséptico, al amparo de un cristal que le permite ver sin ser visto. Si alguna frase de la novela puede usarse para definirla, ésa sería, creo, la siguiente: “Mi canción es un aullido de rabia”. Y los aullidos rompen cristales, conectando realidades que ya no toleran una separación artificial.

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