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Domingo, 16 de septiembre de 2012
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Cine > Salvajes: Oliver Stone y Don Wislow en la frontera mexi-americana

Porros de la calle

Cuando menos se lo espera, Oliver Stone filma una de esas películas salvajes, adrenalínicas e hiperkinéticas que hablan con mucha más claridad, lucidez y elocuencia de la realidad que sus documentales sobre Latinoamérica o sus esfuerzos de corrección política. Esta vez, encontró en la novela Salvajes de Don Winslow un material delirante y fabuloso sobre un cartel mexicano disputando el negocio de la marihuana en territorio norteamericano, con el que desnuda los problemas, las paradojas y las perspectivas de futuro de la guerra más larga y menos fructífera de Estados Unidos: la guerra contra las drogas.

Por Mariano Kairuz
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Salvajes –la película de Oliver Stone y el libro de Don Winslow– trata, en esencia, sobre dos chicos californianos que se llevan puestos, ellos solitos, a un temerario cartel mexicano. Bueno, en rigor, así es la película; de la novela habría que decir que trata sobre dos chicos que, ellos solitos, casi se llevan puesto al temerario cartel mexicano, y esa diferencia de matices tiene que ver con un final reescrito para la versión hollywoodense, pero que no niega el final trágico romántico del original literario, sino que lo duplica, le inyecta ambigüedad, asume su carácter de fantasía desbocada. En una entrevista telefónica con Radar, Oliver Stone dice que el cambio se debe a que el final del libro no le resultaba enteramente realista: “El final de la novela no es sino la fantasía romántica de la chica que narra la historia”, dice Stone. Y si algo es la película, es justamente una fantasía, un delirio violento de su director. Del lado más aventurero, hiperkinético, irresponsablemente divertido de su filmografía; es decir, menos emparentado con sus documentales “comprometidos” sobre Fidel, Chávez y Latinoamérica toda, o a sus películas más directa y anodinamente políticas (de Nacido el 4 de julio a la inexplicable secuela de Wall Street, pasando por Las Torres Gemelas y W. ); y más cerca de Asesinos por naturaleza, Camino sin retorno (U-Turn) o Un domingo cualquiera. Winslow ya le había impreso a su novela de 2010 un ritmo imparable: 290 fugaces microepisodios sin solución de continuidad, que por momentos parecen sencillamente el boceto de un guión listo para filmar. La película es una aventura de imágenes soleadas que estallan en colores primarios, empezando por sus tres rubios protagonistas norteamericanos, los dos chicos y la chica que comparten, en un ménage-à-trois que, como se ha dicho por ahí, tiene bastante menos de Jules & Jim que de Butch & Sundance. Porque los chicos no son dos surfers con tiempo libre que se meten en problemas con la mafia por accidente, sino dos verdaderos emprendedores de la industria del humo, grandes cultivadores y comerciantes de marihuana de primerísima calidad en la privilegiada zona de Laguna Beach.

Ben (Aaron Johnson, de Kick-Ass) es el botánico pacifista de las rastas que se ausenta por largas temporadas para hacer trabajo de asistencia en las más castigadas aldeas del Tercer Mundo. Chon (Taylor Kitsch, de las malogradas John Carter y Batalla naval) es el ex Navy Seal capaz de tratar con los tipos más duros, gracias a las temporadas que ya se ha pasado en Afganistán y Pakistán e Irak. Y entre ambos, con ambos, está O. (por Ophelia), la nena consentida, hermosa (Blake Lively, de Gossip Girl), multiorgásmica (sic), y con poco más que hacer para llenar sus tardes que ir de shopping sin restricciones crediticias. Ben & Chon, los porreros más o menos alegres, se han hecho multimillonarios con sus emprendimientos hidropónicos, la vida les sonríe, el sol los tuesta y las olas los refrescan. Hasta que aparece el cartel de Baja, manejado por la viuda millonaria Elena (Salma Hayek), que quiere su tajada, y les hace la oferta-que-no-pueden-rechazar: intercambiar know how y cartera de clientes por poder de distribución. Experta en torturas, mutilaciones y decapitaciones, la gente de Baja no es el tipo de socios a los que se les puede decir que no, pero Ben y Chon rechazan la oferta, y disparan la guerra. Primero les secuestran a O. De ahí en más todo se va al demonio.

Y entonces, la aventura irresponsable de Oliver Stone, a pesar de su soleada frivolidad, sus inverosímiles escenas de heroísmo juvenil, y un tono en ocasiones pop y al filo del tarantinismo, está más directamente relacionada con el mundo contemporáneo, con los Estados Unidos de la larguísima, costosa e infructuosa “guerra contra las drogas”, que casi cualquiera de sus películas más obviamente políticas. Como escribió el crítico norteamericano Scott Foundas: “Es una de las gracias inesperadas de Salvajes que la película menos abiertamente política de Stone en años resulte ser una de las más profética y furtivamente subversivas. Mucho más que la secuela de Wall Street, esta es una película para la nueva economía, con chicos universitarios apostando a negocios privados (e ilegales) antes que a un trabajo inestable en la bolsa, mientras que la conducta de los representantes de los carteles del narcotráfico imita la de los ejecutivos y CEOs de Fortune 500, y las preciosas semillas de marihuana vienen del corazón de la zona en la que ocurre la mismísima guerra con Afganistán”.

Y así es: si en la superficie Stone filma una de acción, es en el fondo, en los detalles que se van describiendo a veces al pasar, a veces en off, que se erige de a poco la verdadera espina de Salvajes. Algunos de los mejores pasajes del libro tienen que ver con ingeniosas descripciones de clase (las miradas de mexicanos ricos sobre mexicanos pobres, de norteamericanos sobre mexicanos y viceversa) o con los tipos y calidades de semillas de marihuana y su por lo menos sugestiva procedencia. En la página 49 del libro, Winslow escribe que el objetivo de Ben & Chon es producir la mejor marihuana del mundo, “y la mejor semilla de cannabis procede de... ¡Afganistán!”. “No tendrá mar ni olas..., pero tiene unas semillas de cannabis de la gran puta, de las cuales la de mejor calidad se llama La Viuda Blanca”, piensa Chon, que de su última gira por lo que él llama Istanlandia (Afgan/Pak/Istán), se trajo “un trastorno pos-traumático por falta de estrés”, “una vestimenta burka para que O. la use en ocasiones especiales”, y “un montón de semillas” de esa estupenda variedad que es 25 por ciento THC. “Entregar las semillas Viuda Blanca a Ben fue como entregarle a Miguel Angel unos pinceles y un techo en blanco y decirle: adelante, hombre.”

Cuando conocemos a Ben y a Chon y a O., ya son ricos y Ben regresa de su último viaje por el Tercer Mundo. Según el libro: “Ben manifiesta eso que llaman conciencia social; es un muchacho muy informado y progresista. El tipo suele borrarse durante meses, porque tiene que hacer algo para evitar que a un grupo de personas les ocurra algo: pozos para que los niños de Zambia no enfermen de malaria, equipos de observación para evitar que el ejército masacre a los Karen en Myan Myan Myanmar.” Ben esparce su riqueza y vuelve de cada viaje con algo de tristeza y bastante de disentería y malaria. Aunque se lo menciona apenas en las veloces introducciones de personajes que hace la película, ése es un circuito central del relato: el que va de la semilla obtenida en el mismísimo lugar del mundo en el que EE.UU. hace el empleo contemporáneo más conflictivo de su política exterior, a una política personal de redistribución humanitaria y comprometida de la riqueza, en otros pozos de infortunio del planeta. Es central, porque hasta cierto punto la película nos tiene preguntándonos qué tienen de mejor los narcotraficantes artesanales y rubios respecto de los narcos corporativos y morochos que vienen del otro lado de la frontera: unos y otros se ven mutuamente como salvajes (y a ninguno les faltan sus razones) pero finalmente, éste es sin vueltas un enfrentamiento entre dealers buenos y dealers imposiblemente demoníacos. Unos son un grupo de porreros con muchos recursos, que hacen dinero “compartiendo” algo de su felicidad y su magia “recreativa”, por así decirlo; los otros son poco menos que los Zetas que aparecen en los diarios de todo el mundo cada vez que dejan otro tendal de cadáveres sin cabezas.

DE LA BUENA

Don Winslow ha dicho que no, él no consume, pero por su parte Oliver Stone –quien, recordemos, es también el autor del guión de Scarface, la película de mafia narco de los ’80–, se fotografió tras una voluta de humo blanco para la tapa de la revista High Times –una suerte de THC norteamericana– y no tuvo problema en decir, en entrevista con la Film Comment: “He disfrutado de las drogas por más de 40 años”. Empezó, dice, en Vietnam, donde le tocó ir al frente. “Lo mostré en Pelotón. La mitad de los pelotones se estaban colocando, no en el campo, sino en el fondo, y eso fue en buena medida lo que les permitió sobrevivir toda la experiencia. Yo no creo que hubiera podido retener mi humanidad si no hubiera sido así. Las drogas y la música eran un antídoto para la locura que nos rodeaba.”

Parte de la fantasía que impulsa la historia de Winslow (que participó de la adaptación del guión junto a Stone y Shane Salerno) tiene que ver con la tesis paranoica de que la violencia narco mexicana ya cruzó la frontera, de que ya es un hecho, que ha ingresado en territorio norteamericano y está tratando de apoderarse del paradisíaco sur de California. “Todavía no está ocurriendo, ésta es una historia ficticia, pero era interesante plantearse qué ocurriría si esta suerte de corporación narco, este Walmart de las drogas, intentara operar dentro de territorio estadounidense”, le dice Stone a Radar. “Es en teoría algo que podría llegar a ocurrir, pero no ha pasado aún. Ha habido algunos episodios en Texas, pero nada muy grande hasta ahora. Creo que los carteles mexicanos no querrían causar este tipo de problemas ni alcanzar este nivel de violencia fuera de sus fronteras, porque les resultaría muy difícil operar de esa manera, aquí tendría muchas consecuencias para ellos. Así que por ahora se dedican a trabajan más discretamente.”

De algún modo, el libro de Winslow le permite a Stone abordar un tema que lo ha obsesionado por años: la mera, hipotética, posibilidad de que la guerra con los narcos mexicanos se traslade a su país, lo lleva a hablar de blowback, el rebote necesario que acciones políticas largamente mal encaminadas por las sucesivas administraciones norteamericanas habrán de tener eventualmente, más tarde o más temprano, fronteras adentro. “La llamada War on Drugs –ha dicho– es un error, y ni siquiera debería llamarse guerra. Empezó con Nixon en 1971 a pequeña escala, una operación de 100 millones de dólares, y ahora la burocracia de la DEA anda cerca de los 25 a 30 mil millones, mientras las prisiones se ven abarrotadas de víctimas. Se ha convertido en una cruzada americana como Irak, Vietnam, Afganistán, y en México, particularmente, hemos exacerbado la situación al enviar a nuestras tropas paramilitares a su territorio. Se ha convertido en un asunto de inmigración, es un asunto de Seguridad Interior, se ha confundido con el terrorismo. De nuestra paranoia, hemos creado un Frankenstein, como solemos hacer, una monstruosidad.” Las partes de ese monstruo de Frankenstein incluyen a personajes como el corruptísimo agente de la DEA interpretado por John Travolta, o esa encarnación del mal absoluto que es Lado, espeluznante mano derecha de la Reina Elena, a quien le pone el cuerpo y su cara más desagradable Benicio Del Toro: un monstruo duro e imperturbable que se mueve entre los ricos con un corazón sangrante.

LA PIPA DE LA PAZ

Y a pesar de que Winslow se declara no-fumeta, su posición pública es afín a la de Stone: sus investigaciones sobre el narcotráfico, primero para su novela épica El poder del perro (que es algo así como El Padrino de la narcomafia), y luego para Salvajes lo llevaron a indagar a distintos niveles sobre lo que está ocurriendo en su país con la producción y circulación, y para él, la primera clave para arrimarse a una solución es el no-a-la-política-de-guerra: “Es la guerra más larga que ha sostenido el país, más que Vietnam y Afganistán, son ya 40 años y el resultado es que las drogas están más a pleno que nunca: hemos creado corporaciones multinacionales llenas de sociópatas, porque en un mundo donde reina la violencia, la mierda flota en la cúspide”. La segunda clave es la legalización: “Un proyecto pionero de legalización de la marihuana medicinal en California en 1996 cambió totalmente el tablero. Hoy allí todos sienten que están trabajando contrarreloj para conseguir un producto mejor, cuestión de estar bien parados dentro de diez años, cuando inevitablemente sea legalizada”.

“Es cierto que tenemos cultivadores independientes aquí en California –dice Stone–, yo los he conocido: llevan adelante una suerte de negocio boutique y son muy buena gente. Cultivan material del mejor, el mejor que he probado en 40 años.”

Así que, quién dice, acaso con menos millones y menos altruismo y experiencia militar y recursos de guerra, Ben & Chon, los salvajes rubios de la película más rara de la última parte de esa sinuosa filmografía de un director que se debate entre la más absurda realidad y las fantasías mejor ancladas en el mundo real, sí existan.


Salvajes, la película,
está en cartel desde el
jueves pasado.

Salvajes
Don Winslow
Editorial Planeta
350 páginas

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