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Domingo, 23 de septiembre de 2012
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> A propósito de Infancia clandestina

El fin de la inocencia

Por Nicolas Prividera
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Veinte años antes de filmar mi película M, participé por primera vez en un rodaje: tenía 14 años, y fui un improvisado extra en una película que se filmaba en mi colegio, cuando recién salíamos de la dictadura. La escena en la que participaba representaba un acto escolar en el que los alumnos cantábamos mecánicamente el Himno: para nosotros no era más que otra inexpresiva repetición, de la que ni siquiera logró abstraernos el perturbador ojo de la cámara. (Como la de la Historia, esa mirada invisible nos incluía en algo mayor que no podíamos comprender.) Cuando la película finalmente se estrenó fuimos a buscarnos en la pantalla, pero no nos encontramos. Pero lo que para mis compañeros fue una previsible decepción significó para mí un previsible asombro, ya que una vez más no pude compartir con ellos aquello que la película –nada casualmente– rozaba: los silencios sobre mi propia historia. No he vuelto a verla desde entonces (tal vez porque mi mirada adulta ya no puede compartir esa inocencia, en ningún sentido), pero siempre me he preguntado cuántos otros como yo hay ocultos en La historia oficial: hijos de una historia clandestina asombrados de verse públicamente velados, así en la vida como en el cine (y que tardarían muchos años en poder hacer visible su mirada sobre esa historia).

No me asombra entonces que Luis Puenzo sea el productor de Infancia clandestina, la largamente macerada película de Benjamín Avila que, como la ya lejana Kamtchatka y la no estrenada El premio, parte de la premisa de mirar los tiempos de la dictadura desde el –nada inocente– punto de vista de un niño. Claro que cada mirada –incluso cada mirada infantil, por supuesto– es muy diferente: porque lo que estos films relatan es precisamente la construcción de una subjetividad (des)alienada. Y lo que postulan, cada uno a su modo y a veces contradictoriamente, es que hacerse adulto –o ser libre– está de algún modo ligado con hacerse cargo de ese territorio extraño, que aunque ya no nos pertenece aún nos sigue cuestionando. Porque si en “esa tierra extranjera” que es el pasado “las cosas ocurren de otro modo” como decía Hartley, de lo que se trata es justamente de plantear esa inconmensurabilidad, más que de pretender saldarla. En ese sentido, los mejores momentos de Infancia clandestina son aquellos en los que la mirada asume sus puntos ciegos: lo que queda fuera de campo es precisamente lo que ninguna visión puede recuperar. Lo ausente para siempre.

Pues sólo cierto –mal llamado– “cine histórico” pretende conquistar una objetividad por definición omnisciente, con lo que más bien expresa su mayor derrota. Porque no se puede filmar el pasado: el cine es siempre un “arte del presente”. Y su propia adultez –como nos enseñó el cine clásico– coincide con la asunción de sus propios límites, a la vez que con la construcción de un punto de vista que asume su lugar en el mundo. Porque la contracara de esa demiúrgica omnisciencia suele ser una suerte de mirada infantilizada, en la que los espectadores siempre saben más que el protagonista y pueden ejercer así su humanitaria condescendencia (este equívoco sigue sosteniendo, por ejemplo, cierto cine adolescente fijado, aun después de medio siglo, en una deslucida imitación de Los cuatrocientos golpes). Pero una cosa es la extrañada inconmensurabilidad del pasado y otra la afortunada imposibilidad de volver a la infancia: Infancia clandestina hace equilibrio entre ambos abismos, aunque a veces no pueda evitar la tentación de capturar las inextricables texturas de una época y abrigar cierta nostalgia por la inocencia perdida.

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