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Domingo, 14 de octubre de 2012
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Cine > El primer amor en Moonrise Kingdom, de Wes Anderson

El corazón es un cazador solitario

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Digan lo que quieran: que la nueva película de Wes Anderson es otra maqueta encantadora, pero demasiado artificiosa, otra casa de muñecas de sensaciones y sentimientos prefabricados, otra serie de momentos y encuadres preciosos, pero carentes de vida. Los seguidores del autor de Rushmore (Tres es multitud), Los excéntricos Tenenbaum y La vida acuática, sabrán a qué atenerse, qué hacer con la distancia emocional que imponen las caricaturas que habitan su obra, y ese sistema preciso y calculado al que en esta ocasión se ajustan en absoluta complicidad actores como Bruce Willis, Frances McDormand, Edward Norton, Tilda Swinton y –miembro estable del reparto del director– Bill Murray.

Pero nadie podrá decir que en el centro de Moonrise Kingdom, subtitulada Un reino bajo la luna para su estreno argentino, el próximo jueves, en el corazón mismo de su postal de amor infantil, lo que late no es algo bien verdadero, perfectamente sincero. Ese algo queda expresado en un plano de la mirada estática e hipnótica de la debutante Kara Hayward: su personaje, joven hija de un hogar quebrado, dice tener 12 años, pero ella parece mucho mayor, más madura, física y emocional e intelectualmente. Kara, o su personaje, Suzy, es dueña de una sensualidad que explica todo lo que le pasa a su coprotagonista y potencial primer noviecito, Sam, el boy scout huérfano (el aparatesco, pero sensible Jared Gilman), con quien se dan a la fuga por las playas de una isla inventada en Nueva Inglaterra. Sin ella todo lo que ocurre en el film de Anderson se cae, solo queda la maqueta, la casa de muñecas. Suzy es subyugante desde que la vemos por primera vez, leyendo un libro, apoyada contra la ventana de su habitación, o disfrazada de cuervo, a punto de salir a escena en el teatro del colegio. De un puñado de elementos, pero fundamentalmente de la hechizante mirada de Suzy, está hecho todo lo que importa en este cuento.

Que está cruzado, ha dicho Anderson, por unos cuantos recuerdos, anhelos, ilusiones y ensoñaciones de su infancia y su preadolescencia, tal vez la idealización de la chica que le gustaba y a la que nunca se atrevió a hablarle, y unas cuantas referencias cinematográficas. En Moonrise Kingdom el director fundió algunas de sus imágenes predilectas de un film poco conocido de Ken Loach de fines de los ‘70, Black Jack, en la que un chico llamado Tolly (Stephen Hirst), en medio de las desventuras a las que lo arrastra un rufianesco gigantón francés, rescata de un loquero a la delicada Belle (Louise Cooper); también de la imprescindible La piel dura (L’argent de poche, 1975, de François Truffaut, quien con Los 400 golpes ya había filmado la mejor película posible sobre la mirada infantil y acá volvió a intentarlo); y, por supuesto, de Melody (Waris Hussein, 1971), la de los chicos que se escapan del colegio para casarse, la que todo el mundo acá vio por televisión o en VHS, pero que para Anderson se trata de un clásico “secreto”. De todos ellos se nutren los protagonistas de Moonrise Kingdom, subiendo la apuesta. La parejita que se dio a la fuga ensaya unos mínimos contactos sexuales en su breve refugio del horrible mundo de los mayores: un beso “francés”, un “te amo” que no se sabe si es sentido o experimental, un permiso de ella para tocar uno de sus pequeños pechos. Las mejores escenas transcurren en ese terreno indefinido, entre la belleza un poco extraña de ella, la excentricidad de él; hay tensión y ternura, acecha el peligro de lo que en poco tiempo más va a perderse u olvidarse, hay epifanías y hay sentimientos de verdad, los únicos de toda la película.

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