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Domingo, 25 de noviembre de 2012
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Dibujo > John Berger y su libro de dibujos inspirados en Spinoza

Dejemos hablar a Bento

Baruch Spinoza es uno de los filósofos cruciales del origen del pensamiento moderno, que construyó una idea de ética liberada del sectarismo religioso. Pero además de su trabajo intelectual, el hombre también conocido como Bento Spinoza, contemporáneo de Vermeer, Jan Steen, De Hooch, Gerard Dou y vecino en Amsterdam de Rembrandt, también dibujaba. Sin embargo, ninguno de sus dibujos parece haber sobrevivido. Sobre ese enigma –sobre los pensamientos, las fantasías y las conexiones con su filosofía que lleva una vida imaginando–, John Berger publica El cuaderno de Bento (Alfaguara), un libro único, en el que palabras y dibujos se acompañan, se iluminan y trazan los bosquejos de una ética del compromiso con la vida a pesar de su fugacidad.

Por Guillermo Saccomanno
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Baruch Spinoza (1632-1677), más conocido como Benedict (o Bento) de Spinoza, se ganó la vida en Amsterdam como pulidor de lentes. Sefaradí, estudioso del Talmud y la Torah, planteando la unidad de cuerpo y alma y el libre albedrío, al apartarse de la ortodoxia judía, puso en tela de juicio a los rabinos de su tiempo: casi lo lincharon en la puerta de una sinagoga. Su Tratado de la reforma del entendimiento y la Etica de acuerdo al orden geométrico se publicaron después de su muerte, a los cuarenta y cuatro años. Spinoza también dibujaba. A John Berger lo seduce esta articulación entre la palabra y el dibujo, soporte de El cuaderno de Bento, su último libro. La identificación con Spinoza le inspira una identificación fuerte que deriva en un texto que pivotea sobre las proposiciones de la Etica... en relatos y pensamientos sobre la naturaleza y el dibujo.

Sobre el filósofo escribe Berger: “Disfrutaba dibujando. Siempre llevaba con él un cuaderno de dibujo. Tras su súbita muerte –tal vez a causa de la silicosis que le habría producido su trabajo de pulidor de lentes–, sus amigos rescataron sus cartas, manuscritos y notas, pero, al parecer, no encontraron ningún cuaderno con dibujos. O, de haberlo encontrado, posteriormente se perdió. Llevo años imaginándome que aparece uno de sus cuadernos de dibujos. No sé qué espero encontrar en él. ¿Dibujos de qué? ¿Dibujados cómo? De Hooch, Vermeer, Jan Steen, Gerard Dou eran sus contemporáneos. Durante algún tiempo, en Amsterdam, vivió a pocos metros de la casa de Rembrandt, que era veintiséis años mayor que él. Hay biógrafos que sugieren que probablemente se conocieron. Como dibujante no debió pasar de aficionado. No esperaba grandes dibujos en sus cuadernos, si llegaba a aparecer alguno. Tan sólo quería volver a leer sus palabras, algunas de sus sorprendentes proposiciones filosóficas y al mismo tiempo aquellas cosas que él había observado con sus propios ojos. Un amigo polaco, que es impresor y vive en Baviera, me regaló un bloc de dibujo con tapas de ante del color de la piel. Y yo me oí a mí mismo diciendo: ‘¡Este es el cuaderno de Bento!’. Empecé a dibujar movido por algo que pedía ser dibujado. Con el paso del tiempo, sin embargo, los dos –Bento y yo– nos hemos ido diferenciando cada vez menos. En lo que se refiere al acto de mirar, al acto de cuestionar con los ojos, nos hemos hecho hasta cierto punto intercambiables. Y esto sucede, supongo, debido a una conciencia compartida con respecto a qué puede conducir la práctica del dibujo, y adónde”.

A John Berger (Londres, 1926), además de como escritor, crítico de arte y pintor, también se lo considera un pensador. ¿Acaso un pensador no es un lector que observa la realidad como sustancia, medita y extrae, más que conclusiones, interrogantes? Sin arrogancia, cuando después de contemplar paisajes, seres humanos, obras pictóricas, dramas sociales, arriba a lo que puede ser una elaborada conclusión dogmática, Berger prefiere plantearla como boceto. Berger, más bien, invita a observar, busca compartir aquello que ve y lo induce al lector a una reflexión spinoziana que, como escritor comprometido, quiere compartir. ¿Qué significa compromiso para Berger? “Un sentido de pertenencia a lo que ha sido y a lo que ha de venir es lo que diferencia al hombre de los otros animales. No obstante, enfrentarse a la Historia significa enfrentarse a lo trágico. Por eso tantos prefieren mirar hacia otro lado. Para decidir comprometerse con la Historia, aunque la decisión sea una decisión desesperada, hace falta esperanza. Un arte de la esperanza.”

Cuando Berger dibuja, expande la tinta con saliva. Su trazo es suelto, a mano alzada. La sutileza de sus dibujos hace pensar en Chéjov, su escritura indicial, toda una cita en El cuaderno de Bento. A propósito de Chéjov, escribe: “Si nos imagináramos los relatos que se están narrando de un extremo al otro del mundo esta noche y consideráramos sus resultados y sus desenlaces, encontraríamos, creo yo, dos categorías principales: aquellos cuya narración hace hincapié en algo esencial que está oculto y aquellos que hacen hincapié en lo que se revela”. Berger se inclina a pensar que la primera clase de narración se adaptará más incisivamente a lo que ocurre hoy en el mundo “porque sus historias permanecen inacabadas. Porque entrañan la necesidad de compartir. Porque en su forma de relatar, un cuerpo se refiere tanto a un individuo como a un conjunto de individuos. Porque en estas narraciones el misterio no es algo que se vaya a resolver, sino algo que se lleva con uno. Porque, aunque puedan tratar de una violencia, de una pérdida, o de una furia súbitas, no se quedan en lo inmediato, miran a lo lejos. Y sobre todo porque sus protagonistas no son actores sino sobrevivientes”.

La visión de unos ciruelos que han madurado y el deseo de dibujarlos, el hallazgo de un caracol, una bailarina en una postura preparatoria, presos políticos torturados, un ex mecánico de aviones, una boda magrebí, una princesa camboyana en un natatorio municipal, una moto: todo llama la atención de Berger. En todas partes encuentra relatos. Pero, ¿de qué clase de relatos se trata? Al venir acompañados por sus dibujos, al internarse uno en la lectura, se formula otra pregunta: ¿vienen los dibujos a completar las palabras o, más bien, las palabras buscan subrayar un aura del dibujo, la visión de un instante? Además, en la medida en que Berger, entre relatos y dibujos alterna las proposiciones spinozianas, produce un collage entre expresiones que, en su juego, no para de generar asociaciones, ideas, climas. El cuaderno de Berger puede resultar inclasificable en términos críticos. ¿En qué estante ubicarlo? ¿Con los libros de arte? ¿Con los de filosofía? ¿O simplemente entre los ensayos sobre distintos temas? La constelación de las obsesiones de Berger, como lo anoté al principio, impide definirlo a través de una sola praxis: no es sólo un escritor, no es sólo un crítico de arte, no es sólo un pintor y tampoco es sólo un pensador. Berger es la totalidad de todos esos Berger, tal como Spinoza planteaba que un cuerpo es muchos cuerpos. Entonces el cuerpo, la materia, en este libro, el libro de un marxista, es un centro que despliega sensualidad en la observación de una pintura amorosa, en el perfume de una espalda, el sabor de un pan siciliano. Pero la sensualidad es a la vez conciencia de lo efímero: el paso del tiempo, aquello que huye y que el arte se empecina en fijar como trascendencia. “Quienes dibujamos no sólo dibujamos a fin de hacer visible para los demás algo que hemos observado, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable”, repite Berger a modo de ritornello.

Las manos de Berger, el autor de Puerca tierra, son de campesino (de hecho, vive en la naturaleza, en una cabaña en la campiña francesa, cultiva con su mujer una huerta, trabaja la tierra, suele andar en moto). No obstante su aspereza, esas manos curtidas tienen el don de provocar el vuelo de un pincel chino sobre una hoja. Mientras el pincel se desplaza en una aguada, Berger reflexiona sobre la naturaleza del dibujo. A diferencia de la escritura, piensa, el dibujo tiene más que ver con la neutralización del yo y el desapego. En la observación constante del modelo, se trate de un rostro o de un animal, es el modelo el que impone su esencia y desplaza el yo del creador que, de pronto, no es más que un transmisor de la fugacidad. Al dibujar, piensa, no se piensa en uno. El tiempo es otro. Este libro habla de eso, de lo transitorio que es todo, pero sin embargo –-cabe repetirlo– el estar acá nos exige un compromiso con nuestros semejantes. En efecto, Berger habla y reflexiona sobre el gran tema spinoziano: la ética. Lo que legitima que su escritura se alterne a lo largo del cuaderno con citas del filósofo que también dibujaba.

Una tarde Berger entra en una biblioteca pública y pide Los hermanos Karamazov. La biblioteca cuenta sólo con dos ejemplares. Y los dos están en préstamo. Entonces Berger se pregunta quiénes serán esos dos lectores, si se conocerán entre ellos, y si se cruzara con ellos cambiarían una mirada, si se reconocerían sin darse cuenta. La idea remite entonces a un dato comentado al comienzo, en los orígenes de este cuaderno: ¿se habrán conocido Spinoza y Rembrandt, que vivían tan cerca? Y también: de haberse conocido, ¿Rembrandt le habría mostrado sus dibujos al maestro? “Cuando un relato nos impresiona o nos conmueve –recapacita Berger–, engendra algo que deviene, o puede devenir, una parte esencial de nosotros, y esa parte, ya sea pequeña o muy extensa, es por así decirlo, la descendencia del relato, su retoño.”

El cuaderno de Bento
John Berger
Alfaguara
184 páginas

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