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Domingo, 2 de diciembre de 2012
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Música 1 > Ben Kweller, aquella joven promesa que hoy cumple de la manera más inesperada

Quisiera ser grande

Su infancia estuvo llena de glorias y próceres del rock. Su talento lo convirtió en la gran promesa después de Cobain. Su adolescencia lo encontró retratado en las páginas del The New Yorker. Y su juventud lo dejó con todo eso a sus espaldas, la voracidad de la industria quemándole la cabeza y ningún éxito rotundo. Pero quince años después, Ben Kweller finalmente hace lo que quiere: discos que él mismo edita llenos de canciones delicadas, sinceras e inspiradas. Esta semana viene a tocar a la Argentina, el país de su adorado Charly García.

Por Martín Pérez
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A los cuatro años, Ben Kweller ya se había dormido en el escenario viendo tocar a Bruce Springsteen. A los siete, su padre –amigo de Nils Logfren, integrante de la banda de Bruce– le enseñó a tocar la batería. A los ocho, aprendiendo a tocar el piano se dio cuenta de que los acordes del clásico “Heart and Soul” de Hoagy Carmichael eran los mismos que los de “Let It Be”, sólo había que mezclarlos un poco. A los diez, aprendió a hacer su primer acorde –Mi– en la guitarra. Poco después escuchó por primera vez Nirvana y pensó: “Esto es como Los Beatles, sólo que con las guitarras distorsionadas”. A los doce armó su primera banda, y a los quince una docena de discográficas ofrecían contratos con cifras de seis dígitos, y comió junto a sus padres con Madonna, tocó la guitarra con Tom Petty y Joe Strummer, y recibió un llamado telefónico de Courtney Love, todos cruces vinculados con este o aquel contrato. Para cuando cumplió dieciocho años su banda se había separado, había editado apenas un disco sin mayores resultados, y era casi un fracasado. A los diecinueve dejó su Texas natal y se mudó a Brooklyn para empezar de nuevo.

Poco más de una década más tarde de ese nuevo comienzo, Kweller lleva editados cinco discos en una carrera de cantautor indie con la que ha logrado dejar atrás un pasado de niño precoz para acercarse al nivel de músicos como Evan Dando, Ben Folds o Ben Lee. “Soy como un veterano en esto, y apenas tengo 31 años –señala al teléfono desde su hogar en Texas, donde ha regresado hace poco–. Si fuese un carpintero ya sabría cómo construir buenas casas, si fuese un médico sería experto en ayudar a la gente, así que como músico tengo mucha confianza en lo que hago. Pero, aun así, cada vez que agarro la guitarra es como la primera vez. Aún llevo ese fuego por el rock and roll en mi corazón. Siento que nunca envejezco”, confiesa Ben, que con su mudanza a Austin se llevó consigo su contrato discográfico, y acaba de autoeditar su sexto disco como solista, Go Fly a Kite. Un título que significa una forma educada de decir Go Fuck Yourself. “Pero no es que le esté mostrando el dedo medio a nadie, simplemente habla de una actitud ante el mundo, un nosotros contra ellos”, aclara Kweller, que siente que el momento actual de la música ha regresado todo a como era al comienzo de todo para él. “Ahora que ya no hay tanto dinero en la música, sólo vamos a terminar quedando aquéllos a los que realmente nos gusta esto. Y para mí es lo único que hay en la vida –explica–. Entonces estar editando mis propios discos me retrotrae a cuando era chico y grababa mis propios casetes y los copiaba para los amigos, dibujando yo mismo las tapas y todo eso.”

A través de Internet, Kweller se mantiene conectado con su fans, y gira por todo el mundo, solo con su guitarra y su piano. Comentando su último show en Barcelona, a mediados de noviembre, un periodista de las revistas Ruta 66 y Mondosonoro se pregunta si, por su derroche de simpatía y energía positiva, y sorprendente actitud punk, no se trató del show del año. “Soy un tipo con suerte– explica simplemente Ben–. Para mí, tiene todo el sentido del mundo poder editar mis propios discos, y seguir tocando música donde quieran escucharme. La música es como mi religión.” ¿A quién le reza, entonces? ¿A Lennon o a Paul? “Me gustan más los sueños de Lennon que los de Paul –responde con una carcajada–. Es que, si hay un dios, ese dios es amor. Y la música es una de las mejores formas de expresar amor, más que cualquier otra forma de arte.”

Cuando se le comenta que también es una buena forma de sacarse la rabia, Kweller asiente, y confiesa que la mejor música enojada para él es la de Nirvana. “Pero como compositor, yo siempre trato de poner una luz al final del túnel. Ese es mi truco. Tengo que convencerme de que todo va a salir bien.” ¿Eso significa que del sexo, drogas y rock’n’roll siempre se mantuvo cerca del rock’n’roll? “Para nada –responde–. Sólo que no me gusta hablar de eso en mis canciones. No necesito decir que he aspirado cocaína con Marilyn Manson o que me he acostado con prostitutas. Tuve mucho de sexo y drogas, pero no es parte de mi mensaje como artista –responde el músico que manda al mundo a hacer volar un barrilete desde su admirable último disco, lleno de energía y grandes canciones–. Hay muchos temas que se refieren a situaciones poco felices, como perder amigos o tener que soportar que las cosas no sean como uno quiere. Pero uno no puede controlar al mundo, sólo podés controlar cómo seguir adelante a pesar de todo eso.”

Con su adolescencia inmortalizada en un perfil publicado por The New Yorker en 1997, cuando apenas tenía 16 años y acababa de firmar su primer contrato discográfico –ahí es donde se cuentan esos primeros encuentros con famosos, y también donde alguien dice que lo mejor que le puede pasar a Ben es que fracase con su primer disco, y gane tiempo para madurar un poco más como artista–, Kweller asegura que ya no se avergüenza de aquellos comienzos. “No puedo enojarme conmigo por intentar hacer la música que me gustaba entonces”, explica. Aquel grupo fallido, Radish, sonaba como Nirvana, y el perfil del The New Yorker escrito por John Seabrook no habla tanto del grupo o de Ben, sino de la locura del negocio de la música por no dejar pasar a la próxima estrella.

Una década y media más tarde, aquella forma de hacer negocios ya no existe, mientras que Kweller sigue haciendo la música que más le gusta. Y debutará esta semana en un escenario porteño, algo que –asegura– lo tiene muy ilusionado. “Tengo una conexión argentina, ¿no lo sabías?”, anuncia Ben, que explica que la madre de su mujer, Elizabeth, nació en una pequeña ciudad de Entre Ríos, San José de Feliciano. La madre de Liz murió cuando ella tenía 9 años, pero cuando cumplió 18, ella regresó a la Argentina, buscando a su familia. “Cuando la vieron llegar por primera vez se quedaron de piedra –cuenta Kweller, entusiasmado–. No podía creer lo que veían, era la viva imagen de su madre.” Desde entonces, Ben ha acompañado a Liz en sus viajes a la Argentina. No sólo eso: disfruta comiendo milanesas en un restaurante argentino que hay en Austin, e inclusive consigue su yerba preferida para tomar mate. “Todo siempre en el backstage, y cuando voy manejando mi auto. Todos me miran y creen que estoy drogándome, es muy gracioso.”

Siendo un auténtico fanático de la música, y con semejante conexión local, es lógico creer que Kweller sabe algo del rock argentino. “¡Por supuesto! –responde–. Los primos de Liz me han hecho escuchar bandas como Attaque 77 y La Renga, pero mis preferidos son Sui Generis. ‘Canción para mi muerte’ es un tema que amo. ¡Charrrrly Garrrrcíaaaa!”, se entusiasma Kweller, sumando otro eslabón freak a su particular biografía de rocker a pulmón, capaz de reinventarse una y mil veces, autor de canciones de esas que recuerdan que la música está ahí para dejarnos con una sonrisa en los labios. Con o sin el puño cerrado.

Ben Kweller toca el miércoles 5 a las 20 en Boris Club, Gorriti 5568. Entradas:desde $ 160.

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