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Domingo, 9 de diciembre de 2012
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Elenísima

Elena Poniatowska es una de las grandes periodistas y cronistas de México: ha retratado sus eventos más tremendos (La noche de Tlatelolco), dado voz a las víctimas y a los sin voz (Hasta no verte, Jesús; La herida de Paulina), entrevistó a los miembros más lúcidos, talentosos y activos de los últimos 60 años de la cultura mexicana, retrató a muchos de sus personajes y escribió decenas de libros que van de la novela con rigor periodístico al reportaje con prosa literaria. A los 80 años sigue hiperactiva, y recibió a Radar en su casa de DF para hablar de una vida que va de la infancia bajo Primo de Rivera al escarnio por apoyar la izquierda de López Obrador. Y, de paso, anticipar los tres libros que tiene por delante: una novela sobre Lupe Marín, la segunda mujer de Diego Rivera, la biografía de su marido (el astrofísico Guillermo Haro) y un libro sobre su ancestro directo, el rey Poniatowski de Polonia.

Por Martín Granovsky
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“Mi mamá era una mujer bellísima. ¡Pero bellísima! A mí mamá, cuando iba a España, pues la sacaba a bailar Primo de Rivera. ¡Estaba del otro lado! No del lado de los republicanos. Entonces investigando descubrí yo a los republicanos. Bueno, tampoco sabía yo nada del otro lado, pero descubrí la república.”

Dan misa esta mañana en la parroquia de San Sebastián Mártir, una hermosa capilla color blanco y salmón del siglo XVI. La letanía del sacerdote inunda toda la plaza de Chimalistac. El suelo es de adoquines y la plaza queda alargada y cerradita por construcciones de paredes claras que, por lo menos ahora, nada tienen de conventos. Una es la casa de Elena Poniatowska, que a los 80 años sigue hiperactiva y acaba de dar un curso en Santa Mónica y ser parte del programa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. Si todo esto que se ve es un convento, será un convento de libros. Hay libros hasta en la escalera. O de gatos. O de perros con pinta de sombra: por aquí, detrás de la puerta de entrada, anda un negrazo que la empleada quita de en medio llamándolo Shadow.

En la primera sala, bien luminosa, otras dos empleadas trabajan con los libros.

–Es que voy a donar muchos y quiero donarlos bien clasificados –cuenta una mujer sonriente que observa todo y, curiosa, hasta pregunta si los zapatos del periodista son suaves y sólidos como deben ser.

Son. Elena se acomoda en uno de los sillones con almohadones blancos bordados. A su izquierda, en un estante, se recorta la silueta de una botella de vodka. Es marca Poniatowski. Poniatowska sirve café en una taza de loza rústica y, periodista acostumbrada a conversar, parece divertirse mirando qué cosas mira otro. Uno de los almohadones blancos tiene cuatro letras: A.M.L.O. Es una sigla conocida en México. Corresponde a Andrés Manuel López Obrador, el jefe del Partido de la Revolución Democrática y, ahora, líder del Morena, el Movimiento de Regeneración Nacional.

–Cuando viene aquí a visitarme, Andrés Manuel se sienta donde está ese almohadón –señala Poniatowska.

En 2000 López Obrador ganó la intendencia de la capital mexicana, el Distrito Federal, que aún hoy sigue en manos de la izquierda. Como AMLO se convirtió en un presidenciable con chances serias, en 2004 tanto los conservadores del entonces presidente Vicente Fox como los congresistas del Partido Revolucionario Institucional votaron el retiro de sus fueros. No era cuestión de cárcel. Sin fueros no podría ser candidato. Al final el escándalo fue tan portentoso que Fox debió dar marcha atrás. AMLO fue candidato y perdió, según su denuncia, por fraude. Poniatowska fue parte de la reacción popular contra el desafuero.

–Hago mucho periodismo y estoy superligada a Andrés Manuel López Obrador y eso es hiperabsorbente –cuenta Elena–. Sobre todo porque en política haga de cuenta de que soy no sé qué cosa, alguien que no sabe. No tengo ninguna formación.

¿Lo dice de verdad?

–Pues claro. ¿Cuál formación política tengo? Yo vengo de un convento de monjas hasta los 18.

Bueno, tal vez sea también una formación política. ¿Qué estudiaba?

FOTOS: THEODORA LING. GENTILEZA REVISTA GATOPARDO

–Lo que estudian las niñas. Todo menos lógica. Eso debería haber estudiado. Pero estudiaba lo que estudiábamos todas. Historia, geografía... A mí lo que más me gusta en la vida es la geografía. Mi marido, Guillermo Haro, era astrofísico. El fue el padre de mis hijos. Pero como él trabajaba tanto en el Observatorio Astrofísico de Tonantzintla, en Puebla, los veía poco. Entonces yo tengo la sensación de que mis hijos no sabían quién era él. El recibió, y eso a usted le va a interesar, a Líber Seregni en el observatorio.

El fundador del Frente Amplio uruguayo.

–Sí. Dijo que quería ver un centro de ciencia. Líber fue y se hicieron muy amigos. Guillermo tenía una gran admiración por él. En general los viernes y los sábados, las noches que eran de parranda, los astrónomos se iban a cenar a Puebla y a echar relajo. Entonces una vez Guillermo le dijo a Líber que por qué no venía con ellos. Y él le dijo: “No. Yo no voy porque yo amo a mi mujer”. Estaba solo. Cuando vino a México fui a su hotel a desayunar con él. Luego, en Uruguay, durante un viaje a varios países, cuando gané el Premio Alfaguara de Novela, lo fui a visitar. Conocí a los argentinos y a los uruguayos. No estaba allí esa vez Eduardo Galeano. Pero en otra ocasión fui con Carlos Monsiváis. Y entonces sí que fuimos a cenar con Elena, la mujer de Eduardo, y Eduardo. Reímos mucho porque Monsiváis era muy ingenioso.

¿Cómo era una cena de astrónomos?

–No iba yo. Pero recuerdo que Guillermo se intercambiaba cartas con la hija de Líber Seregni. Cuando Líber estuvo encarcelado tantísimo tiempo él hizo muchísimas gestiones aquí. Estas cartas aparecen en la biografía de Guillermo. De Haro. Tenía admiración y devoción por Seregni y para él era una prueba pensar que su amigo estaba en la cárcel y debía ayudarlo. También ayudó mucho a los chilenos cuando llegaron a México. Pedro Vuskovic.

El ministro de Economía de Salvador Allende, ¿no es cierto?

–Sí, ese mismo. La de Haro es una biografía. Para mí es difícil hacerla. Queda un libro en el suelo. Luego lo recojo y no sé de dónde saqué tal o cual información. Me ayuda una amiga argentina, Sonia Peña, pero ahora está en la Patagonia. Ella me pone unos numeritos. Tengo mucha ilusión de que la tengan mis hijos.

Usted decía que le gustaba la geografía.

–Sí, aunque mi papá era muy fanático de la historia.

¿Cuánta investigación histórica tiene, por ejemplo, su novela Tinísima?

–Muchísimas entrevistas. Es una chiripada. Yo nunca iba a escribir sobre Tina Modotti. No la conocía. Además mi mamá la odiaba. Me decía: “Tu vas encore écrire sur cette communiste!”. Para colmo escribirás sobre una comunista... Además nudista, ¿no? Un gran camarógrafo mexicano me pidió que hiciera un guión para una película sobre Tina Modotti. Para hacerlo bien empecé a entrevistar a muchos viejos comunistas. Todos los que la conocieron. Muy conmovedores. Y vi que para ellos Tina había sido un conflicto, porque se enamoraban de ella pero después no supieron defenderla. Los asustaba. Trataban a sus compañeras no como sus sirvientas pero sí como sus auxiliadoras, como si estuvieran limitadas a hacer un café, a hacer la comida, y si eran distintas recibían algunas frases... Uno decía que en el Partido Comunista las mujeres confundían la palabra camarada con la palabra cama. Estaban muy ninguneadas, muy satanizadas. Entonces de repente se quemó la cineteca. La señora Margarita López Portillo, encargada de la cultura, hermana del entonces presidente, a quien le decían la albóndiga de porcelana porque era gordita y rodaba, dijo que ya no había dinero para hacer la película. Yo ya había entrevistado a todos esos comunistas. Estaba conmovida por su entrega, por su espíritu de sacrificio y un poco les había devuelto la vida por lo que ellos habían entregado. Me dolieron, y mucho. Y dije: cómo les voy a fallar.

Disculpe si me entrometo demasiado, pero usted me acaba de contar que escribe la biografía de su marido por sus hijos y la de Tina Modotti para no fallarles a los viejos comunistas.

–¿Usted es psicoanalista?

Simplemente periodista argentino.

–Parece psicoanalista. Le contaba que había decidido hacer la novela. Y qué bueno que la hice, porque yo no sabía nada de la Guerra Civil de España, y lo que sabía de la Guerra Civil de España era del otro lado. Mi mamá era una mujer bellísima. ¡Pero bellísima! A mí mamá, cuando iba a España, pues la sacaba a bailar Primo de Rivera. ¡Estaba del otro lado! No del lado de los republicanos. Entonces investigando descubrí yo a los republicanos. Bueno, tampoco sabía yo nada del otro lado, pero descubrí la república.

Uno de los entrevistados de Poniatowska, que dedicó 10 años a la investigación, fue Vittorio Vidali, un italiano al servicio de los soviéticos como otro Vittorio, Codovilla. Los dos participaron de la Guerra Civil Española de 1936-1939 como comisarios políticos de José Stalin, y quedaron sospechados de numerosos asesinatos de dirigentes de izquierda, como el catalán Andreu Nin. Vidali fue una de las parejas de Modotti, la italiana pobre que recaló en México tras haber emigrado a los Estados Unidos y murió en 1942 mientras viajaba en taxi. Elena Poniatowska terminó investigando ese mundo tanto como otros. El de Catalina la Grande, la emperatriz rusa del siglo XVIII. El de David Alfaro Siqueiros, el muralista mexicano que participó en el primer, y fallido, atentado a León Trotsky en México. El mundo de su propia familia, que junto con Porfirio Díaz, nueve veces presidente de México, dejó el país rumbo a Biarritz, en el País Vasco francés, tras la Revolución Mexicana de 1910. El mundo de Antonieta Rivas Mercado, la amante de un intelectual y político mexicano, José Vasconcelos, que en 1931 se suicidó en la catedral de Nôtre-Dame con la pistola de su querido y obligó a que la Iglesia cerrase el templo para exorcizarlo. El mundo de los agentes de Stalin que circulaban entre Moscú, Madrid, Barcelona y México.

–Le pregunté a Vidali si él había matado a Nin y me dijo que no –recuerda Elena–. Bueno, descubrí un mundo de una complejidad bárbara y dolorosa.

¿Tina Modotti también era compleja?

–No. Tina era una mujer que desde joven trabajó mucho. Trabajaba en una fábrica. Luego para ella era muy fácil identificarse con la gente de México, y así lo hizo.

Una mujer fuerte. ¿O no?

–Claro. Sobre todo en esa época en México. También entrevisté a la segunda mujer de Diego Rivera, Lupe Marín. No era una mujer muy culta pero sí bellísima. Parecía una pantera. Tenía ojos así como de sulfato de cobre. Valle Inclán se enamoró de ella. Ojos azules dentro de esa piel morena. Y muy atrevida. Luchó como loca para que no la fueran a aplastar. Por eso yo quiero después hacer esa novela. Son tres proyectos. El de Guillermo Haro casi ya está terminado. La novela de Lupe. Y la novela de Poniatowski. No sé nada de él y me va a llevar más tiempo. Cuando los Poniatowski volvimos a México yo cumplí diez años en el barco. No sabía ni siquiera que mi mamá era mexicana. En el fondo era más francesa que mexicana, y no muy devota de Emiliano Zapata ni de Pancho Villa. A los 10 años descubrí un mundo que ya no era ni el francés ni el polaco.

¿Habla polaco?

–Lo olvidé totalmente. Dicen que la vida es un círculo, que uno acaba donde empezó. Pensé: bueno, voy a ver quiénes fueron los Poniatowski. Yo sí sabía que eran héroes de guerra, porque mi padre fue un soldado muy destacado. Estaba lleno de condecoraciones. Estoy leyendo también sobre Estanislao Augusto Poniatowski, que fue el último rey de Polonia. Era amante de Catalina la Grande. Las feministas deberían tomarla en cuenta.

¿Por qué?

–Por la cantidad de amantes. Era una alemana con mucha cabeza. Me emociona mucho pensar que gracias a una formación desde niña, todos los días leía y escribía. Se levantaba a las seis de la mañana, ella misma hacía su té, calentaba su lugar, que ha de haber sido en Moscú terrible de frío, y se ponía a leer y a escribir. Leía a Jean-Jacques Rousseau, a René Descartes, a Voltaire, a Diderot. Y además empezó a comprar las bibliotecas de toda esa gente. Y a la noche, como decimos en México, le daba mucho a la hilacha. Hombre que le gustaba, hombre que entraba a su cama. Dicen que ella mató a Pedro o tuvo que ver en el asesinato. Ella quedó emperatriz.

¿Y Poniatowski?

–Poniatowski la amó toda la vida. Ella lo hizo rey de Polonia. Hay cartas donde se lee: “Yo no quiero ser rey, yo quiero estar en tu lecho”.

Pero fue rey.

–Fue rey y también consiguió que toda la familia tuviera un título. En Francia son príncipes o duques. Los títulos van bajando. Ser conde ya no es lo mismo. Es ser un mierdita, ¿no?

Entonces, Lupe Marín y Poniatowski serán novelas.

–Serán novela. Pero quiero que sean lo más exactas posible. No quiero, como dicen, que estén en el aire.

¿Por qué esa búsqueda de exactitud?

–Pues porque soy periodista. He escrito siempre a partir de la realidad. Es algo que... No sé, supongo que lo traigo adentro. El periodismo, desde que me inicié, a los 20 años, de muy chava, fue mi escuela, porque yo –como le dije– estudié en un convento de monjas. Lo único que hacía era rezar, darme golpes de pecho, pedir perdón por haberme comido dos rebanadas de pastel o por haberme comido la de mi compañera que me dijo que me la daba. Puras estupideces.

¿Y por qué el periodismo?

–Creo y supongo que fue de un día para otro. No pensé que sería periodista toda la vida.

¿Le gustaba escribir?

–En realidad me gustaba cantar.

¿Qué cantaba?

–Cantaba como Lily Pons. Con una voz muy aguda, una voz así, ti, ti, ti. Me fomentaban eso. En mi casa las mujeres no hacían nada profesionalmente. No se usaba. Quise ser médico pero no se podían revalidar los estudios hechos en los Estados Unidos. Claro que hubiera podido insistir, pero no lo hice. Estaba yo muy chava.

Se cruzó el periodismo.

–Hay un dicho: “Cuando esta víbora pica, no hay remedio en la botica”. El periodismo es así. Mis papás me daban una vida como muy de la colonia francesa. En mi casa se hablaba francés. Entonces empecé a descubrir a través del periodismo un país extraordinario. Mediante entrevistas con Alfonso Reyes, con Diego Rivera, con Octavio Paz, con Siqueiros en la cárcel. Cuando uno es muy joven se atreve a todo porque ni cuenta se da. Los entrevisté a través del tiempo. Ahora México es muy inferior a su pasado. Si uno busca la gente, las grandes figuras en el arte, ya no las hay. Se han diluido. Las grandes figuras han querido parecerse –por ejemplo los grandes pintores– a los movimientos europeos. Ya no hay un espíritu de revolución, de locura...

¿Entrevistó muchas veces a Siqueiros?

–Muchas veces, sí. Siempre le decía: “¿Entonces por qué no se peina?”. Yo decía cualquier cosa. Y él era muy simpático. Me contestaba: “No se preocupe, me peina de vez en cuando el Partido Comunista”. Era muy fácil, porque él hablaba. Contaba miles de historias. Como no sabía qué consecuencia política podían tener mis preguntas, yo preguntaba cualquier cosa. Por ejemplo, cómo había podido él participar en el asesinato de Trotsky.

¿Qué le contó Siqueiros de su atentado, el primero contra Trotsky en México? ¿Que falló simplemente porque falló, o que fracasó porque se propuso fracasar?

–No me acuerdo lo que me dijo. Me acuerdo de la respuesta de Vittorio Vidali cuando quise saber algo. “¿No es verdad que usted no participó en actos terroristas?”, le pregunté. “Me reservo mi respuesta”, me contestó.

No mintió.

–No quiso mentir y no quiso hablar. Era difícil que a mí no me respondieran nada. No tenía yo ni conocimiento de causa ni mala leche.

¿Preguntaba con cierta candidez?

–Había mucha. Yo no sabía nada. Y todavía hoy no sé. Tampoco soy una gente que está informada de muchísimas cosas. No tengo formación académica ninguna. Y bueno, a mí en las entrevistas nunca me han insultado. Las hacía como los norteamericanos lo dicen: un profile. Describía la casa, la esposa, la manera en que se trae el café. Y hay perros y hay gatos. Todo lo que uno ve y no sólo lo que dice el entrevistado.

Dígame, Elena, ¿es verdad que su perro se llama Shadow? ¿Entendí bien?

–Sí. Es una maravilla. Es de mi hijo. Como él viaja mucho me lo dejó. Es muy inteligente Shadow. Luego habrá visto los dos gatos. El hombre, Monsi. La mujer se llama Vais. Los recogí en la calle después de que murió mi gran amigo Carlos Monsiváis y les puse esos nombres. Eramos grandes amigos porque teníamos mucho en común, en nuestros intereses y sobre todo en nuestras causas.

Ya que habla de causas, usted investigó la masacre de Tlatelolco muy poco después. Fue en 1968 y sus textos de La noche de Tlatelolco aparecieron en 1971. ¿Queda algún misterio por develar, algo por saber?

–No se sabe ni el número de muertos. Pero en México, claro, es muy fácil ser un muerto anónimo. Hay cantidad de gente que muere. En este sexenio han sido terribles las muertes.

La cifra oficial habla de 96 mil. Y 15 mil desaparecidos.

–Muchísimos a los largo de seis años. Y muchos de los familiares se volvieron formidables luchadores sociales. No se quedaron llorando por ellos mismos.

¿La política se le cruzó un día igual que el periodismo?

–En los últimos años me metí. En los últimos ocho años. Un día llegó López Obrador, un día de 2004, se sentó ahí y me dijo que le ayudara en el desafuero. Le dije: “Oiga, pero yo no sé ni dirigir mi casa. ¿Cómo voy a poder ayudarlo?”. Dijo: “No, no, yo la escogí a usted”. Y fue muy absorbente. Aunque no sea él el presidente, en el fondo el mío fue un aprendizaje muy interesante. Sobre todo el contacto con la gente, con los estudiantes, con los jóvenes. He aprendido pues que la política es un mundo muy duro.

¿Muy implacable?

–Tienes tú que tener suficiente carácter y fuerza para seguir, porque a mí nunca me han insultado tanto antes. Mi teléfono... Me hablaban, me gritaban, me decían “puta vieja”. Un día le dieron un golpe a mi coche. Había muchísima agresión en el ambiente. Todo porque había hecho un corto de televisión para defender a López Obrador. Ahí me defendió muchísimo el periodismo. El diario La Jornada, donde escribo. Y me defendieron los lectores. Eso me gustó. ¿Le sirvo otro café?

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