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Domingo, 30 de diciembre de 2012
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Cine > Cloud Atlas, la nueva y excesiva película de los hermanos Wachowski

MAPA DEL CORAZON HUMANO

Tras cuatro años de trabajo independiente y con un presupuesto de cien millones de dólares –recaudados entre muchos productores alemanes–, Andy y Lana (antes Larry: hoy es una mujer transexual) Wachowski estrenan su nueva y enorme película, dirigida en colaboración con Tom Tykwer (Corre, Lola, corre): las tres horas de Cloud Atlas, una historia ambiciosa basada en la novela de David Mitchell. De gran complejidad narrativa, con el cruce de seis historias en tres siglos y los mismos actores interpretando diferentes personajes, el regreso al cine de los creadores de Matrix después del fracaso de Meteoro es una reflexión sobre el poder con ambiciones teológicas y políticas que ha deslumbrado a varios críticos y dejado perplejos a otros tantos, que no pueden decidir si esta fantasía de humanidad conectada a través del tiempo es un delirio ingenuo medio tonto o la obra radical de unos revolucionarios cinematográficos incomprendidos.

Por Mariano Kairuz
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“Mientras mi larga experiencia como editor literario me ha llevado a desdeñar los flashbacks y los flash-forwards y todo ese tipo de trucos y artimañas narrativas, creo que si usted, querido lector, puede extender su paciencia por tan solo un momento, encontrará que en esta historia de locura se aloja un método.” Con estas palabras hace su entrada en escena uno de los múltiples protagonistas de Cloud Atlas –la nueva película de los hermanos Wachowski, codirigida junto al alemán Tom Tykwer (Corre, Lola, corre; El perfume), quien es, a su vez, uno de los varios personajes que interpreta el mismo actor, el gran Jim Broadbent, en los diferentes segmentos que componen este relato por momentos delirante, confuso, absurdo, divertido y hasta irritante. El editor le habla al futuro lector de su memoria, pero es también, obviamente, el personaje y sus autores dirigiéndose al espectador de la película, pidiéndole que aguante un poco más, que no se deje desmoralizar por la mareante sucesión de brevísimas escenas introductorias que, sin solución de continuidad, atravesando distintas épocas –del siglo XIX a un futuro post-apocalíptico lejano y de fecha no identificada pasando por varios momentos de los siglos XX, XXI y XXII– abren la complicada superproducción con la que los artífices de Matrix vuelven al cine cuatro años después del estrepitoso fracaso de Meteoro.

Tratar de sintetizar los argumentos de las seis historias que se cruzan en Cloud Atlas sería engorroso, aburrido e inconducente, pero puede empezarse por indicar que se trata de una adaptación de una muy exitosa novela del escritor británico David Mitchell, publicada en 2004. La primera de las historias del libro seguía a un notario norteamericano en su desventura, ambientada en 1849, en unas islas del Pacífico Sur, atrapado en un pesadillesco viaje de negocios arreglado por su suegro, entre brutales “caballeros” esclavistas. La siguiente arranca en 1936 en la Londres de preguerra, donde un joven músico gay desheredado por su padre pone en práctica una bizarra estrategia para alcanzar la gloria, haciéndose contratar como amanuense por un brillante compositor veterano a quien espera extraerle una última obra maestra antes de que la enfermedad termine de llevárselo de este mundo. La tercera, ambientada en San Francisco en 1973, es una suerte de thriller conspirativo como los de los ’70, centrado en la guerra entre la industria petrolera y sus potenciales sustitutos energéticos –con una periodista brava siguiendo el caso y un matón corporativo en sus talones–. La que transcurre en el presente tiene por protagonista al editor que nos pide paciencia, y quien por un bizarro vericueto argumental termina atrapado y tratando de escapar de un hogar para ancianos. Los últimos dos capítulos son los que transcurren en el futuro. Uno es una distopía en la que resuenan ecos de Orwell, pero en especial del Brave New World (Un mundo feliz) de Aldous Huxley, con una clase social genéticamente diseñada para aceptar sin cuestionamientos su función de servidumbre (escenográficamente, su Neo-Seúl recoge referencias de Blade Runner y de parte de la más amarga ciencia ficción de los ’70). El otro nos lleva hasta unas islas hawaianas después de “La caída”, evento apocalíptico tan devastador que ha devuelto a la mayor parte de la humanidad sobreviviente a un estado tribal, pre-tecnológico.

Cada nueva historia que se abre en el libro va interrumpiendo la anterior hasta llegar a la sexta, para luego ir cerrándose en espejo. Eventualmente van desplegándose reiteraciones y circularidades que conectan a unas con otras, en un ardid narrativo que, a pesar de sus resonancias New Age –toda la humanidad conectada, una única esencia caracterizando a toda la raza humana a través de los siglos y los diferentes puntos del globo– fue recibida por parte de la prensa más influyente con simpatía, básicamente por su ingenio y su dinamismo. “Literalmente, todos los personajes principales menos uno –escribió el autor– son reencarnaciones de una misma alma a través de la novela, identificados por una marca de nacimiento. La nube (cloud) del título se refiere a las manifestaciones cambiantes del atlas, que es la naturaleza humana. El tema del libro es la depredación, la manera en que los individuos depredan a los individuos, los grupos a los grupos, las naciones a las naciones. De modo que tan solo tomo este tema y, en cierto sentido, lo reencarno una y otra vez en distintos contextos.” Las cuestiones centrales del libro según alguno de sus críticos más elogiosos, son “la explotación, la tiranía, la esclavitud y el genocidio”.

Mitchell también publicó algún texto sobre la radical “infilmabilidad” de su novela, lo que no impidió que dos de sus fanáticos, los Wachowski, emprendieran la casi imposible tarea, fascinados, han dicho, por “la escala de sus ideas, su falta de cinismo, y su potencial dramático”. Para Lana Wachowski –la mitad de la dupla de hermanos, antes conocida como Larry–, la novela de Mitchell “representa un punto medio entre la idea futura de que todo está fragmentado y la idea pasada de que hay un principio, un medio y un final. Queríamos una película que nos reconectara con la sensación que teníamos de chicos cuando íbamos a ver al cine y nos encontrábamos con películas que eran complejas y misteriosas y ambiguas. Películas de las que no sabías todo instantáneamente”.

Y por supuesto, está el tema de la dominación y la resistencia, central y reiterado (“reencarnado”, según su autor) en múltiples formas, y que los Wachowski supieron convertir –al menos a nivel discursivo– en el asunto de su saga hipermoderna protagonizada por Keanu Reeves. “El poder es algo sobre lo que los artistas y narradores han estado escribiendo desde La Ilíada”, dice Lana Wachowski. “Es una parte de la experiencia humana. Desde siempre hemos visto cómo se intenta comprender las dinámicas del poder. Foucault nos dio una mirada hacia el interior del poder en el mundo posmoderno, así que ahora lo entendemos de un modo distinto de como lo entendía Homero, pero el poder sigue y va a seguir siendo un tema de la historia de la humanidad. Cuando leímos por primera vez el libro de Mitchell, nos pareció sorprendente su exploración de la relación que hay entre la responsabilidad que tenemos respecto de quienes tienen más poder que nosotros, y la que tenemos respecto de aquellos sobre quienes tenemos poder. Es material para grandes historias: ¿qué debemos hacer con esta construcción de lo que se supone que debe ser el mundo, aceptarla sumisamente o combatirla?”

WACHOWSKI RECARGADOS

Debido a –entre otras– las exigencias de tempo del cine en relación con la literatura, la estructura en espejo del libro fue dejada de lado en la adaptación, y en su lugar cada una de las seis historias se van intercalando fragmentariamente a lo largo de sus excesivas casi tres horas de duración. La interconectividad de sus distintos relatos, como “reencarnaciones”, a la que aspiraba Mitchell, acá se busca en las recurrencias temáticas, pero también en las visuales, y en uno de sus recursos más arriesgados y no siempre exitoso, al punto que por momentos resulta forzado, distractivo y hasta ridículo: los mismos actores interpretando varios personajes, a través de las seis historias. Por ejemplo: Tom Hanks es el narrador tribal del post-apocalipsis, un médico inescrupuloso en el siglo XIX, un escritor mafioso en la actualidad, y otros menos visibles en el resto de los capítulos. Halle Berry es una embajadora de una comunidad de avanzada en el devastado futuro, la periodista de investigación en los ’70, y la joven amante ¡pelirroja! del veterano ex genio musical. Y Hugo Weaving, el inolvidable agente Smith de Matrix, interpreta a seis villanos, uno de ellos una mujer; y otro, el más bizarro, un demonio mitológico alucinatorio llamado Old Georgie. “Hugo es nuestra musa diabólica –dicen los Wachowski–. Es tan bueno y amable en la vida real que necesita interpretar a estos malvados.”

Por muy deliberados que los Wachowski y Twyker digan que son los saltos tonales y los múltiples artificios sin red de su película, hay una zona en que Cloud Atlas se vuelve una experiencia esquizofrénica que no siempre funciona. Pero desde su première, hace tres meses, en el festival de Toronto, parte de la crítica norteamericana asimiló el delirio propuesto, su ocasional grandilocuencia, y sus absurdos, apreciando que se hubieran tomado tamaña molestia en la que, después de todo, y a pesar de sus más de cien millones de dólares de presupuesto, no deja de ser una producción independiente, financiada fuera de Hollywood reuniendo infinidad de inversores europeos, mayormente alemanes, y supliendo la salida a último momento de varios productores con dinero de su propio bolsillo (unos siete millones de dólares, según los Wachowski, que los obligó a, como en una vieja tradición de los cineastas argentinos de los ’80, “hipotecar sus casas”). El usualmente sensato Andrew O’Hehir escribió en Salon.com que se trata de una “experiencia asombrosa, desconcertante, emocionante y (para muchos, parece) irritante, y para mí la más hermosa y distintiva visión que haya tenido en una pantalla grande de todo 2012. Cloud Atlas elabora un argumento filosófico y teológico acerca de la vida humana. Entiendo por qué mucha gente se va a alejar de ella: porque parece sobrecargada, pretenciosa y sentimental, e imbuida de una visión espiritual que recuerda a las piezas de ‘sabiduría’ impresas en las paredes de las cooperativas de alimentos orgánicos. Es todo eso, pero a la vez (o aún más) lo fue también El árbol de la vida, de Terrence Malick, y estoy más dispuesto a volver a ver esta película, que es divertida, violenta y prodigiosamente romántica, y tiene un corazón inmenso”.

TIREN SOBRE LA CRITICA

“¿Qué es un crítico sino alguien que lee rápidamente, con arrogancia, pero nunca con sabiduría?”, le pregunta, en medio de un evento de prensa, el editor (Jim Broadbent) al mafioso irlandés devenido escritor (Tom Hanks), que está que echa humo por el desprecio con el que un engreído reseñista se llevó puesta su novela Knuckle Sandwich. En el que termina siendo uno de los momentos más inesperados y divertidos de la película, el escritor resentido toma a su crítico como si fuera un maniquí, y delante de todos los asistentes lo arroja por el balcón, encontrándolo con su destino final varios pisos más abajo. La escena es difícil de pasar por alto, tratándose de una película de dos directores que durante años fueron famosos por haber negado entrevistas y fotos a la prensa, incluso mientras la trilogía Matrix reventaba en los cines del mundo.

Esta vez, en parte –dicen– porque a Tykwer le parecía ridículo hablar en nombre de los tres, pero también seguramente porque la complicada financiación de la película los dejó en una situación apretada, los Wachowski dieron numerosas entrevistas, y no se privaron de hablar sobre el escaso aprecio que les tienen a los críticos de cine, ni de jugar sin demasiado pudor a ser, acaso, los grandes revolucionarios incomprendidos del cine contemporáneo. “Creemos que mucha gente de la prensa se tomó muy a pecho que no habláramos con ellos”, explicó Lana en su charla con The Onion. “No planeábamos que fuera personal, no fue un juicio de valor sobre el periodismo. Estábamos tratando de no sacrificar nuestro anonimato, porque cuando lo hacés sacrificás tu capacidad para participar en determinados espacios cívicos, de estar con otra gente en parques o librerías, como la gente normal, y eso era algo muy preciado para nosotros, de verdad nos gusta ese aspecto de nuestras vidas diarias.” Por otro lado, agrega Andy, “¿quién quiere hablar sin parar sobre sí mismo? Nos llevó cuatro años hacer Cloud Atlas y ahora me apena tener que sentarme a explicársela a la gente. Creo que se ha perdido el diálogo sobre las películas que había cuando éramos chicos, eso de ir al cine y a ir a comer y hablar sobre lo que habíamos visto. Creo que ésta es la generación de la gratificación instantánea, donde simplemente buscás un poco y alguien te dice: ‘Ah, bueno, eso es lo que significa la película’. Pero nuestra película requiere un pequeño esfuerzo”.

“Y –asesta Lana– uno siente que muchos críticos se acercan al cine de la misma manera: en cuanto encuentran una obra de arte que no entienden completamente, piensan: ‘Esto es un desastre, no tiene sentido’. Y lo rechazan sin más, como una respuesta refleja a alguna ambigüedad o algún bache entre los que creen que ellos deberían poder entender y lo que efectivamente entienden. Nuestras películas tienen un packaging populista que hace que muchos crean que se las puede reducir o etiquetar con facilidad. Históricamente la gente ha resistido los asaltos a la estética dominante, y nuestras películas apuestan a ir contra esa estética dominante. Hoy las películas son, como la Matrix de la realidad, matrices en sí mismas, te dicen qué pensar, qué sentir, cómo ser. Incluso esas películas independientes, ‘de arte’, tienen un tono tan militante que al minuto ya sabés para dónde va. Con Matrix quisimos desenchufar un poco al público, como se desenchufa Neo. Eso es lo que buscamos con nuestro cine: lo mismo que nos daba treinta o cuarenta años atrás.”

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