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Domingo, 17 de marzo de 2013
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Teatro > La amistad de Tennessee Williams y Anna Magnani en escena

Refugio para el amor

La amistad rayana en el amor platónico entre Anna Magnani y Tennessee Williams es una de esas grandes pasiones laterales de la historia del cine. Ella era una de las espléndidas divas del neorrealismo y empezó a pagar sus lealtades con filosísimas e injustas críticas. El, un dramaturgo consagrado en Broadway y Hollywood cuya búsqueda de afecto lo llevaba al borde una y otra vez. Noches romanas, con Barney Finn en la dirección, recrea en una intimidad sutil y cálida las confesiones mutuas de esa amistad única, plagadas de dolor, desdicha y persistencia.

Por Paula Vázquez Prieto
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Virginia Innocenti y Osmar Núñez, dirigidos por Oscar Barney Finn.

Era de noche en Roma. Con ese título, Roberto Rossellini estrenaba en 1960 una de sus inolvidables películas sobre la Guerra y la Resistencia en el frente italiano, esta vez a partir del relato de una amistad improvisada entre tres fugitivos de un campo de prisioneros y una joven muchacha romana. Los tres soldados –uno inglés, el otro estadounidense y el último ruso– encontraban refugio en una Roma devastada por los bombardeos nazis y por las contradicciones internas de una Italia al borde del abismo, gracias a la solidaridad de una mujer que intentaba sobreponerse a sus propias pérdidas, que luchaba codo a codo con los partisanos, y que representaba a un pueblo herido capaz de los mejores y peores sentimientos. Esa mujer –interpretada por la temperamental Giovanna Ralli– que imaginó Rossellini en la madurez de su carrera como director, cuando el reconocimiento como padre del cine moderno quedaba atrás y la prensa italiana afinaba sus más duras críticas, recordaba con un lirismo ajeno a toda melancolía a la gran Anna Magnani. A esa actriz de varieté que había consagrado en la mundialmente famosa Roma, ciudad abierta, a la amante apasionada que había abandonado hacía más de una década para casarse con Ingrid Bergman, a la mujer que había conquistado, con esa pasión indómita y desbordante, a todos los que la admiraron en pantalla y la amaron en persona.

Esa gloria que Anna Magnani cultivó desde las paredes ruinosas de los estudios Cinecittà fue la misma que conservó para siempre en la memoria de sus más queridos amigos, los que conoció en sus interminables noches romanas, los que nunca la olvidaron. De esos amores platónicos, el que más tinta ha dejado correr fue su idilio fraternal con Tennessee Williams, el célebre dramaturgo nacido en el sur profundo de los Estados Unidos que, tras el éxito literario de El zoo de cristal y Un tranvía llamado deseo a mediados de los ‘40, se había convertido en un asiduo concurrente de las capitales del mundo. Esa amistad única y duradera, que sobrevivió los desengaños y las malas críticas, que resistió el paso del tiempo, la vejez y las tristezas, es el alma de la obra de teatro Noches romanas, del escritor estadounidense Franco D’Alessandro, estrenada el mes pasado en el Centro Cultural de la Cooperación.

Adaptada y dirigida por Oscar Barney Finn –quien ha transitado la obra de Tennessee Williams en varias oportunidades, una de ellas con Querido Tennessee, homenaje que se emitió por Canal 7 a mediados de los ‘80 y luego con la puesta teatral de La gata sobre el tejado de zinc caliente en 2007– y protagonizada por Virginia Innocenti y Osmar Núñez, Noches romanas cuenta ese encuentro fortuito, que devino en comunión espiritual, a través de sucesivas charlas trasnochadas, risas, tragos y confesiones de penas y pesares, con una sutil intimidad, creada sólidamente en los diálogos y las cálidas interpretaciones. En un escenario que recrea el departamento de la Magnani en Roma, blanco y prolijo, asomado tímidamente a la Plaza de la República, con un amplio ventanal que deja entrever una ciudad de luces que se encienden a la medianoche, dos almas perdidas se encuentran periódicamente y conversan largo y tendido; ella de su hijo querido –que sobrelleva los efectos de la polio desde pequeño–, él de su hermana Rose –internada en un psiquiátrico y sometida a una lobotomía–, ambos de sus amores perdidos, de sus inseguridades, del miedo al fracaso y al olvido, de la incomprensión de una época que se mostró con ellos más cruel de lo que merecían. Mientras tanto, el tiempo pasa y las palabras transcurren con placidez, cómodas en un viaje que elude subrayados e imitaciones, que se nutre de los sentimientos, de las emociones justas que emergen en la amarga pérdida de cada ilusión.

Dicen que se conocieron en una fiesta en la casa de Visconti, antes que Luchino y Anna filmaran Bellísima (1951) –una comedia lúcida y despiadada sobre las aristas más oscuras del negocio del cine, que descolocó a los críticos y mostró el humor más incisivo de Visconti–, y después que Tennessee deslumbrara a Broadway con su estilo autobiográfico e irreverente, con su retrato gótico de esa aristocracia sureña, reaccionaria y conservadora, a la que tan bien conocía y a la que escandalizó con su homosexualidad y su inconformismo. Después vendría su mutua colaboración artística en dos películas que no estuvieron a la altura de sus talentos: La rosa tatuada (1955), dedicada al compañero de vida de Tennessee, Frank Merlo, por la que Anna Magnani recibió el Oscar a la mejor actriz, y Piel de serpiente (1959) de Sidney Lumet, con la sobredimensionada actuación de Marlon Brando. Entre temporadas de cenas y cócteles en los restaurantes de Roma, premios y festivales, rencillas encendidas y egos heridos, llegaría el regreso de la Magnani al éxito de la mano de Pier Paolo Pasolini en Mamma Roma (1962), y el estreno de la oscura versión de La noche de la iguana (1964) dirigida por John Huston que, junto con Un tranvía llamado deseo (1951) de Elia Kazan y la genial De repente, el último verano (1959) de Joseph L. Mankiewicz, deben ser la mejores adaptaciones de la inquieta sensibilidad de Tennessee Williams.

Juntos vivieron los cambios de una Europa que dejaba atrás la guerra y compraba un falso risorgimento, refugiada ahora en el amparo de una cultura banal y autocensurada, que vaciaba de sentido las llagas de un pasado todavía reciente. Ambos coquetearon con el alcoholismo y otros abusos, superaron la tragedia personal y los reveses profesionales con el abrigo de un vínculo tan caprichoso como entrañable. Anna pagó con vergüenza pública sus estoicas lealtades en un mundo que no siempre repara en la dignidad de quien ama hasta las últimas consecuencias, más allá de la traición y el desamor. No entendía el desenfado de los amores de un hombre como Tennessee que buscaba cariño y comprensión detrás de las adulaciones de la fama temprana, como compensación por la desatención materna y la frustración interior. En el ocaso siguieron sorteando los más duros obstáculos con la entereza de los renegados, de los que se levantan a la vera del camino tras las duras caídas y siguen a pie firme hasta la meta prometida, sin saber siquiera si alguien estará esperándolos, pero con la apasionada convicción de quien disfruta intensamente los vaivenes de la travesía.

Las funciones de Noches romanas son los jueves, viernes y sábados a las 20, en la Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543).

Entradas: $ 130 Más información en:www.centrocultural.coop y 5077-8077.

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