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Domingo, 7 de abril de 2013
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Plástica > Las cosas de Mariana López en Schlifka-Molina

Mejor hablar de ciertas cosas

Si hasta hace poco Mariana López ejercía en sus muestras de pintora con un manejo eximio de su oficio sobre la tela, en El vuelo de la remera blanca parece haber llegado al límite de una transformación, y traspasarlo. Si antes las cosas estaban dentro de la tela, ahora crea cosas con las telas que pinta. Ni objetos ni cuadros: cosas, cosas que no sirven para lo que parecen, ni son perfectas a pesar de su inutilidad. Piezas de un escenario en el que los únicos actores somos nosotros al observarlas.

Por Veronica Gómez
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El vuelo de la remera blanca. Mariana López Hasta el 27 de abril Schlifka-Molina Gorriti 4829

Si las apariencias engañan, pocas veces nos entregamos tan gustosos al engaño como en la contemplación de una pintura. Cuando mejor nos mienten, más nos gusta. Mariana López (Buenos Aires, 1981), eximia pintora que solía construir sus obras con acumulaciones de tipo enciclopédico, imágenes confabuladas a partir de una yuxtaposición abigarrada de información gráfica extraída de fuentes diversas, desde revistas de la National Geographic hasta citas a cuadros famosos de la historia de la pintura, viene desde hace un par de años dando una vuelta de tuerca en su mecanismo de creación. Si antes parecía pintar porque no podía dejar de hacerlo, y los referentes tenían cierto status de excusa para ejercer un oficio que manejaba al dedillo, ahora parece haberse vaciado de referentes para quedarse con el esqueleto del acto de pintar. Pero lo que podría haberse convertido en puro gesto pictórico liberado de la representación, en pura materia desbocada, dio un paso al costado para convertirse en estrategia. Si antes Mariana fabricaba imágenes con la pintura, ahora fabrica cosas. Si antes la ficción se desarrollaba de los bordes del cuadro para adentro, ahora el cuadro se ha desarmado para transformarse en objeto de una puesta en escena. Mariana López ha dejado de ser pintora para convertirse en maquilladora, vestuarista y realizadora de un teatro vacío.

UN ELEFANTE OCUPA MUCHO ESPACIO

“Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar ‘en elefante’, esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben...” Así empezaba el famoso cuento de Elsa Bornemann que narraba las peripecias revolucionarias de un elefante que se atrevía a desconfiar de las normas establecidas. Decir que el grandísimo bulto azulado que descansa en la entrada de la galería Schlifka-Molina es un elefante, es tal vez acotar demasiado su rango de evocación figurativa. Pero de que ocupa mucho espacio no caben dudas. Si preguntáramos a un niño por algo enorme y azul seguramente diría “un elefante”, “una ballena”, “el cielo” o “el mar”. Y alguno tal vez deslizaría: “Un pitufo gigante dormido en el suelo”. Sea lo que fuere esa grandísima cosa azul, podemos acercarnos para desentrañar al menos cómo ha sido construida. Son capas de lienzos enormes, superpuestos, pintados de azules oscuros con zonas iluminadas por celestes. La relación entre luces y sombras se produce de manera facetada, algo cubista. Algunas líneas blancas delimitan sectores, como una espuma finita que dibuja cornisas brillantes en el mar. Si levantáramos los fragmentos que componen la piel de este elefante, si lo despellejáramos, encontraríamos debajo la razón de su morfología: cajas de cartón corrugado y papeles amontonados. La desilusión es semejante a la de encontrar en la divina cartera recién comprada un montón de papeles de diario abollados, puestos ahí para hacer bulto. No vemos la hora de llegar a casa y vaciar la cartera, deshacernos del relleno para reemplazarlo con contenido valioso. El elefante, una vez auscultado, se ha convertido en pileta pelopincho arrumbada. Descartada e inservible. Aunque sea óleo, podemos percibir un tufillo a cloro. Seguimos medio hipnotizados por semejante cosa. Estancados a su lado, la observamos perplejos. Y entonces otra metamorfosis se abre paso: la pelopincho se convierte en agua petrificada en pleno alboroto. Ya no es el envoltorio (la pileta) sino el contenido lo que yace en el espacio. Como en un juego de matrioshkas, la pintura se nos presenta como una sucesión de telones infinitos. Apenas entrevemos el telón final, se descorre para presentarnos uno nuevo. La idea de la pintura de Mariana López es grande como un elefante vacío. Pero no nos engañemos: el elefante puede devenir caballo de Troya.

PANICO ESCENICO Y DEFENSA DE LA TARADEZ

Cosas que cubren otras cosas. Cosas que ocultan otras cosas. Cosas diseñadas para contener otras cosas. Parecieran ser los lemas a los que apunta el pincel de Mariana López en su muestra El vuelo de la remera blanca. Pero su pincel no se ocupa sólo de cosas grandes, como telones o “elefantes”, sino también de lo pequeño y accesorio: biromes, CD, remeras, canastos de mimbre, pomos de óleo, manteles, tachos de pintura. Todos estos objetos son fabricados moldeando el lienzo pintado con óleo. Todas las esculturas son (paradójicamente) “óleo sobre lienzo”. Pero así como es difícil designar a los objetos que integran la muestra como “pinturas”, el término “escultura” también queda un poquito desubicado. Ni pinturas ni esculturas: cosas. Es más: cosas taradas. Y aquí una breve digresión: usualmente la palabra “tarado/a” se utiliza para designar a personas bobas o con alguna deficiencia mental. Pero aplicado a las cosas, tarado es aquello que presenta deficiencias que se remontan al momento en que fueron construidas, confeccionadas. Por ejemplo, cabe decir “este zapato está tarado” o “este guiso de lentejas está tarado”. Otra curiosidad: en Brasil, “tarada” es un término técnico que designa una balanza ajustada para compensar el peso de envoltorios o transportes.

Hecha esta aclaración, podemos afirmar que los objetos fabricados por Mariana López son rematadamente tarados. Ninguno cumple la función que promete desde lejos. Y como objetos de utilería tampoco tienen la verosimilitud suficiente para engañarnos. Sin embargo, han sido construidos con esfuerzo, con una voluntad empeñada en doblegar el carácter original del lienzo, que es blando. Esta consistencia del lienzo fracasa tanto cuando intenta darle solidez al canasto que finge ser de mimbre, como cuando le da una solidez excesiva a una remera que resulta imposible de calzar. Mientras el lienzo se comporta torpemente, la pintura que lo cubre lo hace con esmerada precisión. Allí donde el lienzo debilita la estructura de los objetos dejando adivinar el engaño, la pintura viene a mentir los volúmenes con eficacia. Y esta fricción es divertida. Un ratito. Nos gusta caer en la trampa, aun sabiendo los trucos, queremos creer. Y luego queremos creer que creemos. Hasta que nos cansamos de levantar cosas que no tienen peso, de descorrer telones para no ver nada, de hurgar en tachos vacíos, de revolver un falso canasto repleto de ventanitas y puertas como si se tratara del canasto de ofertas de una tienda. Y cuando eso sucede estamos solos. Absolutamente solos en un escenario desmembrado. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Alguien va a entrar en escena? ¿Algo va a suceder? “¿Cuál es la tragedia de un decadentismo sin sujeto?”, se pregunta Ezequiel Alemián en el texto que acompaña la muestra. La situación, más que absurda, es tarada. Si el absurdo ya tiene su respeto ganado en el panteón del arte “profundo”, a la taradez le queda todavía un largo trecho para consagrarse. Desearíamos ser la protagonista de la novela Un poquito tarada de Dani Umpi. Ella sabría qué hacer. Cómo convertir tanta mampostería en un delirio coherente. Pero no hay personajes en escena, salvo nosotros, solitos con nuestra desorientada alma, y la pintura, por supuesto, que más que personaje es el aire que impregna todo lo que toca. No hay función posible.

Rodeados de envoltorios, atacados por un pánico escénico que se desvanece antes de llegar a su pico máximo, necesitamos ajustar nuestra balanza, porque los envoltorios, aunque no lo parezca, pesan.

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