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Domingo, 21 de abril de 2013
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La gata de Montaigne

Por Richard Sennett
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Al final de su vida, el filósofo Michel de Montaigne (1533-1592) insertó una pregunta en un ensayo que había escrito muchos años antes: “Cuando juego con mi gata, ¿cómo sé que no es ella la que juega conmigo?”. La pregunta resume la convicción que Montaigne tenía desde mucho tiempo atrás: nunca podemos sumergirnos realmente en la vida de los otros, ya se trate de gatos o de seres humanos. La gata de Montaigne puede servir como símbolo del tipo exigente de cooperación que exploro en este libro, Juntos. La premisa que sostengo sobre la cooperación es que con frecuencia no entendemos lo que pasa en el corazón y la mente de las personas con las que tenemos que trabajar. Sin embargo, de la misma forma que Montaigne seguía jugando con su enigmática gata, la ausencia de comprensión mutua no debería llevarnos a eludir el compromiso con los demás. Queremos hacer algo juntos: he aquí la simple conclusión a la que aspiro que llegue el lector de este complejo estudio.

“Nuestro yo —escribe Montaigne en un ensayo sobre la vanidad— es un objeto lleno de insatisfacción, en el que no encontramos otra cosa que desgracia y vanidad.” Sin embargo, no es un consuelo embarcarse en la angustiada lucha luterana contra uno mismo: “Para no desanimarnos, la naturaleza ha empujado, muy oportunamente, nuestra mirada hacia fuera”. La curiosidad puede “animarnos” a mirar más allá de nosotros mismos. Mirar hacia fuera contribuye más a crear un vínculo social que el imaginar a los demás como reflejo de nosotros mismos o concebir la sociedad como una habitación de espejos. Sin embargo, mirar hacia fuera es una habilidad que hay que aprender.

Montaigne piensa que la virtud social fundamental es más la empatía que la simpatía. En las anotaciones de un diario que lleva en su pequeña propiedad rural, compara constantemente sus hábitos y gustos con los de sus vecinos y trabajadores. Por supuesto, lo que más le interesa son las similitudes, pero también toma buena nota de las peculiaridades. Efectivamente, para mantenerse juntos, todos han de prestar atención a las diferencias y disonancias mutuas.

Tal vez la característica fundamental de los escritos de Montaigne sea el interés por los otros tal y como son. La suya era una época de jerarquías marcadas en la que las desigualdades de rango parecían separar a señores y sirvientes en dos especies distintas, y Montaigne tampoco estaba al margen de esa actitud. Sin embargo, hay algo extraño en él. A menudo se dice que Montaigne es uno de los primeros escritores que hacen hincapié en su propia persona; esto es cierto, pero incompleto. Su método de autoconocimiento consiste en comparar y contrastar; opera diferenciando una y otra vez encuentros e intercambios en las páginas de sus ensayos. A menudo constata satisfecho sus propias peculiaridades, pero casi con la misma frecuencia se siente perplejo, como en el caso de su gata, por lo que hace distinto de los otros.

El siglo XX pervirtió la cooperación en nombre de la solidaridad. Los regímenes que hablaron en nombre de la unidad no sólo fueron tiranías; el propio deseo de solidaridad invita al mando y a la manipulación desde arriba. Esta fue la amarga lección que aprendió Karl Kautsky en su paso de la izquierda política a la izquierda social, como muchos otros lo hicieron a partir de entonces. El poder perverso de la solidaridad en su forma de nosotros-contra-ellos permanece vivo en las sociedades civiles de las democracias liberales, como por ejemplo en la actitud europea respecto de los inmigrantes de diferentes procedencias étnicas, a los que considera una amenaza para la solidaridad social, o en las demandas norteamericanas de retorno a los “valores de la familia”. El poder perverso de la solidaridad se hace sentir muy pronto entre los niños, llegando a condicionar la manera de hacer amigos y de construir extraños.

La solidaridad ha sido la respuesta tradicional de la izquierda a los males del capitalismo. La cooperación en sí misma no ha desempeñado un papel importante como estrategia de resistencia. Aunque, en cierto sentido, el énfasis en la solidaridad es realista, ha socavado la fuerza de la izquierda. Las nuevas formas de capitalismo priorizan el trabajo a corto plazo y la fragmentación institucional. El efecto de este sistema económico ha sido que los trabajadores no pueden mantener relaciones sociales de apoyo recíproco. En Occidente, la brecha entre la élite y la masa se agranda sin cesar y en los regímenes neoliberales, como los de Gran Bretaña y Estados Unidos, la desigualdad es cada vez más pronunciada, de modo que los miembros de estas sociedades tienen cada vez menos un destino común que compartir. El nuevo capitalismo permite al poder distanciarse de la autoridad, viviendo la élite en total ignorancia de sus responsabilidades con respecto a la gente común, especialmente en las épocas de crisis económicas. En estas condiciones, rechazada y retraída sobre sí misma, no es de extrañar que la gente común aspire a algún tipo de solidaridad, aspiración que la solidaridad destructiva de nosotros-contra-ellos parece satisfacer plenamente.

Tampoco es de extrañar que esta superposición de poder político y poder económico haya dado lugar a un tipo distintivo de carácter que busca alivio a las experiencias de ansiedad.

Jacob Burckhardt, historiador del siglo XIX, se refería a los tiempos modernos como a una “era de terribles simplificadores”. Hoy en día, el efecto cruzado de los deseos de reafirmar la solidaridad en medio de la inseguridad económica hace que la vida social sea brutalmente simple: el nosotros-contra-ellos combinado con el que-cada-uno-se-apañe. Pero yo insistiría en que nos hallamos en la condición del “todavía no”. Los terribles simplificadores de la modernidad pueden reprimir y distorsionar nuestra capacidad para vivir juntos, pero no eliminan esa capacidad ni pueden hacerlo. Como animales sociales, somos capaces de cooperar con mayor profundidad que lo imaginado por el orden social existente, pues todos llevamos dentro la simbólica, la enigmática gata de Montaigne.

Estas líneas están tomadas de Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación (Anagrama), el segundo volumen de la trilogía Homo faber. El primero fue El artesano, sobre el trabajo manual. El tercero será sobre la vida en las ciudades.

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