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Domingo, 10 de agosto de 2003
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Libros

Otra tragedia americana

Cuando la última palada de tierra parecía haber caído sobre el mito Kennedy, acá viene otra. Como es costumbre, viene en forma de libro. Esta vez la pala está en manos de Edward Klein, amigo íntimo de Jackie Onassis. Y la parte del mito a la que le toca es el prístino matrimonio entre el marmóreo, inútil e ilustre John John y Carolyn Bessette, una endemoniada histérica, caprichosa, depresiva, frívola y cocainómana con tendencia a golpear hasta el cansancio a sus ex novios.

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POR RODRIGO FRESAN
Si cualquier día de estos George W. Bush se levanta con ganas de apretar el botón rojo y lo aprieta, está claro que sólo dos especies seguirán habitando y reproduciéndose sobre la superficie de nuestro devastado planeta como si nada hubiera sucedido:
a) las cucarachas;
b) los libros sobre la familia Kennedy.
Ahora que lo pienso –es posible– tal vez las cucarachas y los libros kennedystas pertenezcan al mismo resistente orden de criaturas ortópteras: imposible acabar con ellas, dan asco pero, al mismo tiempo, resultan fascinantes.
Y así continuamos leyéndolas y temiéndolos, porque lo que en verdad se nos vende a la hora de pisotear a los Kennedy es una ancestral y revanchista pulsión social: la idea de que los ricos también lloran, sufren y –fundamentalmente– están malditos. Y hay que reconocerlo: a la hora de presentar linajes condenados dignos de uno de esos relatos góticos de Edgar Allan Poe –muy bien los retrató el insider Gore Vidal en Palimpsest, sus memorias–, nadie les gana a los Kennedy. Ya saben: fortuna construida con cimientos de dinero contrabandista, hijo mayor muerto en la guerra, hija confinada a un frenopático, hijo asesinado, otro hijo asesinado, hijo que deja que una secretaria se ahogue para salvar su pellejo político, sobrinos varios acusados de asesinatos y violaciones, y así hasta llegar al Mr. Perfect John John Kennedy subiéndose a una avioneta con su esposa y su cuñada pocos años después de haberle prometido a su difunta madre –preocupada por conducta arriesgada y autodestructiva de su vástago que más de un genetista atribuyó a un recurrente y ancestral cromosoma K en los machos de esta tribu– que jamás pilotearía su propio avión.
Todo esto y mucho más –mientras esperamos en vano que alguien se arriesgue a escribir el manual de autoayuda titulado Cómo ser un Kennedy y no morir en el intento– reaparece en el recién editado The Kennedy Curse: Why Tragedy Has Haunted America’s First Family for 150 Years, de Edward Klein. Amigo íntimo de Jackie y contributing editor del mensuario Vanity Fair –que dedica su portada de este mes al libro en cuestión–, Klein aporta a lo mismo de siempre la obsesiva investigación y la morbosa novedad del lado oscurísimo del matrimonio supuestamente perfecto de John F. Kennedy Jr. y Carolyn Bessette.
Ajustarse los cinturones.
Iniciamos la maniobra de aterrizaje.
¿Cómo era que se aterrizaba?

LA IMPORTANCIA DE
LLAMARSE KENNEDY
John John era el niño dorado. Siempre lo fue. Desde aquellas fotos jugando con su padre en el Despacho Oval de la Casa Blanca; desde que dio ese pasito al frente y le hizo la venia al ataúd conteniendo los inmortales restos mortales de ese padre con el que días atrás había jugado en el Despacho Oval y que ahora había tenido la mala idea de salir a dar una vuelta en descapotable por un paisaje texano al que le caía decididamente antipático.
De ahí en más, John John hizo todo lo que tenía que hacer porque, en realidad, nunca se le pidió que hiciera demasiado. Bastaba y sobraba con llevar ese apellido y ser muy guapo y salir con chicas muy guapas y ser un mediocre estudiante de Derecho y ser el mediocre editor de una mediocre revista llamada George. Una revista que comenzó a morir poco después de haber nacido cuando Carolyn Bessette convenció a su amorcito de que Michael Berman –la mano derecha de John John y verdadero estratega de talento– sólo era su amigo por interés y entonces Berman, agotado por las intrigas de la rubia fatal y esposa de su camarada, decidió buscarse otro atrabajo y adieu. Una revista que –luego de haber perdido 10 millones de dólares en 1999– cerró poco después de la muerte de su alma pater. Unarevista que –más allá de su espectacular lanzamiento con Cindy Crawford disfrazada de Washington en su primera portada– jamás dejó de ser considerada un capricho de niño rico por sus pares. Una revista que nunca obtuvo grandes resultados porque –dicen los que trabajaban con él– a John John no le preocupaba (es decir: no entendía nada) de números, de las páginas de publicidad, del tiraje y la ubicación privilegiada en los quioscos, de esas cosas. Una revista que John John intentó salvar del naufragio hasta su final (el de él), buscando desesperadamente nuevos inversores al enterarse de que Hachette había perdido todo interés en seguir financiándola. Una revista que John John consideraba pieza fundamental para una tan hipotética como inevitable futura encarnación política. Una revista que a su madre no le gustaba nada: “John jamás ha demostrado el menor interés en el negocio de las publicaciones. Y su experiencia periodística es nula. ¿Por qué dedicarse entonces al tipo de mensuario que no hace otra cosa que meterse con la vida privada de las personas? John sabe perfectamente que yo no apruebo este asunto”, le había confiado la Viuda de América al –está visto– poco confiable Klein quien, seguro, volvió a su casa y puso por escrito todo lo conversado.
Y, más allá de las muchas inquietudes maternales, todo bien; porque nadie esperaba que John John fuera un genio sino –nada más y nada menos– que fuera un Kennedy: el flamante y aerodinámico modelo de un diseño clásico y venerable. El nuevo actor que se incorpora a una telenovela que –con una estética a menudo más cerca de Twin Peaks que de Peyton Place– llevaba décadas en los primeros puestos del rating. ¿Y cómo es que una de esas soap operas se las arregla para mantener el interés de los espectadores año tras año? Fácil de decir, pero difícil de hacer: de tanto en tanto introducen un elemento desconcertante en la trama, una esquirla inesperada, una vuelta de tuerca que ni hasta el fan más dedicado podría anticipar.
Y esto es verdad: John John siempre quiso ser actor; pero a su madre tampoco le gustaba eso, así que Jackie lo obligó a estudiar abogacía. Un rol que a John John no le atraía en absoluto y para el que le costó bastante conseguir diploma. No importaba. Ya se tomaría revancha en el futuro porque, ¿acaso no es ser presidente de los Estados Unidos de América el mejor papel de todos?
Mientras tanto y hasta entonces, en lo que a sus nunca del todo secundarios papeles se refería, estaba claro que todo error a la hora de recitar las líneas del guión estaba disculpado por la coartada perfecta. John John padecía del Mal de Graves –un desorden de la tiroides que a menudo lo sumía en estados de melancólico mal humor y lo dejaba postrado al borde del agotamiento absoluto– y de A.D.D. –un síndrome que le impedía fijar la atención en una cosa por demasiado tiempo– y, además, era disléxico. Un psiquiatra recetó Ritalin desde la infancia, pero esto no le sirvió demasiado en su poco lustrosa vida académica. Por lo que se supo muy pronto que toda sorpresa argumental hasta la hora de volver a jugar en el Despacho Oval –el resto de su existencia estaba perfectamente programada y era, por lo tanto, inocurrente– sólo podía pasar por entre las sábanas de su vida amorosa. De ahí el desmedido interés de las masas por las actividades horizontales de este pura sangre. Por lo que John John –siguiendo la tradición paterna– se dedicó durante varios años a perseguir y a ser perseguido por señoritas que podían llamarse Daryl Hannah (a quien, aseguran, jamás dejó de amar) o a Madonna (de quien huyó aterrorizado por su voracidad sexual, por su identificación patológica con Marilyn Monroe, y porque a Jackie le parecía poca cosa). Hasta que una noche conoció a una tal Carolyn Bessette. Alguien que –a diferencia de las otras– tenía una gran virtud: Carolyn Bessette era tan mediocre como él.

EL PRINCIPE Y
LA FASHIONISTA
Sí: la Bessette tenía nombre de huracán, de tormenta perfecta. Aquí viene Carolyn y una cosa queda clara en el libro de Klein: si JJK es el tonto del pueblo, entonces la Bessette es la mala de la película. Fría, calculadora, caprichosa, interesada, depresiva, frívola, histérica, cocainómana, proclive a arranques de furia casi criminal en los que era capaz de darle una paliza a un ex novio y destruir su piso luego de trepar por las escaleras de incendios y entrar rompiendo una ventana y, por encima de todas las cosas, tan fashionista como el personaje de Sarah Jessica Parker –alguna vez noviecita de John John y a quien Carolyn se parecía bastante, pero en versión desabrida– en la serie Sex and the City.
Y se entiende lo que pudo haber visto Carolyn en John John: un adonis con apellido, mística, futuro y prensa que la convertiría sin demora en alguien instantáneamente famosa y –quién sabe– tal vez en la futura viuda de una Nueva Camelot siempre dispuesta a adorarla si las cosas salían como solían salir y algún psycho se entusiasmaba con la idea de marcar otro Kennedy en la culata de un arma. La primera parte le salió bien: noviazgo hiperpublicitado, licitación top del vestido y banquete de bodas, ceremonia públicamente secreta y su vertiginosa ascención a icono femenino publicitado por Women’s Wear Daily, por Harper’s Bazaar y por Ralph Lauren, quien no demoró en coronarla como su musa. La segunda parte no salió como lo esperaba: John John murió joven y en circunstancias trágicas, es cierto, pero también se llevó a ella de paseo al otro lado.
Lo que no se comprende del todo es por qué John John –pudiendo haber elegido lo que se le antojara– acabó en las garras de esta medusa de aspecto lánguido pero carácter monstruoso que, hasta sacarse el esbelto Gordo de la lotería sentimental de USA, no era otra cosa que una empleada de relaciones públicas de segunda clase de Calvin Klein. Los psicoanalógicos señalan que Carolyn no podía sino recordarle a JJK el misterio haute couture de su madre. Los más realistas precisan que, simplemente, Carolyn se hizo la difícil y la esquiva y John John –quien jamás había conocido a una mujer así que lo tratara así– sucumbió fascinado como un novato que no puede creer que alguien le diga que no a algo.
Después, boda (con ataque de histeria de Carolyn cuando descubre que el vestido no le pasa por la cabeza) y la hermana de John John –no muy atractiva, es cierto; pero todos coinciden en que es dueña de una inteligencia y una sabiduría privilegiadas– dictamina junto a la torta que esta chica traerá problemas. Predicho y hecho, y enseguida arrancan las complicaciones y se inician las hostilidades: el chico y la chica no se soportan, comienzan a frecuentar viejas amistades para llorar en sus hombros. John John con la Hannah (parece) y Carolyn (comprobado) con un actor de la serie Baywatch a quien nunca dejó de amar y de darle palizas y destrozarle el loft. Y ni hablar de tener hijos y más antidepresivos y más cocaína y el constante acoso de los paparazzi (las fotos que les toman son, siempre, fotos tristes, desvaídas) y consejeros matrimoniales que no saben qué aconsejar y ella se queda con el loft en Tribeca y él se muda a una suite del Stanhope Hotel, frente al Central Park. Él y ella no pueden ni verse y entonces entra en escena Lauren Bessette, hermana de Carolyn, respetada y atractiva directora ejecutiva de la firma Morgan Stanley, y verdadera víctima de toda esta historia. Lauren se propone funcionar como influencia reparadora, como hada madrina, como chica que sólo desea que todos –especialmente aquellos a quienes tanto quiere– sean igual de felices que ella.
“Tengo una idea: ¿por qué no vamos a dar una vuelta en avión?”, propone Lauren.

Y MURIERON INFELICES
...y se los comieron los tiburones. El 16 de julio de 1999, John John y Carolyn y Lauren se subieron a una avioneta Piper Saratoga de 300 mil dólares que el primero no estaba capacitado para pilotar. La idea era asistir a la boda de su prima Rory Kennedy. JJK tenía muy pocas horas de vuelo como piloto –le faltaban diez para conseguir el título como se debe– y días atrás le había dedicado a sus profesores una foto en la que aparecían él y ellos con la siguiente leyenda: A la Flight Safety Academy. Las personas más valientes en esto de la aviación, porque a la gente sólo le interesará saber dónde aprendí a pilotar si yo me estrello. Buen chiste. John John insistió en que podía hacer lo que no sabía hacer por más que tuviera todavía débil y frágil una pierna a la que acababan de quitarle el yeso consecuencia de un accidente en ala delta. Poquita cosa. Carolyn llegó tarde porque su pedicura no conseguía el color exacto que ella quería para las uñas de sus pies. Salieron con el cielo casi a oscuras, con la niebla y las nubes. En algún momento, entre el Essex County Airport de New Jersey y Martha’s Vineyard, algo salió mal y los acontecimientos se precipitaron y –por unos segundos– John John y Carolyn dejaron de gritarse el uno al otro para, simplemente, gritar. Vaya uno a saber lo que hizo o pensó Lauren. “¿Y a mí quién me manda?”, o algo por el estilo, seguro.
Después, todos los programas de televisión fueron interrumpidos para dar la noticia y el mundo entero suspiró con esa mezcla de alivio y horror que produce –de tanto en tanto– la evidencia incontestable de que algo llamado destino no sólo existe sino que, además, se divierte mucho a costa de sus juguetes, nosotros, los rompibles, los mortales.
El hombre que podría haber sido presidente había muerto y con él su primerísima dama, y se los veía tan felices y eran tan hermosos, tan perfectamente fitzgeraldianos y kennedyescos. La muerte de John F. Kennedy Jr. confirmó la excelente salud de una leyenda siempre terminal, la invulnerable vigencia de un mito moderno y quién sabe si, simplemente, en una epifanía de luz cegadora, John John vio lo que vendría: toda una vida junto a este monstruo del que no podría separarse porque afectaría su imagen política, amantes erosionantes (¡Madonna otra vez, no!), campañas políticas, una victoria glamorosa en las primarias y después la presidencia, y alguna becaria cariñosa en ese Despacho Oval hasta que -una mañana perfecta y definitiva– alguien lo contemplaría con todo el amor del mundo a través del ojo de una mira telescópica y apretaría el gatillo.
John John miró a Carolyn, la escuchó decir algo que no le interesaba oír y –tal vez, quién sabe, víctima agradecida del A.D.D. y del Mal de Graves– se dijo: “Mejor ahora”.
Y esa misma noche, todos –con la resistente disciplina de cucarachas– empezaron a escribir un nuevo capítulo para los mismos libros de siempre.

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