En el centro de la pintura, casi en la intersección de las diagonales generadas por el arroyo y las piedras aparece un pequeño pájaro. Además de ser un elemento compositivo clave, pienso que ese pajarito podría revelarme otros secretos. En Mountain Brook, a diferencia de sus paisajes más clásicos y distinguidos (con perspectivas aéreas, nubes gigantescas y cadenas montañosas transitadas por caravanas, pioneros o nativos americanos), Bierstadt compuso un escenario más cercano y cerrado. Me gusta creer que se sumergió en el interior de sus recurrentes grandes vistas, develando lo que sucede dentro de ellas, mostrando así el rincón de un macizo, el bosque con sus ramas caídas y pequeños hilos de agua. Bierstadt, al igual que sus contemporáneos de la Escuela del Río Hudson buscó, a través de los paisajes pintados en armoniosas composiciones, la esencia del paisaje norteamericano. La Naturaleza salvaje era siempre grandiosa, sublime y producto de la divinidad.
Cada vez que miro alguna reproducción de Mountain Brook recuerdo las sensaciones de cuando vi el original. La sorpresa y el encantamiento a primera vista me habían dejado paralizado, en sintonía con el estado de detención de la naturaleza representada. En mi cabeza ociosa de museo, transitaron diversos pensamientos. Pero ahí estaba el pajarito posado en un tronco con su sombra. Me recordaron que lo que estaba enfrente era sencillamente una pintura confeccionada con óleo, pinceladas planas, peinadas y veladuras. Imaginaba entonces que la pequeña ave se había detenido a descansar luego de atravesar un escenario que estaba fuera del marco. Una escala en el arroyo. Deduje que pudo haber traído consigo diversos elementos de su época y todo lo que merodeaba con su vuelo: las ideas de Ralph Waldo Emerson, las convicciones de Henry David Thoreau, el aire puro de los valles, las tormentas y las fracturas de una tierra zigzagueante.
Intentando comprender lo que sucedía en la pintura Mountain Brook procuré descifrar dónde estaba situado, es decir, la posición que Bierstadt había dictaminado para vislumbrar el arroyo y el bosque. Para esto, Bierstadt pintó en el ángulo inferior derecho un conjunto de plantas que funcionan a modo de encuadre en primer plano. Lo que más me llamó la atención de este elemento fue su sentido abstracto: parecía un vergel dentro un vergel, aparentaba ser una parábola de cómo provocar una belleza aún más bella que la natural.
Luego de dar una vuelta por los pasillos del museo, me acerqué nuevamente a la obra de Bierstadt y traté de dilucidar los elementos que no estaban representados, aquellos que pertenecen al propio orden temporal de la pintura y a sus proposiciones. En ese proceso advertí una obviedad: que el título de la obra menciona a la “montaña” y al “arroyo”, pero no a su tercer gran protagonista, el pájaro. Comencé a creer entonces que Bierstadt me mostraba algo y a su vez me decía muchas otras cosas. Cosas imposibles de comprobar, pero que inexplicablemente estaba convencido de que existían.
Reforcé así mi sensación de que la potencia de esta pintura no residía únicamente en las cualidades técnicas sino en todo lo otro, en lo invisible, en lo no escrito. Por lo tanto, se me ocurrieron diversas posibilidades sobre lo que esta pequeña ave podría representar: la coronación de la naturaleza divina, la naturaleza virgen y libre sin perturbaciones, la metáfora de un entorno aún más majestuoso. O quizás el mismo Bierstadt transustanciado.
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