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Domingo, 19 de enero de 2014
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ALUMBRA Y NADA MÁS

ENTREVISTA Empezó a cantar en los ’80, en aquel under de la mitología, el de Mediomundo Varieté y Urdapilleta: Batato Barea le llenaba de jazmines el pelo sobre el escenario. Después de un breve paso por el jazz se metió en el tango y nunca más salió. Con Caminos de barro y pampa, su disco de 2010 dedicado a Homero Manzi, Lidia Borda encontró un público de fans fervorosos, que veneran su voz. Y ahora ella está a punto de meterse con uno de los realmente grandes, Atahualpa Yupanqui: en dos semanas tiene que terminar un disco totalmente dedicado a él que, seguramente, la consagrará como una de las más importantes voces argentinas.

Por Mariano del Mazo
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Quizás su primer acercamiento profundo a Yupanqui fue a los 20 años, pero entonces no lo supo. Ahora, que llega a Las Violetas cargada de libros de Atahualpa, se queja del peso y los pesos. “En Mercado Libre me querían cobrar 300 mangos por un libro así chiquito, Cerro Bayo. Aunque pensándolo bien, mejor que se mantengan caros. Sería triste conseguirlos por tres pesos.” Esta tarde Lidia Borda –ex actriz del under de los ’80, cancionista y cantante– es una mujer al borde de un ataque de alazanes, arrieros y montes. Debe terminar un disco enteramente consagrado a Yupanqui en tres semanas para presentar en el Salón del Libro de París, Francia. El enero porteño la tiene enlazada, más que en el perfeccionismo, en el deseo de estar a la altura de la severidad que la figura de Atahualpa proyecta. “No es temor al desafío, es respeto. Encaré la tarea de algún modo con su estilo: respeto y distancia. Que a mí me hace recordar mucho a mi madre, que era de Lincoln. Yo soy muy de ciudad, de desbocarme, de hablar de más.”

La historia es así. En el 2010 Lidia Borda editó Caminos de barro y pampa, un disco dedicado a Homero Manzi, y lo ofreció a la Secretaría de Cultura de la Nación para presentarlo en la Feria del Libro de Frankfurt, Alemania, junto con un libro con letras traducidas al alemán a cargo de Acho Manzi, el hijo de Homero. El proyecto prosperó y tuvo una respuesta formidable: mucho colaboró su hermano, el guitarrista Luis Borda, radicado en Alemania. “Ahora en marzo se hace el Salón del Libro en París y me llamaron para hacer lo mismo que hice con Manzi, pero con Yupanqui.”

¿Cómo te parás ante semejante convite? ¿Por dónde empezás?

–Y... empiezo por muchos lugares. Leo sus obras, busco temas, me hundo en su universo... Me dejo atrapar. Por supuesto para mí Yupanqui no es un desconocido, pero meterse como me estoy metiendo es diferente. Ingresás a otra dimensión. A su vez soy práctica: hago una brutal reducción del material para que queden algunas pocas canciones. Tengo ahí algunas grabadas y otras a punto de grabar, “Tú que puedes, vuélvete”, “Piedra y camino”, “Siempre”, “Camino del indio”, “Yo quiero un caballo negro”, “La flecha”, “El arriero”, “Chacarera de las piedras”, “Para el Cachilo dormido”, “El alazán”, “Guitarra, dímelo tú” y “La pobrecita”. Y tengo dudas con “Zamba del grillo”, “La arribeña” y “La añera”.

¿Cómo es esa dimensión a la que ingresaste?

–Primero es una dimensión nacional, cultural, abarcativa. Pero por otro lado es –lo que más me interesa– la dimensión del despojo, la austeridad, la pobreza, la nada. Es la dimensión de la pampa, y a mí la pampa me subyuga. La montaña en cambio me da angustia. Yupanqui contaba algo muy lindo respecto de las maneras de hablar. Decía que el hombre de la pampa hablaba de un modo firme, con voz grave. Va a un bar y pide: “¡Servime un vino querés!”. En el norte, rodeada de montañas, una persona pide: “Señor, ¿me serviría unos vinitos?”. Y eso, dice Yupanqui, es porque los lugareños le tienen un miedo ancestral al eco de la montaña. Yo la relacioné con una experiencia que tuve de muy joven.

¿Qué te pasó?

–El día que cumplía 20 años me estaba yendo a Cholila, un pueblo de la provincia de Chubut. Estaba sola. Iba a ir con un amigo pero sobre la hora tuvo un problema familiar. Te resumo, me fui a dedo. Allá me esperaban unos amigos para festejar el cumpleaños. Al final tuve demoras, hubo una tormenta gigante, en fin, problemas, desencuentros y confusión. Quedé varada cerca de Esquel. Era abril, tenía poca plata, poco abrigo, estaba sin comida. Me senté sobre una piedra, me vi rodeada de montañas y sentí como una revelación. Estaba sola, en la nada, cumpliendo 20 años. Y no me sentía especialmente angustiada. Era un estado neutro, pensaba en la muerte, estaba entregada al destino... Yupanqui reflexiona mucho sobre ese estado. La vida, la muerte, el camino del hombre, el paisaje, el final de la existencia. El pide ser como las piedras. Y yo lo entiendo.

Es curioso. Te metiste con el creador quizás menos relacionado con el tango...

–¿Viste? El tango es italiano, muy para afuera. Yupanqui es todo para adentro. El interpretaba a esos peones que no podían casi expresarse, que escribían coplitas, tímidos, sometidos. Mi mamá era así. Cantaba bien, muy bien, pero su perfil era bajísimo.

LA VULNERABILIDAD Y LA FORTALEZA

Ahora está en el Café Vinilo. Es martes, empieza un ciclo que se extiende hasta fin de enero y las entradas se agotaron en un suspiro. Lidia Borda no tiene público; tiene exégetas, fans, barrabravas que piden a viva voz: “¡‘Fruta amarga’, Lidia!”. Su sobrina Rocío Borda se desliza entre las mesas apretadas. “Está un poquitín nerviosa. Es que va a estrenar varios temas de Yupanqui”, comenta. Sube Lidia y al tercer o cuarto tango la ansiedad se difumina y los nervios ceden. La tensión dramática y nocturna de tangos como “Una canción” o “Alma en pena” queda disuelta en la atmósfera zen, circunspecta, de dolor y silencio, de “Tú que puedes, vuélvete”; “El alazán”; “Guitarra, dímelo tú”. A Lidia Borda le queda bien el folklore: sin ir más lejos, en “Caminos de barro y pampa” tomó el costado más campero de Manzi. Esta noche también están de estreno los arreglos de Daniel Godfrid, que desde el piano dirige una formación de cámara que otorga la elegancia justa a todo lo que toca: una sofisticación nada afectada. Las milongas, zambas y chacareras de Atahualpa no pierden su sabor agreste en el filtro de salón que proponen las cuerdas del cello de Luciano Falcón, del contrabajo de Sebastián Noya y de la extraordinaria guitarra de Ariel Argañaraz. Lidia Borda está brillando; Lidia Borda está brillante. Se despide con “Chacareras de las piedras”.

En Las Violetas, una señora se acerca y le dice: “Me encanta cuando hacés ‘De barro...’”. Parecería que todo el mundo la quiere. Sugiere, al mismo tiempo, vulnerabilidad y fortaleza. Como de alguien que está perdido en el mundo, pero que sin embargo tiene bien claro lo que quiere. Habla mucho de su infancia, como si fuera el paraíso perdido. Creció en el suburbio, en la línea que une Tropezón, Villa Bosch, Caseros, San Martín. Sus padres se separaron cuando ella era chica. El apellido que utiliza es el materno. Su madre, Nora Borda, cumplió el mandato del apellido: se dedicaba a la costura. Murió hace seis meses. “Mamá cosía para afuera”, dice, y se acuerda de una humorada que hace mucho descubrió en Internet. Un tipo, en un blog, había puesto: “Lidia Borda, Villanueva Cose y la Virgen Desatanudos”. “Yo en realidad uso el Borda porque ya lo usaba artísticamente mi hermano Luis. Igual fue muy importante la familia del lado de mi vieja. Mi abuela cumplía años el 25 de mayo, y cada uno de esos feriados eran fiestas que arrancaban a la mañana con chocolate y pastelitos, seguía con locro y empanadas y al final terminaban todos tomando vino, tocando la guitarra y cantando. Tengo dos tíos cantores, Eduardo y Raúl Borda. Raúl es un personaje total. Tiene 70 años, es muy pero muy lindo, nochero... Llegó a cantar en Sábados circulares de Mancera con Cacho Castaña y Valeria Lynch. El caía en la casa de mi abuela, en San Martín, con su barra de amigos. En esos 25 de mayo eternos se tocaba tango y también folklore. Ahí habré escuchado por primera vez a Atahualpa.”

ESTADOS ALTERADOS

Con la perspectiva que dan las décadas, uno se pregunta qué relación pudo encontrar Lidia Borda entre los años iniciáticos del under de los ’80 y este instante yupanquiano de siglo XXI que la tiene sumida no solo en una biografía y un repertorio, sino también en una filosofía. “Observo algo en común, sí. Gente muy profunda, con una riqueza espiritual inmensa. Lo que cambia es el modo de expresión, pero Batato Barea y Alejandro Urdapilleta, por ejemplo, eran seres extraordinarios.” Lidia empezó a cantar en Mediomundo Varieté, en Corrientes y Ayacucho, en 1987, bajo estados alterados. Ríe: “La primera vez que canté fue en la vereda. Salía, un tanto entonada, y me puse a cantar. Justo me escuchó Dalila, la de Dalila y los Cometas Brass, que estaba a cargo de la programación artística. Yo iba todos los lunes a Mediomundo, a los Banquetes teatrales, pero como espectadora. Dalila me preguntó si me animaba a cantar, y le dije que sí. Primero, de puro tímida, cantaba en unas gradas, mezclada entre el público. La gente pensaba que era una performance, pero no: ¡era timidez! Después sí, subí al escenario. La primera vez, Batato me preguntó si podía hacer ‘algo’ mientras yo cantaba. Obvio que le dije que sí. Cuando estaba cantando ‘The Man I Love’ se apareció con una canastita llena de flores de jazmín del país, y me las fue poniendo una a una arriba de mi pelo, de mis hombros”.

Después integró un grupo llamado Birdland, una fábula de jazz y, con su hermano Luis, Alejandro Franov y Oscar Moro una banda extrañísima que quedó en los pliegues de las leyendas urbanas musicales: Lidia Borda y los Moyanos. “Hicimos un espectáculo en Babilonia titulado No es falta de cariño. Eramos demasiado eclécticos para la época. Ahí me di cuenta que tenía que decidirme por un género. Estaba entre el jazz y el tango, y elegí el tango. El jazz no lo sentía como un lenguaje propio, algo que hablaba mucho con Graciela Mezcalina. Igual yo pensaba: hago un poco de tango y después vuelvo a lo mío. ¡Me estaba engañando a mí misma!.”

¿Por qué? ¿Qué te pasó con el tango?

–Cuando me metí no salí más. El tango para mí era un lugar complicado. No sé, me daba pudor. A la gente de mi edad no le gustaba, parecía un género de muertos, de viejos, de reaccionarios. Y cuando me metí, con el recuerdo de aquellos cumpleaños de mi abuela y de los discos que escuchaba mi viejo, me di cuenta que no sabía nada de tango. Empecé a indagar. Me hice fanática de Luis Cardei. A través de Luisito conocí a Elvio Vitali, de la Gandhi, y fue Elvio el que me ofreció un día para cantar. Y ahí no paré. Es que no queda otra que meterse en serio con los temas importantes. Es como con Yupanqui.

El primer disco fue de algún modo un homenaje a las cancionistas. Después sacaste obras dedicadas al Tata Cedrón y a Homero Manzi. Ahora Atahualpa. Te interesan los discos conceptuales...

–Sí. Es una forma que encuentro para ordenarme. Siempre hay una idea atrás. Y, en definitiva, esos autores son los que me representan. A mí me gustaría escribir, pero no sé. En una época yo fui niñera de las hijas de Ana María Shua. Un día le mostré unos poemas míos. Con mucha amabilidad me dijo: “Está bien. Es escritura compulsiva... ¿Por qué no te dedicás a cantar?”. Tenía razón.

¿Y alguna vez te preguntaste por qué te dedicás a cantar?

–Sí, muchas. Mirá, ahora estoy como loca: tengo que tener listo el disco para diez días. Me van a quedar un montón de canciones de Atahualpa afuera. Bueno, me digo, ¡tendré que hacer otro disco más de Yupanqui! Me relajo, como cuando estaba sentada en medio de la nada en la Patagonia, a mis 20... Siento que mientras me queden cosas para hacer no me voy a morir. Parece un pensamiento mágico, místico, medio bobo, pero lo creo de verdad. Cantar me aleja de la muerte.

Lidia Borda se presenta en Café Vinilo, Gorriti 3780, a las 21, los martes 21 y 28 de enero. Entrada: 100 pesos.
Reservas al 4 866-6510 y a [email protected]

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